viernes, 3 de febrero de 2012

Los he visto apostados al sol

Los he visto apostados al sol desde bien temprano.
En Bahía Blanca, Capuchinos, Campo del Sur, San Juan de Dios… 
Expuestos a que los livianos rayos caloríficos arranquen
la humedad incrustada de la noche en las ropas de abrigo.
Javier Campoy y Federico Pampini, el primero sobre el poyete frente
a los bloques y el mar, el gorro de lana calado, la pata coja
extendida; el segundo varios metros a la espalda, en un banco,
extendido todo a lo largo cortazariano pelotudo…
Curioso que no se hablen, está todo dicho entre ambos,
al menos mientras permanezcan solazados al sol.
José Luis Jodar delante de las casas coloreadas,
envuelto en humo de porros, atento, de soslayo, a la vigilancia
de los “chapas”. Miguel Ángel Valcárcel apoyado en la verja
del campo la Mirandilla, sentado, rizado y mugroso el pelo,
el ojo tuerto bajo el párpado abatido dándole un aire siniestro.
Macareno en la plaza San Juan de Dios, rodeado de
“bultos sospechosos”, embutido en más prendas que un esquimal,
apañado con un coñac verborreico, encabronando al que
empina la corneta cervecera.

La manera de tomar el sol es única
singular, nadie normal lo percibe como ellos,
el regunello, el regustillo, el rebujoso, el oblongo, el arrecío,
el enrosco y la absorción de tibieza excede la capacidad
habitual, es una ingesta vital que apela a un ganglio
sensitivo que el común de los mortales tenemos atrofiados,
y que en ellos aún funciona.

Faraudo sin circulación.


Apenas el temor brilla en sus ojos.
Acaso la resignación y un leve estupor
por la molestia de revivir la irrefrenable decrepitud.
La voz, no es voz, sino una emanación cavernosa
de la traquea perforada que los labios, contraídos
o elongados desde las mejillas, modula. Las
piernas no se las siente, es la pésima circulación,
en la calle le ha ocurrido otras veces y ha perdido el equilibrio.
Asistido en un parco ambulatorio, apenas la inyección
placebo le hizo efecto y otra vez cayó de bruces.
Esta vez lo recogen en una silla que produce dentera
al desplegarla de los hierros forzadamente ensamblados.
Sobre los rodamientos oxidados lo empujan, y me despide
con voz ronca de ultratumba traqueotomizada:
- ¡Gracias!

Fuera de la escucha, Miguel Ángel Varcárcel,
el tuerto, el otro ojo perspicaz en el altozano de
su testa grasienta y ensortijada, barrunta:
- ¡Está mal el hombre!

miércoles, 1 de febrero de 2012

Fede. Bronca en la biblioteca

  Temprano en la biblioteca, antes incluso de la apertura, exigiendo poder pasar:
  - Espérese a las nueve.
  El cuerpo aterido, la noche fría, sin calefacción en el Centro, la proximidad del suelo (porque prefiere la esterilla antes que hincarse los muelles del colchón: un rebujo de mantas confinado entre las pantallas que forman el somier y la pared, los pies sobresaliendo, la largura de uno noventa).
  Es exigente de los deberes de lo público, aquel servicio está para prestárselo a él, tal es el primer argumento que asesta a la bibliotecaria recién venida de vacaciones, después que él lleva más de una semana usando un mismo terminal de internet y ella, desconociendo que sus compañeros han transigido, se lo niega por ser de “ofimática”, ofreciéndole otro.
- ¡Tiene que ser ése! - la contrariedad y la ira comienza a asomar al rostro.
  Todavía la chica no sabe a qué clase de sujeto se enfrenta, y por eso contesta con la natural arrogancia explicativa de por qué no puede ser ése y sí aquél, y que ella no está aquí para servirle a él (“vos estás para servirme a mí”, ha proferido exactamente), sino que trabaja para la Junta (luego pensará en voz alta, al cabo de los días, ante Crisóstomo, el de C.H. y los chateos con sudamericanas, que vaya con las exigencias de alguien extranjero que no paga impuestos ni cotiza ni trabaja y vete a saber si no ha matado a alguien en su país y por eso allí no lo quieren), es a la Junta ante quien debe responder, no ante vos (el voseo es contagioso, ya en la incipiente bronca), no ante ti.
  Lo de recurrir al libro de reclamaciones es una molestia inútil, es mejor dirimir las diferencias como personas civilizadas, y más plausible llegar a un entendimiento rápido, por eso erre que erre, cada uno en sus trece. Habrá alguna razón para empeñarse precisamente en ése, dice la chiquilla (esto no es sorna, es que se conserva bien: delgadita, pelo corto y moderno, ademanes ágiles, nervioso-electro-zigzagueantes), que la pantalla (alargar la elle al pronunciar) está más cerca del rostro, explica él, como revelando desde sus alturas un sesgo de una más profunda intimidad que no le merece sacar a relucir y por eso con eso y el sobreentendido del tono basta. Pues aquél, por ej., refuta la bibliotecaria gesticulando el movimiento de la pantalla del terminal, también te lo puedes acercar (luego pensará Crisóstomo, el de CH, al cabo de los días, que ya lo habría configurado a su conveniencia para chatear puntualmente con la Argentina, que allí es por la tarde; de ahí que derivara la conversación hacia el chateo con las sudamericanas que ya desde el otro lado buscan partido en España incluso enseñándole las tetas por Cam). No, no y no, yo el que quiero es ése, pues ese no puede ser (vaya un empeño).
  La cosa acaba calentándose y él la llama a voces “subnormal” (“sos subnormal”, para ser exactos), y hasta vuestro novio sabe que sos subnormal. Oiga, dice la chica, no tengo que aguantar insultos (hace una panorámica por la sala, hay poca gente, desde luego Pepe, el vigilante, no está, pero ella describe una parábola hacia el rellano de la escalera a ver si lo ve, y avisa)… Os voy a partir el culo por subnormal…  
  De los insultos pasa a las amenazas, de las amenazas a las amenazas de muerte, cuando ya el revuelo ha concentrado a gente vanamente intermediaria, entre ellos Pepe, el vigilante cachazas (que no cachas) que lo va arrimando a la pared interponiendo el cuerpo, moviendo los brazos como aspas de molino y esgrimiendo una esmirriada persuasión, y luego conduciendo hasta la puerta de la calle, mientras él, Federico, con sus manazas alicatadas (de alicates, no de alicatar) va dibujando un corte imaginario de yugular, a la par que profiriendo: En la calle (alargar la elle al pronunciar) te voy a coger y te voy a rajar, subnormal gilipollas (Crisóstomo convendrá, a los pocos días, que Pepe, el vigilante cachazas, es demasiado tranquilo y contemporizador, si hubiera sido él, le pega una piña sin pensárselo dos veces, ya que es vice caballero honorario en CH y es un procedimiento harto socorrido en su orden.)
   La bibliotecaria no ha interpuesto denuncia policial, el carné, eso sí, se lo han retirado y no podrá hacer uso de los servicios en toda la red de bibliotecas. Cuando sale a la calle, mira alrededor acojonada, retraída, no sabe muy bien por dónde le puede saltar, si es que le salta, hay que ver la de extranjeros que recalan en España (contaba con el carné de residente) sin saber nada de ellos, si tienen antecedentes o no, cualquier día te dan un verdadero susto. ¿Cómo pueden venir con esas exigencias? (Crisóstomo dice que en la calle ya le bajarán los humos, allí no se andan con chiquitas).