miércoles, 27 de marzo de 2013

Carita de Plata




  Le han adjudicado este apelativo y solo lleva dos meses en Cádiz, homófono del famoso Tacita de Plata, demostrando así un bautizo de integración en la ideosincrasia de este pueblo y la incorporación a su nómina de personajes excéntricos que amenizan las calles (la Uchi, la Petroleo, el Macarti, el Travolta...). En una cadena de televisión local, después de una tertulia carnavalera, para cerrar con una demostración interpretó él su romancero. Llevaba solo catorce días en la ciudad cuando comenzó su fiesta más característica, y no dudó en forjarse un personaje y disfrazarse acorde al mismo: El erizo filósofo.

  Componer una secuencia de cuatro cuartetas en octosílabos (o mejor, para deformar el lenguaje en consonancia con la costumbre local, en ortosílabos, aludiendo al perro de dos cabezas de la mitología) no le resultó difícil y menos relatar la llegada de un erizo que conocía perfectamente la historia local y algunos de sus entresijos más divertidos y enigmáticos. En el tablón de las viñetas unos símbolos jeroglíficos que ejemplificaban el próximo lenguaje que adoptarían los políticos (para que nos enteráramos menos todavía de lo que trajinan), consensuado para recreación de los egipcios antiguos y, sobre todo, para señalar esa pose famosa con los brazos formando ángulos rectos, donde la mano baja está presta para recibir el dinero negro. Con una buena distribución de la goma espuma bajo la tela violeta completaba la esfericidad del equinodermo ya de por sí remarcada con la protuberante panza y, por supuesto, unas cónicas púas, de inofensiva pinchada. Al desplazarse entre las riadas de público que inundaba las calles del casco antiguo parándose ante las bateas de coros o las chirigotas ilegales destacaba en su rostro eso que ha inspirado el apelativo: una enorme barba blanca. Efectivamente, de filósofo. O mejor: de poeta.

  Entre los momentos mágicos que vivió en medio de aquella vorágine de diversión, canto y poesía callejeras estuvo el encuentro con el pregonero y su cohorte, que le pidió una representación en exclusiva. También el intercambio con un coro de Sevilla, que le escuchó atento desde lo alto de la batea, para luego corresponderle con unos tanguillos propios. E igual con las vibraciones de unas voces más agudas, en ciernes, futuros relevos de los autores actuales, del segundo premio en el Teatro Falla de comparsas juveniles. Hubo, en cambio, una situación desagradable y marginal. Crisolo, el encargado de C.H., en Benhumeda, le abroncó por venir disfrazado de esa guisa y considerar que había acudido a la fiesta para divertirse y beber, lo cual no se aviene a la necesidad de una estancia en un centro de este tipo. ¿Deformación profesional? El nuestro también sopesa estas consideraciones. Luis Manzano se mordió la lengua para no responder: 1) De todos los allí alojados era el menos bebedor, por no decir que apenas lo era. 2) De todos los allí alojados era el más empeñado en encontrar trabajo, si es que ya su medio de vida (recitador de poesía) de por sí no lo era.

  Hace ocho años, cuando la hija tenía 15 años y el hijo año y medio menos que ella, charlaban los tres de poesía. Más bien Luis con su hija en tanto el hijo escuchaba algo hastiado. Hacía un par de años habían iniciado un juego consistente en encargar a los otros leer un libro que ellos dispusieran: el padre a ellos, y ellos al padre. La que más entusiasmo había puesto había sido la niña y ahora, en aquel intenso diálogo se manifestaba, alargándose más de una hora, producto de las impresiones acumuladas que se iban entreverando. Al fin el hijo manifestó su fastidio: la poesía no era práctica, no servía para nada, era una gilipollez.

  Aquella noche no pudo conciliar el sueño tras la aseveración que no supo rebatir. El hijo también había leído los libros encomendados en su juego, pero no habían alcanzado a interesarle, mucho menos a conmoverle. Entonces le vino la inspiración y compuso una poesía autobiográfica, titulada: Soy poeta. La iniciaba así: En el Madrid del "No pasarán"... Vivía un carpintero, su padre, republicano, ateo, hijo de un tiroteado, fallecido prematuramente (no conoció a los nietos), amante de su madre, incansable tejedora, lectora en voz alta de poesías, responsable de inculcarle aquel amor (recordaba el impacto de "A Margarita Debayle" de Ruben Darío en su voz tibia y juvenil). Luego hacía hincapié en sí mismo, inhábil para un oficio diestro como el del padre, que no heredó, tampoco para hondos estudios, sí para una cultura variada, para una acendrada admiración de la vida, para un vagabundear aficionado por los mudables paisajes de un escenario teatral, para una actitud filosófica que evocaba con tristeza el imposible deleite del roce de una piel más allá de la muerte.

  La lectura que hizo al día siguiente al hijo la realizó con pausa y emoción. Acaso sonara como al recitármela a mí de memoria, descontando los ocho años de envejecimiento de la voz y una vez más sorprendido de su acierto. La entonación es grave, enternecedora, modulada, concienzuda, vibrante en los puntos de inflexión. No en balde la ha trabajado cuando ha hecho teatro aficionado en una asociación madrileña en la que era vicepresidente (hizo de Hamlet en la obra de Shakespeare, de Helicón en el Calígula de Albert Camus, etc.). En unos cursos sobre el método Stanislavsky coincidió con autores contemporáneos como Juan Mayorga o Alonso de Santos y actrices como Enma Cohen. Pues bien, al alzar aquel día la vista del papel donde había pasado a limpio su autobiográfica "Soy poeta", el rostro del hijo lo encontró empapado de lágrimas. Desde entonces se convirtió en mejor lector que la propia hermana.

  Habla por teléfono con ellos y, naturalmente, les oculta la parte más escabrosa de su vagabundeo, las vicisitudes más sórdidas de su condición de despojado, iniciada tras la caída sobrevenida con la muerte de la madre hace dos lustros (fue también como vislumbrar la luz de una nueva andadura, la revelación de su condición de profeta laico, divulgador callejero de la palabra poética sin publicar). Orgulloso de su incipiente carrera de bailarina, ella, y de árbitro profesional de baloncesto y estudiante de sociología, él, le basta confirmarles que sí, que sigue recitando por las calles, y allá dónde le llaman.

  Al margen del carnaval y su participación con el romancero del erizo filósofo, lo cual le ha servido de espaldarazo y reconocimiento de una voz que comienza a ser familiar, de recreo verbal, ingenioso y frívolo yuxtapuesto a la memoria de un payaso triste en su juventud, ha seguido un itinerario de actuaciones al margen de las callejeras, en bares como: la Isleta (en la viña, con fondo de guitarra y bajo), ¡Ay, carmela! (en el Mentidero), la peña Juanito Villar, el hogar de mayores Fragela, en el Albaicin de calle Sacramento, etc. Siempre dentro del casco antiguo salvo en una ocasión en el Arsenio Manila, restaurante del paseo marítimo.

   El casco antiguo es una burbuja atemporal, un matraz donde permanentemente se reinventa el propio ingenio y desparpajo de forma espontánea, lo que genera un calor autóctono que le permite prescindir de la severidad del mundo y la consunción humanitaria que provoca el progreso. Él, que ha viajado mucho, solo ha encontrado un parangón en las islas griegas: una particular magia interna que se preserva como un espécimen acorralado entre gigantes de cemento. Hacía tiempo que no percibía el abrazo humano, el sincero aprecio no por lo que hace sino por andar convencido de que hay que hacerlo de la manera que él ha decidido. La sana excentricidad tiene aquí natural cabida, y la suya consiste en esa recitación grave, dócil y sentida. Es oficiante de su propio invento, porque pocos quedan con su conocimiento y calidad que no prefieran publicar y subirse a un estrado. Aquí ha engrosado su repertorio inspirándose en la Caleta, al encontrarse solitario ante sus barcas y gaviotas y distinguir un diálogo entre los castillos que la flanquean. O ha reencontrado una cierta felicidad perdida en el pasado, reconvirtiéndola en un presente en el que "hoy ha vuelto a hoy". Aventa también los clásicos para que sus versos corran arrastrados por las corrientes de brisa que enhebran las calles: Oda a la retirada, Anoche cuando dormía, A un olmo seco, Elegía a Ramón Sije, Tengo miedo de perder la maravilla...

  Como ha decidido instalarse aquí en vez de en las islas griegas cerca de Homero, en Lisboa cerca de Pessoa, en Paris cerca de Baudelaire o en Roma cerca del Trastévere, adonde conoció a Rafael Alberti (por cierto, alabó su poesía y le animó a dedicarse a ella) ha solicitado empadronarse en María Arteaga, incorporarse a los grupos de Luz y Agua (aquí también recitó), apuntarse a la Asociación de Familiares con Daño Cerebral Adquirido (reparte octavillas para el cuidado de personas) y a la asociación de lectura: La voz a ti debida (la que ameniza los preámbulos de las conferencias en la feria del libro).

  Me presta un par de libros de Rubén Darío y Mario Benedetti y me demuestra que hay grandes autores que no sabían leerse ni, por tanto, trasmitir, por ejemplo Pablo Neruda. Pone voz monótona y de memoria, inexpresivo y cabizbajo recita: "Quítame el pan, si quieres. Quítame el aire, pero no me quites tu risa." Así aburría, naturalmente. Refresco mi memoria anquilosada y logro iniciar la Canción del Pirata con un titubeo que él rescata al ponerse a mi par e ir mascando fruiciosamente cada estrofa hasta detenernos en: "Y ve el capitán pirata, Asia a un lado, al otro Europa, y allá a su frente Estambul", para preguntarme: “¿Dónde estaba?” Hago de mis brazos un sistema de coordenadas y yerro la respuesta.

  -Mar de Marmárama - sonríe satisfecho, mesándose la barba de papá Noel, algo amarilleada al filo del bigote debido a la nicotina.

  El Tito y Juan Sala se despiden sucesivamente después de acabar una película y dirigiéndome una mirada conmiserativa pues hoy me ha tocado departir en una extraña lengua para ellos a fin de dar cabida a la serena impostura de este loco. El propio Luis Manzano considera que ha abusado de mi paciencia y se despide cuando en realidad no ha hecho sino henchirme con tan inusual conversación. Tratándose de libros le hago ver que yo lastro mis propios títulos, ante los cuales él refiere sentirse ajeno a la prosa, salvo en el pasado lo que concierne a la novela histórica con títulos como Las memorias de Adriano o La vieja sirena. Además le refiero con mohíno entusiasmo que hay proyectado rellenar de los libros confinados en uno de los almacenes los armarios que puede ver en sendos rellanos de la escalera conducente a la primera planta. Pero les faltan las baldas y de ello se encarga un chico del ayuntamiento, que claro, va al ritmo del ayuntamiento, lo que se traduce en los meses que ahí siguen, hieráticos y huecos. Me da las buenas noches con voz ya cansada.

  A las siete de la mañana baja envuelta la cintura en una toalla de baño corta, dejando ver las pajizas piernas, muy del blanco de la propia barba, para tomar los avíos de baño. No me impide su guisa y la somnolencia de la hora recibirlo con un poema que he escogido para él, del libro de Mario Benedetti, Existir todavía, que me ha prestado. Leo unos versos del poema Fantasma (“Al final me di cuenta / soy un fantasma triste / cuando mi brazo abraza / son bisagras de aire / si hablo lentamente / las palabras son humo / y si estoy silencioso / mi suspiro es de hielo”), y de ellos extraigo otro apelativo para él.

  -En vez de Carita de Plata, yo te habría puesto... Fantasma triste.

lunes, 18 de marzo de 2013

Hay miradas



  Hay miradas en el seno de peticiones formales (un vaso de agua, papel para el baño...) que causan simpatía y ternura porque encierran un secreto. Parece que uno pueda ser receptivo a aquello que quiere salir pero algo se lo impide. La voz es también un influjo, como si pretendiera no elevarse demasiado no por miedo a ser oída sino por su propio discreto acotamiento, asumido desde el varapalo inflexivo que ha condicionado su juventud. En grupo habla con seguridad y enriqueciendo con anécdotas la conversación, haciendo referencias que complacen la admiración por, pongamos de ejemplo, la tecnología informática y sus genios pirados. Dice que el hermano de su exnovio le arregló el ordenador desde la distancia, entrando en él desde el suyo; el puntero del ratón mariposeaba solo por la pantalla. Al lado poco interviene quien se supone su actual pareja, por el habla de fuera, piel morena y pelo rizado bajo una sempiterna gorra, salcillo en el labio inferior, tatuaje semioculto en el brazo derecho; sus solicitudes rozan la cuidadosa deferencia de quien no desea, pese a que le incomoda, alterar las normas en su beneficio. Ella no es una belleza consumada, la silueta se pierde en sutiles irregularidades, aunque su semblante es tal que cautiva: sonrosado, terso, propicio al discurso comedido y bien hilvanado, con finura. Él es una perpetua sombra, equívoca, esforzadamente amable, que ella admite con impasibilidad contradictoria, sin intercambiar confidencias presumibles en su condición de pareja. El Tito, fiel a su costumbre, ha intentado coquetear con ella derramando taconeo y palmas flamencas y atrayendo su atención con un saludo irrenunciable. Ella lo ha eludido con una media sonrisa distanciadora. La presunta pareja ha vigilado su reacción desde un asiento apartado.
  Hay señales que van sumándose y abundan en una inconsciente simpatía que puede que desemboque en un escorzo de confidencialidad. La respuesta a algunas bromas o comentarios respetuosamente jocosos, un mohín más personal y confiado, distinto a la contención precavida de los otros. El día de la presumible marcha de la pareja, Patricia se ha demorado en el vestíbulo mientras él se entremezcla en el grupo que hace cola a la puerta, para la consiguiente entrevista con la asistenta social. Entonces le pregunto de dónde es y, como esperado después de la incubación de las señales que hemos ido amasando, fluye el diálogo. Es de Madrid, por crianza, aunque nacida en Vigo. Ha estudiado periodismo y conocía el sur de eventuales trabajos de emisaria. Aquí hay para un buen reportaje, digo. Ella asiente con un convencimiento que cala más allá de mi expresión, de mi alcance como huero pilar de este submundo. Trasladamos a la cola de la puerta, donde está la presunta pareja con alelada expresión vigilante, la conversación, que alcanza las condiciones insalubres del centro de Sevilla, por donde también ha pasado. El hacinamiento, la indecencia de los baños, los orines no lavados de los colchones, los insidiosos despropósitos (una embarazada durmiendo en una camilla durante días...), realzan la benevolencia de este nuestro, más modesto y discreto.
  Aunque me despido y abandono sin relevo el Centro y a la heterogénea y deslucida cola a la puerta, desando el camino que me había alejado en bicicleta al recordar un recado que he de trasladar a la asistenta social. Al buscar la esquina donde aguardar la llegada de su coche, me topo a Patricia, fumando tranquila, a orillas del bar que acoge a felices desayunantes. Opuestos a la entrada, ocultos por el edificio, no nos ve la cola, no nos advierte su pareja en la cola, y de iniciar la charla distendida, su candor y pómulos sonrosados me perfilan el secreto amordazado.
  Él la sigue desde Sevilla, en absoluto es su pareja, no se lo quita de encima, le propone aparentar para convencer y beneficiarse de los recursos. Ella no quiere, desconfía, ha pasado por cárcel en Portugal, desconoce el motivo. Ante su afable y sospechosa terquedad lo contó a la asistenta y esta le sugirió denunciarlo por violencia de género. Por la esquina asoma y cándidamente se aproxima, como repentinamente consciente de haberla descuidado y sospechando la conversación, cuyo contenido inquiere con mohines disconformes al unírsenos. Pero no obtiene nada, y a mí ya me ha dado tiempo a apremiarla para que no deje de acudir al instituto de la mujer en el Palillero esa misma mañana.

viernes, 15 de marzo de 2013

Grita que le secuestran




  Grita que le secuestran, a las seis de la mañana. Le pido silencio para no despertar a los compañeros, pero Tito tiene el sueño sensible y le ha ayudado en los orines nocturnos y Joselito duerme mejor con ruidos, acostumbrado a la calle. El primo intenta vestirlo en la penumbra, mientras él se revuelve y mete las escuálidas piernas de nuevo entre las sábanas. La tarea va a resultar ardua, el forcejeo roza la agresión, yo mezclo las buenas palabras con las inapelables directrices del Centro. Con el sobrino se mostró colaborador los días antes, cuando vino a vestirlo y llevárselo. Hoy es el día del viaje, del secuestro, y el primo o yerno o vete a saber qué, sesentón, bien vestido, extraño de penetrar un mundo así, jadeante y abochornado, lo maneja con dificultades. El parkinson, la demencia senil, la abstinencia de un cierto vicio... lo tienen encolerizado y luchador, aunque no tiene media cachetada, según dice el raptor.
  Saliendo del Centro, sobre el pavimento rugoso y húmedo de la tenue lluvia (todavía no ha caído la granizada del ulterior amanecer) se deja arrastrar, los ojos desorbitados, la actitud desafiante, las arrugas crispadas. Lo ayudo a levantar con palabras amables, mientras el primo sofoca el furor y deseo de arrearle y acabar en una pérdida de control el calvario de atenderlo. Una leve brisa nos azota el leve frescor de los algarrobos de la plaza. La noche desierta es testigo del histerismo. En el coche cuesta entrarlo en la parte de atrás a gritos de llamen a la policía y la mujer del primo o yerno o vete a saber qué desde el asiento de copiloto apoltronada como una matriarca mediando con someras palabras de cordura deshilachada. Quino, le habla familiar, sin que él haga mucho caso, y yo entre tanto le desenganche las manos crispadas sobre la puerta. El cinturón de seguridad es un débil amarre y el pestillo de la puerta cuesta asegurarlo para que no la abra en marcha y salte. El primo, jadeante, resuelto el confinamiento, toma un trago de agua de una botella que le alarga la mujer y respira: Yo no estoy para estos trotes. Luego se pone al volante y arranca.
  Joselito amanece con su aire de ex piloto de la segunda guerra mundial, la gorra y encima las gafas de visera, el cascabel al cuello, las botas marciales, la chupa de un cuero deslustrado y suave, la bufanda hasta las rodillas. El habla engolada impuesta no por el vicio, sino por el apego callejero de tantos años, aún no erradicado y ahora reconducido aunque se siga poniendo a la puerta de entrada del seminario sin cartón ni cuenco limosnero porque le conocen los curas. Sale pronto por tomarse un café en los Negros, adonde van los decoradores de las calles antes de que el ciudadano adocenado amanezca, para luego estar a las ocho en punto el primero de la cola en el dispensario de la metadona. Dice que se ha guardado de intervenir y encarar al primo, de avisar a la policía, de tomar la matrícula. Que el viejo le estuvo contando todo lo que ha luchado por sus hijos, ahijados, yernos, nueras y ahora se lo quitan de enmedio. La postura radical y sofrenada, iracunda, la refuerza con la evocación del propio padre, que murió al tercer infarto, pobrecillo, al que le recuerda. Y aunque fuera un pésimo hijo, ahora defiende los paralelismos, no importa que no le incumban, lo cual subrayo. No te incumbe, por tanto, no te metas donde no te llaman.
  Entrada la mañana la asistenta corresponde a mi crónica con que lo trasladaban a Málaga, al aeropuerto, desde donde viajaría a Holanda, con un oportuno acompañante contratado para el avión. Allí viviría en un piso acondicionado, con todas las comodidades, con asistentes y auxiliares de clínica. Desconocemos qué tiene que ver Holanda en su biografía.

viernes, 8 de marzo de 2013

Pareja que riñe



  Marcos y Tazjar no es una pareja que riñe, es una pareja que se odia, incluso que se agrede. Los rostros emanan una ira apenas contenida por la prudencia de hallarse en un sitio público y por eso finalmente se recluyen en un cuarto de baño, consagrándose en el improvisado ring de las parejas. Son jóvenes, seguramente huidos o expulsados de sus ámbitos familiares, seguramente él se ha convertido en guía de ella por este país extranjero, exigiéndole normas machistas en desuso. No hay árbitro, es de noche, la gente duerme o en la planta baja ve la televisión, donde atiende a la película de fantasía épica, espadas imponentes y profusos atavíos de pieles animales que ellos mismos andaban atendiendo, hasta que han decidido entablar su propio duelo en un espacio donde la tensión pueda chispear. Giran uno alrededor del otro, mantienen una prudente distancia, lanzan zarpazos al aire, probatorios de la amenaza que exhiben. El móvil confiscado por él es el concreto objeto de discordia, ella quiere que se lo devuelva. El espejo encuadra la escena, el suelo de losa resbala, la taza contempla por su ojo indiscreto, sobre la placa ducha sin cortinas la manguera dibuja un tirante serpenteo.
  Golpean a la puerta, se sobrecogen, habían intentado ser discretos. No es este un territorio propicio, acechan guardianes del orden. No abren. Aguardan.
  -Abrir la puerta, por favor.
  Ante ellos el vigilante, yo, que toca la campana de fin del asalto. Salen amagando una confrontación inconclusa, unos postreros zarpazos al aire, él se descansa en la escalera a oscuras, ella extiende la mano para exigirle el móvil. Faltan lugares donde evadirse y confinar su riña de pareja, donde derramar la ofuscación de la ira sin testigos, sin árbitros, y entonces sí se prodiguen arañazos más explícitos, incluso marcas. Es imposible esconderse de mí porque puedo aplicarles la normativa del código de los cabreos en público y por eso él decide entregarle el móvil con hostilidad y desgana, no así el cargador, lo que los deja en un empate técnico, antes de retirarse a sus distintos aposentos, como está mandado aquí, llevando consigo el desaliño de la disputa.
  Juan Sala ha sido despertado dado que le perturbó el jaleo en el cuarto de baño contiguo a su dormitorio y emerge del mismo con su sempiterna pelliza de piel de algún plástico imitativo de mamífero natural. Después que en la sala de la televisión admire soñolientamente las bárbaras espadadas de superhéroes de cavernas y otros espacios montañosos, me brinda su propia versión de un apunte de altercado inscrito en nuestro cuaderno de incidencias, desdiciendo la palabra altercado, por exagerada. El tal Morales le empujó a él y a Omar para abrirse paso hacia la ventanilla del comedor a la hora del desayuno, solo dijo: qué pasa colega, el otro haciéndose el sueco y rezongando. Ya le había molestado estando en el baño, irrumpiendo para decir: acaba ya que quiero mear, con una traspiración y hosco malhumor etílico. Además había sido sorprendido en otra ocasión orinando en el cubo de la fregona, cómo se podía consentir, aunque fuera verdad que no estuviera muy bien de la olla. No dijo nada más al desayuno, qué pasa colega, ni mucho menos altercado, en otras circunstancias hubiera rememorado su pasado menos paciente y le hubiera invitado, no aquí, en la calle: qué pasa colega, tú de qué vas.
  Por la mañana la displicencia de pareja no se arregla cuando ella se acomoda en el asiento de la misma mesa del desayuno, han logrado dormir, no ha sido una noche de reiteración enfadosa contra la almohada, al menos hasta el momento del vencimiento por cansancio físico. Ella, aun con poca batería, ha debido satisfacer sus mensajeos de móvil quién sabe con quién que le fastidia a él hasta el punto de abandonarla en la mesa rechazando aquella aproximación pacífica y reconciliadora. Sale disparado a la calle, y ella, tras una duda instantánea donde sopesó el rencor y el afecto, rasgó por medio y salió detrás, dejándose el colacao humeante. Dentro de la media hora siguiente regresan por separado con independencia de ofuscaciones, retirando sus maletas para acaso no volver más a la jaula de sus remilgos odiosos, concibiendo que aquella pueda ser propiciatoria. El asomo al exterior de sus enfados lo hacen con una corrección impostada, como si hubieran olvidado desenvolverse fuera del interior de sus tiranteces y pugilatos, lo cual debe unirlos más de lo que aparece, a tenor de que a la tarde regresan mimosos y acalamerados como si no hubieran estado a punto de matarse.