Grita que le secuestran, a las seis de la mañana.
Le pido silencio para no despertar a los compañeros, pero Tito tiene el sueño
sensible y le ha ayudado en los orines nocturnos y Joselito duerme mejor con
ruidos, acostumbrado a la calle. El primo intenta vestirlo en la penumbra,
mientras él se revuelve y mete las escuálidas piernas de nuevo entre las sábanas.
La tarea va a resultar ardua, el forcejeo roza la agresión, yo mezclo las
buenas palabras con las inapelables directrices del Centro. Con el sobrino se
mostró colaborador los días antes, cuando vino a vestirlo y llevárselo. Hoy es
el día del viaje, del secuestro, y el primo o yerno o vete a saber qué, sesentón,
bien vestido, extraño de penetrar un mundo así, jadeante y abochornado, lo
maneja con dificultades. El parkinson, la demencia senil, la abstinencia de un
cierto vicio... lo tienen encolerizado y luchador, aunque no tiene media
cachetada, según dice el raptor.
Saliendo del Centro, sobre el pavimento
rugoso y húmedo de la tenue lluvia (todavía no ha caído la granizada del
ulterior amanecer) se deja arrastrar, los ojos desorbitados, la actitud
desafiante, las arrugas crispadas. Lo ayudo a levantar con palabras amables,
mientras el primo sofoca el furor y deseo de arrearle y acabar en una pérdida
de control el calvario de atenderlo. Una leve brisa nos azota el leve frescor
de los algarrobos de la plaza. La noche desierta es testigo del histerismo. En
el coche cuesta entrarlo en la parte de atrás a gritos de llamen a la policía y
la mujer del primo o yerno o vete a saber qué desde el asiento de copiloto
apoltronada como una matriarca mediando con someras palabras de cordura
deshilachada. Quino, le habla familiar, sin que él haga mucho caso, y yo entre
tanto le desenganche las manos crispadas sobre la puerta. El cinturón de
seguridad es un débil amarre y el pestillo de la puerta cuesta asegurarlo para
que no la abra en marcha y salte. El primo, jadeante, resuelto el
confinamiento, toma un trago de agua de una botella que le alarga la mujer y
respira: Yo no estoy para estos trotes. Luego se pone al volante y arranca.
Joselito amanece con su aire de ex piloto de
la segunda guerra mundial, la gorra y encima las gafas de visera, el cascabel
al cuello, las botas marciales, la chupa de un cuero deslustrado y suave, la
bufanda hasta las rodillas. El habla engolada impuesta no por el vicio, sino
por el apego callejero de tantos años, aún no erradicado y ahora reconducido
aunque se siga poniendo a la puerta de entrada del seminario sin cartón ni
cuenco limosnero porque le conocen los curas. Sale pronto por tomarse un café
en los Negros, adonde van los decoradores de las calles antes de que el
ciudadano adocenado amanezca, para luego estar a las ocho en punto el primero
de la cola en el dispensario de la metadona. Dice que se ha guardado de
intervenir y encarar al primo, de avisar a la policía, de tomar la matrícula.
Que el viejo le estuvo contando todo lo que ha luchado por sus hijos, ahijados,
yernos, nueras y ahora se lo quitan de enmedio. La postura radical y sofrenada,
iracunda, la refuerza con la evocación del propio padre, que murió al tercer
infarto, pobrecillo, al que le recuerda. Y aunque fuera un pésimo hijo, ahora
defiende los paralelismos, no importa que no le incumban, lo cual subrayo. No
te incumbe, por tanto, no te metas donde no te llaman.
Entrada la mañana la asistenta corresponde a
mi crónica con que lo trasladaban a Málaga, al aeropuerto, desde donde viajaría
a Holanda, con un oportuno acompañante contratado para el avión. Allí viviría
en un piso acondicionado, con todas las comodidades, con asistentes y
auxiliares de clínica. Desconocemos qué tiene que ver Holanda en su biografía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario