viernes, 15 de marzo de 2013

Grita que le secuestran




  Grita que le secuestran, a las seis de la mañana. Le pido silencio para no despertar a los compañeros, pero Tito tiene el sueño sensible y le ha ayudado en los orines nocturnos y Joselito duerme mejor con ruidos, acostumbrado a la calle. El primo intenta vestirlo en la penumbra, mientras él se revuelve y mete las escuálidas piernas de nuevo entre las sábanas. La tarea va a resultar ardua, el forcejeo roza la agresión, yo mezclo las buenas palabras con las inapelables directrices del Centro. Con el sobrino se mostró colaborador los días antes, cuando vino a vestirlo y llevárselo. Hoy es el día del viaje, del secuestro, y el primo o yerno o vete a saber qué, sesentón, bien vestido, extraño de penetrar un mundo así, jadeante y abochornado, lo maneja con dificultades. El parkinson, la demencia senil, la abstinencia de un cierto vicio... lo tienen encolerizado y luchador, aunque no tiene media cachetada, según dice el raptor.
  Saliendo del Centro, sobre el pavimento rugoso y húmedo de la tenue lluvia (todavía no ha caído la granizada del ulterior amanecer) se deja arrastrar, los ojos desorbitados, la actitud desafiante, las arrugas crispadas. Lo ayudo a levantar con palabras amables, mientras el primo sofoca el furor y deseo de arrearle y acabar en una pérdida de control el calvario de atenderlo. Una leve brisa nos azota el leve frescor de los algarrobos de la plaza. La noche desierta es testigo del histerismo. En el coche cuesta entrarlo en la parte de atrás a gritos de llamen a la policía y la mujer del primo o yerno o vete a saber qué desde el asiento de copiloto apoltronada como una matriarca mediando con someras palabras de cordura deshilachada. Quino, le habla familiar, sin que él haga mucho caso, y yo entre tanto le desenganche las manos crispadas sobre la puerta. El cinturón de seguridad es un débil amarre y el pestillo de la puerta cuesta asegurarlo para que no la abra en marcha y salte. El primo, jadeante, resuelto el confinamiento, toma un trago de agua de una botella que le alarga la mujer y respira: Yo no estoy para estos trotes. Luego se pone al volante y arranca.
  Joselito amanece con su aire de ex piloto de la segunda guerra mundial, la gorra y encima las gafas de visera, el cascabel al cuello, las botas marciales, la chupa de un cuero deslustrado y suave, la bufanda hasta las rodillas. El habla engolada impuesta no por el vicio, sino por el apego callejero de tantos años, aún no erradicado y ahora reconducido aunque se siga poniendo a la puerta de entrada del seminario sin cartón ni cuenco limosnero porque le conocen los curas. Sale pronto por tomarse un café en los Negros, adonde van los decoradores de las calles antes de que el ciudadano adocenado amanezca, para luego estar a las ocho en punto el primero de la cola en el dispensario de la metadona. Dice que se ha guardado de intervenir y encarar al primo, de avisar a la policía, de tomar la matrícula. Que el viejo le estuvo contando todo lo que ha luchado por sus hijos, ahijados, yernos, nueras y ahora se lo quitan de enmedio. La postura radical y sofrenada, iracunda, la refuerza con la evocación del propio padre, que murió al tercer infarto, pobrecillo, al que le recuerda. Y aunque fuera un pésimo hijo, ahora defiende los paralelismos, no importa que no le incumban, lo cual subrayo. No te incumbe, por tanto, no te metas donde no te llaman.
  Entrada la mañana la asistenta corresponde a mi crónica con que lo trasladaban a Málaga, al aeropuerto, desde donde viajaría a Holanda, con un oportuno acompañante contratado para el avión. Allí viviría en un piso acondicionado, con todas las comodidades, con asistentes y auxiliares de clínica. Desconocemos qué tiene que ver Holanda en su biografía.

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