Ha
habido varias bajas de las de larga estancia por diversos y escabrosos motivos
pero a mí quienes me esperan para corresponderme con una invitación pendiente
es la pareja Juan Cala y Verónica. Por supuesto, aprovechan para proveerse de
ropa, ella ha engordado por la nueva medicación, fuerte, que le están
inyectando una vez a la semana (no es el modecate; es otro nombre raro y espeluznante).
"Gordi. ¿Te valdrá esta?" -examina él con ojo inexperto unos
pantalones vaqueros. Consiguen una buena remesa en la exigüidad de la ropería,
incluido un juego de sábanas para cama de matrimonio. El entusiasmo está en sus
caras.
Posteriormente Bienvenido, apoyado en el cajón de portería, me dirá que
se dio media vuelta y regresó al Centro para preguntarme si iba a ir al
baratillo, pero que me vio acompañado de la pareja y desistió. "Me enseñaron
la casa" -digo. "Cá uno es libre de ir con quien quiera. Estamos en
una democracia" -apostilla. Atisbo las rencillas del pasado. Ya sé que
detrás de su ser comedido y apacible, de su gesticulación afable, de su rostro
ahuevado, con bigotito y semicalvo, se esconde el que antaño en el Puerto
cumplió condena en el módulo de los de más alta peligrosidad. Con sesenta años
y aún pletórico de rabia contenida. Paulatinamente acalora su discurso. Los
tatuajes de los brazos y los dijes de las manos subrayan la rotundidad de los
visajes violentos. La boca la crispa y muestra una dentadura deformada por una
pasada tortura policial. El odio está perfectamente dibujado en su cara. Ahora
que han salido los que habían conformado según él una dominación territorial a
sus anchas se explaya (Tito, Rachid, Juan Cala...). "Que vayan dejando
sitio. Tanto programa o tanta paga...". También carga contra los centros
de atención social.
Pero yo
he disfrutado por la mañana con la pareja. Hemos cogido la cuesta de
Capuchinos, tomado por Sagasta y entrado en una de las bocacalles donde hay una
fachada parda. Me explican los pormenores mientras subimos las escaleras
estrechas, el número de inquilinos, la bondad del dueño, el precio del
alquiler. Cada una de las habitaciones de la primera planta tiene su llave. Una
pertenece a un hombre soltero que les ha prometido un televisor. La otra a un
matrimonio con una hija pequeña, todos compartiendo cama. El cuarto de baño y
la cocina es común, aunque con receptáculos y cajones para cada cual. Es una
casa que combina lo antiguo y lo nuevo, sin duda adecentada para el negocio del
alquiler, dejando aquello que la robustez del pasado hace inmejorable. Por
ejemplo, en el baño, la grifería y el mármol, que denotan el total de una casa
exquisita antaño. Y en la cocina, un horno antiguo, cuya limpieza todos delegan
en una chica contratada para dos veces en semana, lo cual ha generado algunas
quejas.
Entramos
en su dormitorio y se disculpan del desorden. "Perdona que la cama esté
sin hacer" -dice Juan Cala, siempre con su tono deferente y los ojos
despiertos. El revuelto de sábanas se ha debido a la premura por haberme
interceptado temprano, luego tendrán tiempo de hacerla, después de desayunar.
Hay un espejo, una cajonera, un armario empotrado. Hay silencio y una ventana
con luz de la calle. Y seis meses por delante de salario social que con suerte
entronque con una paga de ella si les llega el patrón histórico por internet
para adjuntar a los informes psiquiátricos. El perfecto nido de amor.
En una
terracita común, protegida con un semi cierro de ladrillos, él practica
gimnasia, y hace una demostración conspicua de los tipos de flexiones que atañen
a los músculos de la parte superior, media e inferior de los pectorales. Los
hincha bajo la camiseta como un culturista y Verónica bromea conque uno de los
sujetadores desechados antes en ropería le hubiera venido bien a él. Hay signos
de los otros inquilinos, algunas pertenencias personales que, aseguran, no
corren peligro de robo por los otros. Hay una escalerita de forja que conduce a
un ático. Hay unas macetas con la tierra húmeda. "Yo quiero plantar unos
geranios" -informa Verónica, siempre frunciendo los labios para una
vocalización propia del norte, de San Sebastián. Es hora de ir a desayunar.
Posteriormente Bienvenido, apoyado en el cajón de portería, recordará el
tropiezo que tuvo con él hace unos años cuando lo acompañaba su anterior
pareja. La Cloti
lo envenenaba, aunque no lo disculpa por ello, piensa que, si bien Verónica no
es una arpía como aquella, él no ha cambiado. A cuenta del acoso que ejercían
sobre un viejo Bienvenido los abordó en la plazoleta y les amenazó de tal
manera que hasta el diablo se hubiera amedrentado. No es Bienvenido de esos que
afloran cuando los prepotentes y territoriales que se han asentado desaparecen
por mor de las expulsiones (Tito por practicar el amor libre en los baños,
Rachid por mercadear con pastillas y hachis...), pero los visajes de coraje que
esgrime contra ellos me pregunto por qué no los destapó entonces. Más vale que
no, a tenor de que la cabeza del Tito (del que critica la farándula que montaba
en la sala de televisión, la apropiación mañanera del baño, etc.) la salta
imaginariamente en pedazos y a Rachid (del que critica el despotismo y la
excusa de la mano por operar) le rompe imaginariamente las costillas. Claro que
el problema no es estrictamente de ellos sino del sistema de la atención social
y sus adláteres, esgrimiendo odios intestinos contra las asistentes sociales de
Luz y Agua en Cádiz y cáritas en San Fernando. Emplea una expresión muy dura:
"¡Que viven de la miseria del prójimo!". La predilección por aquellos
que se ajustan a su mecánica desprecia a los que simplemente, aun habiendo
pasado por adicciones, y tras haberlas superado por sí mismos, alegan situación
de desahucio como único y elemental motivo de demanda de alojamiento. Hay una
dignidad prístina que defiende, una privacidad que los programas de
rehabilitación gustan de hurgar y ofrecer como reclamo. El coraje se concretiza
en aquellas empleadas que en momentos clave en que él las trató le propusieron
un apaño indelicado o le ofendieron con una deferencia por otro con una imagen
más piadosa que vender. Vomita reflexiones muy duras, que, no obstante, no
dejan de ser el punto de vista alguien inmerso y sobreviviente en este
submundo.
Del cual
ha escapado la pareja; ojalá no retrocedan más a él. Por la mañana, después de
enseñarme la casa, hemos desayunado en las Brisas, un bar frente al Mercado de
Abastos. El lugar es excelente, tiene en las paredes aparejos marinos: un timón,
una foto gigante en blanco y negro del Juan Sebastián el Cano, un salvavidas,
maquetas de barcos... Ya Juan Cala no es el mismo desde que está con Verónica,
los buenos sentimientos han dejado atrás aquel pesquisidor que buscaba intimidar
y sacar partido, aunque siga desenvolviéndose magistralmente y haya servido de
confidente para contrastar las truculencias que se han descubierto y provocado
un reseteo de usuarios de larga estancia y una desazón en los servicios
sociales del ayuntamiento al enterarse de lo que ocurría (siempre pecando de
ingenuos, y son parte responsable por su propensión a querer emitir informes exquisitos
y pragmáticos). Ella lo ha cambiado, y por eso se casaron en Sevilla hace un año,
cosa que ni siquiera hizo con la madre de su hija que vive en un piso de Jerez
adquirido por él hace más de diez años. Los testigos fueron simples vecinos,
los anillos de corte esotérico. También allí pasaron una temporada en un piso
de alquiler, aquí, para ahorrar no dejarán de acudir al comedor social de María
Arteaga, aunque evitarán las cenas en el de Santiago. Intentará sacar algún rédito
al piso de Jerez, por eso de que "el uso y disfrute" era hasta que la
hija cumpliera la mayoría de edad. Y si la cabeza no le traiciona, ella dará
algunas clases particulares, pues la disfunción suya casi que más viene por el
potencial memorístico y matemático que siempre mostró.
Juan
Cala mastica con la boca abierta, aunque se disculpa, el entusiasmo de la
conversación le impide parar. La ilusión ilumina sus rostros, lo cual viene
acentuado por el sol mañanero que entra por el ventanal a nuestra izquierda. La
subsistencia sin dinero hace que les cause cierto extrañamiento este formato de
desayuno a que se prestan por la invitación que me prometieron. Es la compensación
a mi esporádica generosidad, nimia en comparación con aquella señora de las
tortillas los domingos, y que, no obstante, ya tuvo su compensación en las
sonrisas diáfanas de niños sorprendidos por un regalo magnificado. El tomate
desborda las medias tostadas, los cafés sucumben con delectación, la mesa acaba
en un desorden de platos y vasos aparatoso.
Posteriormente a Bienvenido, apoyado en la portería, le he hecho una
burda relación de los motivos de abandono del Centro: 1.- Por normal finalización
de la estancia o de la gestión que se solicitó realizar. 2.- Por desagradable e
inapelable expulsión con el consiguiente pataleo administrativo de los
inconformes y prepotentes usuarios de larga estancia. 3.- Por feliz consecución
de la espera y ascenso a un escalafón mayor como una vivienda de alquiler.
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