Tendido en medio de la
plaza, boca arriba, los brazos y piernas en aspa, sorbe profunda y aturdidamente
el frescor de los algarrobos animados por la leve brisa que corretea como
huyendo de un molino gigante.
Ha notado la apertura
del Centro y ya está, tambaleante, remontando los montículos de solería provocados
por las raíces. Lleva meses en el programa de Luz y Agua, últimamente
protestaba displicentemente de los mosquitos nocturnos, y la asistenta de allí
pidió explicaciones aquí. Las explicaciones al insecticida, que no fulmina.
Hasta de madrugada se ensañó con ellos a vozarrones que hube de acallar. Sin
duda la mala sombra debía enriquecer la sangre y convocarlos en detrimento del
resto de durmientes. El otro vigilante, que lo ve en tal estado en este su
turno, le indica que se de una vuelta para despejarse y recuperar algo de
sobriedad, a lo cual obedece a regañadientes, pues por supuesto niega tal
estado.
En el vestíbulo se
encuentra Jesús Moreno dirigiendo su vista deficiente al infinito borroso de
los muebles, el bastón apoyado en la baranda de la escalera, la escualidez de
enfermo terminal abrigada en sí misma, la voz reflexionando en alto sobre el
calor y las cosas del verano. Enfrente Paqui, hoy descansada del voluntariado
en la Asociación Equis
de Mujeres y en la Cruz Roja,
la nariz picuda, resoplando y aireando la pechera con movimientos ondulantes de
la camiseta, las hijas en sus cuarteles generales.
No ha pasado ni media
hora cuando Francisco Cantero regresa del oreo propio inefectivo con lo cual el
vigilante vuelve a reprenderle por su estado de ebriedad malformada. La
negativa es insistente, como si no supiera distinguirla o es que está últimamente
demasiado implícita en el carácter de él.
-En ese estado no puedes
permanecer en el Centro. Vas a tener que coger tus cosas y marcharte.
La paciencia del vigilante
se ha agotado, sin que deponga la corrección y las maneras. El otro se queda
perplejo, el aval de estar suscrito al programa de Caritas presupone una
inmunidad que no puede soslayarse así sin más. Sin más, claro, porque no se adivina
en su colocón que debe incluir algún género de estimulante más allá de la
bebida o alguna mezcla de pastillaje reactivo. Hay en sus soledades y protestas
prepotentes de los últimos días una rabia acumulada que, desgraciadamente, explota
ahora.
El vigilante está
sentado y parapetado en el mueble de recepción, lo cual le propicia una indefensión
añadida ante la subsiguiente reacción inesperada. Francisco Cantero sortea el
mueble, penetrando por la bocana que hace una ese y también accede al aseo y a
la consigna de las maletas y comienza a propinarle puñetazos y a insultarlo
furiosamente. El vigilante se protege como puede, del forcejeo rompe la camisa,
el asiento a ruedas acaba resbalando por el desequilibrio del peso desplazado y
cayendo. En el suelo le llueven patadas.
Paqui, alarmada, histérica,
ha salido fuera y, en la plazoleta, ha telefoneado a la Policía Nacional.
Jesús Morena escucha las trompadas sin poder intervenir por su flaqueza de
enfermo. Del primer piso baja Mustapha y un Manuel de Chiclana que intervienen
para arrancar al atacante de su obcecación violenta. Con palabras de calma y
diplomacia e interponiendo sus cuerpos logran conducirlo fuera, el otro
descompuesto, los ojos fieros, la voz rotunda:
-Hijo de puta. Te voy a
matar por echarme a la calle. Peazo maricón. De esta no te salvas. Yo no vengo
bebido ni pollas.
Manuel de Chiclana tiene
la picardía, al conocer por un intercambio fugaz con Paqui de dos palabras, que
ella, descompuesta la mirada, ha avisado a la policía, de advertirle que se
quite de en medio porque aquella está asomando por la esquina. Francisco Contera
no ve más allá de su fiera obnubilación y hace caso sin mucha prisa.
El vigilante se recupera
condolido. Los nervios y la humillación le han afectado más que los golpes,
cuyos efectos, no obstante, comprueba frente al espejo: una leve tumefacción a
la izquierda de un ojo, un moratón, más doloroso, en el muslo.
A la media hora suena el
móvil de Paqui, preguntando la policía si sigue siendo necesario intervenir.
Ella entrega directamente, sin contestar, el teléfono al vigilante. Este queda
enterado de que acudirán si aquél reaparece y también lo harán si desea
denunciar la agresión. Lance del trabajo, quizás piense; o desdén burocrático.
Prefiere apechar, sin más.
Por el resto de la tarde
mantiene cerrado el Centro por precaución. Los usuarios brindándole comprensión
y apoyo.