jueves, 26 de diciembre de 2013

La boca desdentada



  La boca desdentada se contrae perfilando una sonrisa de felicidad instantánea, ahí en la cama, cubierto con la manta, calentito y limpio después de quitarle la mierda hasta las trancas incrustada de varias semanas, lo que ha revelado sendas úlceras en los glúteos. La prótesis dental en el vaso, el vaso en el cuarto de baño, la pastilla efervescente tintando de azul el agua.

  La sonrisa de felicidad de la boca hueca, sonrisa torpe y maliciosa, sonrisa chocarrera del que resiste con coraje sobrehumano y se burla de los desvelos de los demás, sonrisa exánime que contiene toda la esencia de un carácter irreductible, ha sido mi mejor regalo navideño.

  - Hijo puta. Me estás dejando sin pijamas, sin chándals, sin mantas… –le amonesto como colofón, y entonces me sonríe triunfante.

  Hoy se ha bajado los pantalones varias veces (la plasta primera era del neolítico), se ha dejado tentar la chorra (si tendrá razón y yo seré mariquita), se ha dejado limpiar, restregar y curar las nalgas fláccidas y ulcerosas.

  Esta cueva no es un establo con buey y mula, y para él es el día de san Juan, no la Navidad. Los niños, verdaderos inventores de los belenes, no incluyen, seguramente porque se lo impiden los mayores para participar de la ficción, figuras de viejos tirados en el suelo sin poder levantarse en medio de un charco de pis y caca; o viejitas que resisten en sus casitas con parcela y limonero la expropiación de una orden religiosa; o indigentes que acuden a centros de alojamiento huyendo del temporal donde luego otro les increpa porque ocupen una habitación de privilegiados; o parejas que se aman a escondidas. Los niños pecarán cuando sean mayores de lo mismo: de no permitir que los siguientes niños incluyan aquello que intuyen o ven con sus ojos prístinos y se les oculta o se les maquilla.

  La comida y mi ropa cobran hoy un nuevo sentido: ya no es confort, delectación gustativa o ambientación hogareña para preservar a los niños de las figuras de los belenes de la realidad. Es comida y ropa para rescatar provisionalmente a una vida solitaria de su propia consunción (“no valgo un duro”, “para estar así mejor morirse”, “nadie nos vamos a quedar aquí” etc.).

  Todos participamos de la placentera mimesis en el grupo de rostros superfluos, falaces y, sin duda, acribillados interiormente de rencillas, tiranías, manías y malestares, ocultas tras la falsa locuacidad y el liviano divertimento de un rato. Yo tampoco me merezco este regalo navideño. Pero como me lo han hecho, me lo quedo. Lo guardaré con celo en un cajón. Una sonrisa desdentada de felicidad momentánea.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Las píldoras de silencio



  Las píldoras de silencio son un constitutivo fundamental para la resolución de conflictos, cuyo capítulo primero es la prevención. Hay que dosificarlas, y no siempre contienen el mismo principio activo (benévolo, hostil, sereno, disciplinado, amable, reflexivo, risueño…).
  Además puede ser silencio de una sola voz (tenor, soprano, bajo…) mientras prosigue la música coral de las otras voces. Silencio que omite la réplica que debía merecerse quien se muestra imperativo: “¡Dame un colacao, que tengo prisa!”, o : “¡Encima un colacao express!”, como si hubiera habido recochineo al hacerle comprender (a un veterano ya) que ha aparecido por el comedor pasada la hora de cierre.
  El trato había sido amable y hasta deferente. Le hube comprado libros en su puesto del baratillo. Le hube regalado una bicicleta y un escáner para que lo vendiera. Había surgido una cierta camaradería. Las charlas eran rudamente afectuosas, sin dejos empalagosos, comprensiva ante la impaciencia por salir a un piso compartido en Puntales. Una vez le llamé “El profesional”. Desconozco si comprendió que me refería a León (Jean Reno) el indestructible asesino a sueldo bebedor de leche (sin colacao). Era por la expresión facial, las arrugas del entrecejo, el poso de bondad en su perpetua beligerancia contra las pequeñas contrariedades (el compañero de habitación enfermo, la temperatura del colacao, el cumplimiento de los horarios…)
  Sin afán compensatorio, al menos es de esperar parecida amabilidad y educación a la que se ofrece. La confianza corrompe cierta compostura, las paranoias la resquebrajan. Oliver, sonriendo sus cuatro dientes draculinos en la cabeza ahuevada, lo confirma: son paranoias.
  Desde que El profesional se ha ido a un piso compartido en Puntales, le ha cambiado la cara, trasciende otro ánimo. Los meses demasiado largos le han aportado al fin esta solución. Así le ocurre a quien sabe esperar. También Chary, la novia de Oliver, ha sido recompensada. El primer día de ocupación del pequeño piso del Patronato dice que se lo pasará recorriéndolo arriba y abajo, incrédula. La felicidad en su rostro maltrecho. Qué pena: ¿ahora que va a mejorar el paisaje de la plaza por obras nos abandonas?, bromeo.
  El profesional ocultó la buena noticia por la mañana cuando apareció en el tiempo de descuento. Otra vez su modo sucinto de provocación, pensé. Jorge, el obeso, repetía desayuno y reiteración de noticias televisivas dos mesas más adelante. Pasados cinco minutos, corté: “Con dolor de mi corazón…” Él hizo una mueca de asesino profesional y me lanzó una mirada aviesa.
  A veces he dado algún crédito a percepciones sesgadas como aquella que dejó caer una vez: “¡Qué buena gente eres cuando quieres…!” En todo caso decidí controlar mi peregrina displicencia de aquel momento, a pesar de que mi actitud estaba justificada. Había obviado que a personas inteligentes como él no hacía falta explicar que estaba burlando ostentosamente el horario. Las píldoras de silencio ulteriores no solo eran por cautela y prevención sino por disconformidad con su actitud, renuncia a aquella camaradería y anuncio tácito de alerta, pues podía malograr su estancia.
  El último día se despidió afectuosamente dando las gracias. Tras la postrera provocación tácita a la formalidad del horario reveló la felicidad de su marcha. La había reservado como arma arrojadiza en caso de cuadricularle las reglas que de sobra conocía. Me animó a que no me olvidara de visitarlo al baratillo: “Pásate por allí, picha, siempre que quieras”. Hablamos de recorridos de bicicleta.
  Las paranoias ratificadas por Oliver se disuelven. Aquí no hay conspiraciones. La liberación del ámbito no obsta para el reconocimiento del mismo, cuyos mantenedores no hacen sino procurar que funcione de la manera más decente.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Hace tanto frío



  Hace tanto frío que ignoran si es solo exterior, el que marcan los termómetros, o es también interior: la gelidez de un aislamiento que pocos vislumbran.
  La soledad de la lucha por la recuperación es ardua, por la reposición de una pizca de la armonía perdida en el pasado. Es como contrarrestar el arañar de pesadillas que reivindican su aprisionamiento. ¿Hay ahí fuera alguien que los comprenda? ¿Hay testigos? ¿Hay árbitros que vigilen las reglas y apunten un resultado?
  Milagrosamente algunos hallan el calor de una compañía.
  No es solo un beso apasionado a la puerta del Centro, es el trasvase de comprensión y energía entre vasos comunicantes a fin de reponer un moderado equilibrio y provocar la deportación de su lucha solitaria incomprendida y desesperanzada. Abrazados hace menos frío, aunque los coletazos de agitación del pasado y las secuelas del naufragio aún pervivan. Ellos han encontrado en el otro el no andar solos, el no verse señalados por sus culpas respectivas, el remedio paliativo justificador de sus yerros. A lo mejor alguien había previsto tal entrecruzamiento de soledades, a modo de experimento, para revolucionar sus perspectivas de una escalada a tientas. Nunca se sabe quién puede ser un refuerzo para seguir navegando a la deriva, eso sí, alejándose de la isla cuyo volcán escupía la lava quemadora, con la intuición de que pueda haber tierra firme tras la siguiente ondulación del mar.
  Oliver ha conocido los más importantes puertos del mundo, pero, sobre todo, la agitación permanente de las aguas bajo la base endeble de madera, los pantucazos de la proa, las embestidas en los costados, el zarandeo convulso del catre con la flaca seguridad de unas sábanas anudadas. Los atuneros tras el Yellowfin. Los mercantes tras la carga y descarga presurosa en los puertos de ciudades fabulosas e inasibles. El regreso al puerto-hogar y el hallazgo de su particular traición justificadora de un reingreso en el silencio y la apatía. Chary se descasó tantas veces como el alcohol la reprobara por su abandono en el último instante, en el instante de decir basta y atender al menor de los niños gracias a que la tía que lo acoge no le conculca su derecho de parque infantil y tobogán por las tardes. Oliver la acompaña.
  Dos páginas arrancadas de libros distintos que ya nadie leía. Unidas forman un incipiente texto cuya lectura serena y alivia, un texto solo comprensible para ellos, jeroglífico para el resto del mundo, con explicaciones interinas que se han ido escurriendo desde los márgenes, desde las extralimitaciones.
  Es imposible que ese beso a la puerta del Centro, tan visible y manifiesto, sepa alguien verlo cabalmente. Hace tanto frío…