Hace tanto frío que ignoran si es solo exterior, el que marcan los
termómetros, o es también interior: la gelidez de un aislamiento que pocos
vislumbran.
La soledad de la lucha por la recuperación es ardua, por la reposición
de una pizca de la armonía perdida en el pasado. Es como contrarrestar el
arañar de pesadillas que reivindican su aprisionamiento. ¿Hay ahí fuera alguien
que los comprenda? ¿Hay testigos? ¿Hay árbitros que vigilen las reglas y apunten
un resultado?
Milagrosamente algunos hallan el calor de una compañía.
No es
solo un beso apasionado a la puerta del Centro, es el trasvase de comprensión y
energía entre vasos comunicantes a fin de reponer un moderado equilibrio y
provocar la deportación de su lucha solitaria incomprendida y desesperanzada.
Abrazados hace menos frío, aunque los coletazos de agitación del pasado y las
secuelas del naufragio aún pervivan. Ellos han encontrado en el otro el no andar
solos, el no verse señalados por sus culpas respectivas, el remedio paliativo
justificador de sus yerros. A lo mejor alguien había previsto tal
entrecruzamiento de soledades, a modo de experimento, para revolucionar sus
perspectivas de una escalada a tientas. Nunca se sabe quién puede ser un
refuerzo para seguir navegando a la deriva, eso sí, alejándose de la isla cuyo
volcán escupía la lava quemadora, con la intuición de que pueda haber tierra
firme tras la siguiente ondulación del mar.
Oliver ha conocido los más importantes puertos del mundo, pero, sobre
todo, la agitación permanente de las aguas bajo la base endeble de madera, los
pantucazos de la proa, las embestidas en los costados, el zarandeo convulso del
catre con la flaca seguridad de unas sábanas anudadas. Los atuneros tras el
Yellowfin. Los mercantes tras la carga y descarga presurosa en los puertos de
ciudades fabulosas e inasibles. El regreso al puerto-hogar y el hallazgo de su
particular traición justificadora de un reingreso en el silencio y la apatía.
Chary se descasó tantas veces como el alcohol la reprobara por su abandono en
el último instante, en el instante de decir basta y atender al menor de los
niños gracias a que la tía que lo acoge no le conculca su derecho de parque
infantil y tobogán por las tardes. Oliver la acompaña.
Dos páginas arrancadas de libros distintos que ya nadie leía. Unidas forman
un incipiente texto cuya lectura serena y alivia, un texto solo comprensible
para ellos, jeroglífico para el resto del mundo, con explicaciones interinas
que se han ido escurriendo desde los márgenes, desde las extralimitaciones.
Es
imposible que ese beso a la puerta del Centro, tan visible y manifiesto, sepa
alguien verlo cabalmente. Hace tanto frío…
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