No se tiró de un sexto piso a pesar de que las cosas se le torcieron y
siguen sin irle rodadas. Le negaron la incorporación al programa Luz y Agua, la
asistenta no hacía más que marearle, o bien verificar que, si aquel laboratorio en el que había estado más
de un año había sido insuficiente, mas lo sería este precocinado. No le han
incluido en las entrevistas para “Durmiendo al raso”, cuando los que están en
el programa no duermen al raso, y él sí.
El enchufe de “Hospital de mujeres” le espetó: “No pienso mover un dedo porque
entres allí”.
Tiró una puerta abajo de una patada de karate, mejor, de Taikwondo, de
una vivienda vacía en la calle Santo Domingo. Era cinturón negro tercer dan.
Las piernas, finas y flexibles, lo denotan. La pierna con que golpeó a la madre
al dirigirla al hermano ha sido considerada arma blanca por la justicia, aún
espera la celebración del juicio en Sanlúcar, con suerte no le cae más cárcel.
Le fracturó el húmero. Le había dicho que iba a matar al hermano y ella se
interpuso. ¿En qué cabeza cabe que tuviera intención de dañarla?
Tiró otra puerta abajo de una patada similar cuando la policía le
conminó a abandonar la vivienda ocupada en la calle Santo Domingo. ¿Por qué fue
tan carajote de poner a nombre de su novia el piso que compró en Petrel,
Alicante? Estaba pelado y él, manitas, lo fue apañando. Le puso los cuernos y, por no buscarse más
líos, regresó a su tierra.
El mismo policía que había desmantelado su primer asentamiento descubrió
el segundo y solo hubo de hacerle una indicación indolente. Él obedeció. En un
bar cercano se le saltaron las lágrimas enumerando su mala suerte ante unos
parroquianos conmovidos. No quería regresar al superpoblado suelo de Canalejas.
El presidente de una asociación de vecinos en el Barrio Santamaría telefoneó a
un amigo que le entregó las llaves de la puerta de entrada a un solar.
La puerta verde, metálica, está incrustada en una tapia. Entramos.
No hay
techumbre, sí la inmensidad de un hueco que a duras penas refleja la compartimentación
de antaño por tabiques y paredes semiderruidas en los flancos, y restos de
losas sucias y semienterradas en el suelo y las paredes. Los edificios
colindantes resistieron la demolición y son la imponente contrarréplica a la
ruina que ha sido barrida con palas y recogedor. La grava la extendió él, de un
montículo en un rincón, al lado de la hormigonera muerta por asfixia. No cae
nunca la oblicuidad de los rayos de sol del Campo del Sur, quizás en verano. La
perra del compañero le lame. Los cordeles de ropa en un lado exhiben la ropa
lavada en la lavandería industrial cercana, por deferencia de una de allí que
se ha enrollado y la desliza entre las sábanas hospitalarias. Detrás de una
malla verde de obra colocada a modo de biombo está la tienda de campaña por
treinta euros desembolsada por una buena samaritana después que los primeros
días durmieran sobre colchones. El valor estimado de primera mano superaría los
doscientos euros. Está extendida delante de un sofá traído a cuestas que no da
sensación de salón hogareño sino de mobiliario adjunto a un contenedor para que
la municipalidad encargada lo retire y lo incinere. En la tienda de campaña,
ovoide como un iglú, amarrada con tiras de cuerda estiradas por ladrillos, duerme el compañero cargado de morfina sus
dieciséis horas diarias; la enfermedad no le permite mucho. Únicamente ellos
dos habitan este solar.
La
policía, esta vez, alertada por algún vecino incomodado, hizo la vista gorda. La
lámpara de la luz se ha quedado sin pilas. El agua en garrafas la conservan
sobre una mesa improvisada en la pared. Detrás de la tienda asoman los huecos
de un antiguo aseo y la cocina. En el primero ha puesto un ladrillo en el agujero
abierto en el suelo por donde pasaba el bajante. Lo retira cada vez que caga.
En el segundo, enfrente, ha improvisado un taller para montar la bicicleta que ha
puesto a punto reuniendo piezas sueltas. Tienen algunas latas en conserva y
galletas aunque acuden a diario a María Arteaga y a Santiago. Las duchas, tres
veces en semana en la asociación Trille.
El compañero se sorprende de que haga la cama por las mañanas. Aduce las
enseñanzas del laboratorio aquél;
algo le quedó. Por lo mismo recoge las colillas, las cacas de la perra, etc.,
manteniendo el lugar higiénico y presentable dentro de su sobriedad desoladora.
Ha traído una maceta vacía, a lo mejor planta algo. En una mesita ha colocado
un teclado y una pantalla plana de ordenador desechados; sin torre no funciona;
y sin luz. Pero invita a una tosca sensación hogareña.
Hasta dentro de tres años el dueño no se plantea edificar nada ni, por
tanto, echarlos, si se comportan. En ese tiempo piensa que habrá encontrado una
salida mejor. Ya no se droga ni se junta con mala gente. De seis a nueve de la
tarde acude al centro de la calle Arbolí para prepararse el acceso a la Universidad.
Recibe clases de historia, lengua, geografía, portugués… Hay una clase en que
el profesor está para él solo. Los exámenes son en abril.
Estos días de noviembre, reconoce, pasa frío; las mantas son insuficientes.
La lona impermeable de la tienda de campaña protege de la lluvia, no del frío; no
han podido asentarla varios centímetros en alto para evitar las corrientes de
agua que se forman.
Es hora de las clases. Toma la mochila estudiantil y se la carga al
hombro. El compañero sigue durmiendo. Comparte con él la mitad de todo lo que
pilla. El otro hace lo propio, aunque está más impedido.
Salimos. No se ha quitado las gafas de sol en todo el tiempo. Ha hablado
con el ímpetu que le caracteriza: sin desesperación, con un deje de amargura
superada, con afán constructivo. Acaricia a la perra antes de cerrar con llave la
puerta verde metálica incrustada en la tapia. Por encima, la vista solo
advierte el inmenso hueco gélido y defectuoso. El reverso de un envoltorio
inhabitable. La insinuación de un pasado reducido a escombros pertinentemente
retirados.
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