jueves, 28 de noviembre de 2013

No se tiró de un sexto piso



  No se tiró de un sexto piso a pesar de que las cosas se le torcieron y siguen sin irle rodadas. Le negaron la incorporación al programa Luz y Agua, la asistenta no hacía más que marearle, o bien verificar que, si aquel laboratorio en el que había estado más de un año había sido insuficiente, mas lo sería este precocinado. No le han incluido en las entrevistas para “Durmiendo al raso”, cuando los que están en el programa no duermen al raso,  y él sí. El enchufe de “Hospital de mujeres” le espetó: “No pienso mover un dedo porque entres allí”.
  Tiró una puerta abajo de una patada de karate, mejor, de Taikwondo, de una vivienda vacía en la calle Santo Domingo. Era cinturón negro tercer dan. Las piernas, finas y flexibles, lo denotan. La pierna con que golpeó a la madre al dirigirla al hermano ha sido considerada arma blanca por la justicia, aún espera la celebración del juicio en Sanlúcar, con suerte no le cae más cárcel. Le fracturó el húmero. Le había dicho que iba a matar al hermano y ella se interpuso. ¿En qué cabeza cabe que tuviera intención de dañarla?
  Tiró otra puerta abajo de una patada similar cuando la policía le conminó a abandonar la vivienda ocupada en la calle Santo Domingo. ¿Por qué fue tan carajote de poner a nombre de su novia el piso que compró en Petrel, Alicante? Estaba pelado y él, manitas, lo fue apañando.  Le puso los cuernos y, por no buscarse más líos, regresó a su tierra.
  El mismo policía que había desmantelado su primer asentamiento descubrió el segundo y solo hubo de hacerle una indicación indolente. Él obedeció. En un bar cercano se le saltaron las lágrimas enumerando su mala suerte ante unos parroquianos conmovidos. No quería regresar al superpoblado suelo de Canalejas. El presidente de una asociación de vecinos en el Barrio Santamaría telefoneó a un amigo que le entregó las llaves de la puerta de entrada a un solar.
  La puerta verde, metálica, está incrustada en una tapia. Entramos.
  No hay techumbre, sí la inmensidad de un hueco que a duras penas refleja la compartimentación de antaño por tabiques y paredes semiderruidas en los flancos, y restos de losas sucias y semienterradas en el suelo y las paredes. Los edificios colindantes resistieron la demolición y son la imponente contrarréplica a la ruina que ha sido barrida con palas y recogedor. La grava la extendió él, de un montículo en un rincón, al lado de la hormigonera muerta por asfixia. No cae nunca la oblicuidad de los rayos de sol del Campo del Sur, quizás en verano. La perra del compañero le lame. Los cordeles de ropa en un lado exhiben la ropa lavada en la lavandería industrial cercana, por deferencia de una de allí que se ha enrollado y la desliza entre las sábanas hospitalarias. Detrás de una malla verde de obra colocada a modo de biombo está la tienda de campaña por treinta euros desembolsada por una buena samaritana después que los primeros días durmieran sobre colchones. El valor estimado de primera mano superaría los doscientos euros. Está extendida delante de un sofá traído a cuestas que no da sensación de salón hogareño sino de mobiliario adjunto a un contenedor para que la municipalidad encargada lo retire y lo incinere. En la tienda de campaña, ovoide como un iglú, amarrada con tiras de cuerda estiradas por ladrillos,  duerme el compañero cargado de morfina sus dieciséis horas diarias; la enfermedad no le permite mucho. Únicamente ellos dos habitan este solar.
  La policía, esta vez, alertada por algún vecino incomodado, hizo la vista gorda. La lámpara de la luz se ha quedado sin pilas. El agua en garrafas la conservan sobre una mesa improvisada en la pared. Detrás de la tienda asoman los huecos de un antiguo aseo y la cocina. En el primero ha puesto un ladrillo en el agujero abierto en el suelo por donde pasaba el bajante. Lo retira cada vez que caga. En el segundo, enfrente, ha improvisado un taller para montar la bicicleta que ha puesto a punto reuniendo piezas sueltas. Tienen algunas latas en conserva y galletas aunque acuden a diario a María Arteaga y a Santiago. Las duchas, tres veces en semana en la asociación Trille.
  El compañero se sorprende de que haga la cama por las mañanas. Aduce las enseñanzas del laboratorio aquél; algo le quedó. Por lo mismo recoge las colillas, las cacas de la perra, etc., manteniendo el lugar higiénico y presentable dentro de su sobriedad desoladora. Ha traído una maceta vacía, a lo mejor planta algo. En una mesita ha colocado un teclado y una pantalla plana de ordenador desechados; sin torre no funciona; y sin luz. Pero invita a una tosca sensación hogareña.
  Hasta dentro de tres años el dueño no se plantea edificar nada ni, por tanto, echarlos, si se comportan. En ese tiempo piensa que habrá encontrado una salida mejor. Ya no se droga ni se junta con mala gente. De seis a nueve de la tarde acude al centro de la calle Arbolí para prepararse el acceso a la Universidad. Recibe clases de historia, lengua, geografía, portugués… Hay una clase en que el profesor está para él solo. Los exámenes son en abril.
  Estos días de noviembre, reconoce, pasa frío; las mantas son insuficientes. La lona impermeable de la tienda de campaña protege de la lluvia, no del frío; no han podido asentarla varios centímetros en alto para evitar las corrientes de agua que se forman.
  Es hora de las clases. Toma la mochila estudiantil y se la carga al hombro. El compañero sigue durmiendo. Comparte con él la mitad de todo lo que pilla. El otro hace lo propio, aunque está más impedido.
  Salimos. No se ha quitado las gafas de sol en todo el tiempo. Ha hablado con el ímpetu que le caracteriza: sin desesperación, con un deje de amargura superada, con afán constructivo. Acaricia a la perra antes de cerrar con llave la puerta verde metálica incrustada en la tapia. Por encima, la vista solo advierte el inmenso hueco gélido y defectuoso. El reverso de un envoltorio inhabitable. La insinuación de un pasado reducido a escombros pertinentemente retirados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario