La
obesidad no es un problema aunque pese ciento cuarenta kilos. Jorge ha conocido
cuál es en los últimos tiempos, desde que se trata.
-Sufro
trastorno de ansiedad con agorafobia y esquizofrenia paranoide.
Casi lo
pregona al servirle el colacao del desayuno (seis cucharadas de azúcar, por
favor; muy azucarado) sin que mi pregunta fuera directa ni impertinente. No se cohíbe
porque le han convencido de que reconocerla es un paso crucial y no debe
avergonzarse. Es tiempo de remontar, o mejor, de culminar la remontada que
comenzara con la asistencia a la Comunidad Terapéutica
de Puerto Real, no la antigua en el barrio Jarana, que se inundó, sino la
moderna, adosada al Hospital. Tres provechosos años que, sin embargo, no
impidieron que durmiera en las calles de San Fernando, Cádiz, Puerto Real,
Puerto Santa María... Tenía treinta años y su mole no debía pasar desapercibida,
ni su indigencia, ni su retraimiento y habla inconexa y perdida. En las
entrevistas era perceptible (por lamentable) su deterioro físico y mental, en
suma, su inhabilitación como persona. La obesidad constituyó un aliado contra
el frío de las noches invernales, pero también una dificultad motriz, higiénica
y respiratoria. La constancia derribó la barrera mental que lo tenía aherrojado
a una supervivencia malsana, desentendido de su padre policía e,
inevitablemente, de su madre ingresada en un piso tutelado en el Puerto de
Santamaría. Le inculcaron el tratamiento farmacológico, cosa que descuidaba, y
las manualidades terapéuticas. De la Comunidad pasó al Centro de Día, en San Fernando,
a donde acude a diario. Aquí estudian si su perfil es para derivarlo a una Casa
Hogar o a un piso tutelado; quizás el mismo de la madre.
La
sustracción a la calle la procura el Centro, a donde cumple satisfactoriamente
las normas, pese a sus propias dificultades. La ansiedad es imposible que la
aplaque completamente el intenso pastillaje que ahora no descuida y se le nota
en los desvelos de madrugada buscando pasillos y plantas que le brinden una
expansión relajadora. Temprano está ya despierto y caminando descalzo porque
aguarda el toque de diana para abrir los batientes de la terraza a donde ha
dejado el calzado para que se airee. No quiere perturbar por anticipado al
compañero durmiente, lo que lo hace diligente y comedido, no aparentándolo su
prontitud y arrojo comunicativos.
No es la
primera vez que el tiempo brinda cambios espectaculares en personas que pasaron
por aquí antaño con una traza deprimente e insondable. Hoy habla, comunica,
obedece a su hermano, a sus psiquiatras y a las asistentas sociales. Ha visto
que le ha beneficiado. Expone lo que quiere, lo que necesita, y a cambio
obtiene la ayuda que le despeja el camino y le acomoda consigo mismo dentro de
una disciplina. La lucha solo es mérito suyo, mérito de esforzarse en confiar
en los profesionales y los familiares que le quieren bien, en alejarse de lo
pernicioso, en reconocerse la enfermedad y apostar por un camino de
estabilización.
La ropa
le queda pequeña, las carnes fláccidas le sobresalen, la barriga le cuelga como
un saco de patatas a punto de abrirse, los brazos gruesos parecen masa de
harina macerable. La piel es blancuzca y el cabello pelirrojo y ensortijado. El
rostro es infantil, los ojos destellan un furor inofensivo cuando se explica
rotundo:
-Tres
años durmiendo en la calle.
Tres
años en los que ignoraba lo que padecía, en los que eludió un diagnóstico
preciso y un tratamiento. El cambio ha sido radical, para mejor. Parecería
nórdico si no hablara con acusado acento cañaílla.
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