miércoles, 20 de noviembre de 2013

La obesidad no es un problema

  La obesidad no es un problema aunque pese ciento cuarenta kilos. Jorge ha conocido cuál es en los últimos tiempos, desde que se trata.
  -Sufro trastorno de ansiedad con agorafobia y esquizofrenia paranoide.
  Casi lo pregona al servirle el colacao del desayuno (seis cucharadas de azúcar, por favor; muy azucarado) sin que mi pregunta fuera directa ni impertinente. No se cohíbe porque le han convencido de que reconocerla es un paso crucial y no debe avergonzarse. Es tiempo de remontar, o mejor, de culminar la remontada que comenzara con la asistencia a la Comunidad Terapéutica de Puerto Real, no la antigua en el barrio Jarana, que se inundó, sino la moderna, adosada al Hospital. Tres provechosos años que, sin embargo, no impidieron que durmiera en las calles de San Fernando, Cádiz, Puerto Real, Puerto Santa María... Tenía treinta años y su mole no debía pasar desapercibida, ni su indigencia, ni su retraimiento y habla inconexa y perdida. En las entrevistas era perceptible (por lamentable) su deterioro físico y mental, en suma, su inhabilitación como persona. La obesidad constituyó un aliado contra el frío de las noches invernales, pero también una dificultad motriz, higiénica y respiratoria. La constancia derribó la barrera mental que lo tenía aherrojado a una supervivencia malsana, desentendido de su padre policía e, inevitablemente, de su madre ingresada en un piso tutelado en el Puerto de Santamaría. Le inculcaron el tratamiento farmacológico, cosa que descuidaba, y las manualidades terapéuticas. De la Comunidad pasó al Centro de Día, en San Fernando, a donde acude a diario. Aquí estudian si su perfil es para derivarlo a una Casa Hogar o a un piso tutelado; quizás el mismo de la madre.
  La sustracción a la calle la procura el Centro, a donde cumple satisfactoriamente las normas, pese a sus propias dificultades. La ansiedad es imposible que la aplaque completamente el intenso pastillaje que ahora no descuida y se le nota en los desvelos de madrugada buscando pasillos y plantas que le brinden una expansión relajadora. Temprano está ya despierto y caminando descalzo porque aguarda el toque de diana para abrir los batientes de la terraza a donde ha dejado el calzado para que se airee. No quiere perturbar por anticipado al compañero durmiente, lo que lo hace diligente y comedido, no aparentándolo su prontitud y arrojo comunicativos.
  No es la primera vez que el tiempo brinda cambios espectaculares en personas que pasaron por aquí antaño con una traza deprimente e insondable. Hoy habla, comunica, obedece a su hermano, a sus psiquiatras y a las asistentas sociales. Ha visto que le ha beneficiado. Expone lo que quiere, lo que necesita, y a cambio obtiene la ayuda que le despeja el camino y le acomoda consigo mismo dentro de una disciplina. La lucha solo es mérito suyo, mérito de esforzarse en confiar en los profesionales y los familiares que le quieren bien, en alejarse de lo pernicioso, en reconocerse la enfermedad y apostar por un camino de estabilización.
  La ropa le queda pequeña, las carnes fláccidas le sobresalen, la barriga le cuelga como un saco de patatas a punto de abrirse, los brazos gruesos parecen masa de harina macerable. La piel es blancuzca y el cabello pelirrojo y ensortijado. El rostro es infantil, los ojos destellan un furor inofensivo cuando se explica rotundo:
  -Tres años durmiendo en la calle.

  Tres años en los que ignoraba lo que padecía, en los que eludió un diagnóstico preciso y un tratamiento. El cambio ha sido radical, para mejor. Parecería nórdico si no hablara con acusado acento cañaílla.

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