miércoles, 11 de diciembre de 2013

Las píldoras de silencio



  Las píldoras de silencio son un constitutivo fundamental para la resolución de conflictos, cuyo capítulo primero es la prevención. Hay que dosificarlas, y no siempre contienen el mismo principio activo (benévolo, hostil, sereno, disciplinado, amable, reflexivo, risueño…).
  Además puede ser silencio de una sola voz (tenor, soprano, bajo…) mientras prosigue la música coral de las otras voces. Silencio que omite la réplica que debía merecerse quien se muestra imperativo: “¡Dame un colacao, que tengo prisa!”, o : “¡Encima un colacao express!”, como si hubiera habido recochineo al hacerle comprender (a un veterano ya) que ha aparecido por el comedor pasada la hora de cierre.
  El trato había sido amable y hasta deferente. Le hube comprado libros en su puesto del baratillo. Le hube regalado una bicicleta y un escáner para que lo vendiera. Había surgido una cierta camaradería. Las charlas eran rudamente afectuosas, sin dejos empalagosos, comprensiva ante la impaciencia por salir a un piso compartido en Puntales. Una vez le llamé “El profesional”. Desconozco si comprendió que me refería a León (Jean Reno) el indestructible asesino a sueldo bebedor de leche (sin colacao). Era por la expresión facial, las arrugas del entrecejo, el poso de bondad en su perpetua beligerancia contra las pequeñas contrariedades (el compañero de habitación enfermo, la temperatura del colacao, el cumplimiento de los horarios…)
  Sin afán compensatorio, al menos es de esperar parecida amabilidad y educación a la que se ofrece. La confianza corrompe cierta compostura, las paranoias la resquebrajan. Oliver, sonriendo sus cuatro dientes draculinos en la cabeza ahuevada, lo confirma: son paranoias.
  Desde que El profesional se ha ido a un piso compartido en Puntales, le ha cambiado la cara, trasciende otro ánimo. Los meses demasiado largos le han aportado al fin esta solución. Así le ocurre a quien sabe esperar. También Chary, la novia de Oliver, ha sido recompensada. El primer día de ocupación del pequeño piso del Patronato dice que se lo pasará recorriéndolo arriba y abajo, incrédula. La felicidad en su rostro maltrecho. Qué pena: ¿ahora que va a mejorar el paisaje de la plaza por obras nos abandonas?, bromeo.
  El profesional ocultó la buena noticia por la mañana cuando apareció en el tiempo de descuento. Otra vez su modo sucinto de provocación, pensé. Jorge, el obeso, repetía desayuno y reiteración de noticias televisivas dos mesas más adelante. Pasados cinco minutos, corté: “Con dolor de mi corazón…” Él hizo una mueca de asesino profesional y me lanzó una mirada aviesa.
  A veces he dado algún crédito a percepciones sesgadas como aquella que dejó caer una vez: “¡Qué buena gente eres cuando quieres…!” En todo caso decidí controlar mi peregrina displicencia de aquel momento, a pesar de que mi actitud estaba justificada. Había obviado que a personas inteligentes como él no hacía falta explicar que estaba burlando ostentosamente el horario. Las píldoras de silencio ulteriores no solo eran por cautela y prevención sino por disconformidad con su actitud, renuncia a aquella camaradería y anuncio tácito de alerta, pues podía malograr su estancia.
  El último día se despidió afectuosamente dando las gracias. Tras la postrera provocación tácita a la formalidad del horario reveló la felicidad de su marcha. La había reservado como arma arrojadiza en caso de cuadricularle las reglas que de sobra conocía. Me animó a que no me olvidara de visitarlo al baratillo: “Pásate por allí, picha, siempre que quieras”. Hablamos de recorridos de bicicleta.
  Las paranoias ratificadas por Oliver se disuelven. Aquí no hay conspiraciones. La liberación del ámbito no obsta para el reconocimiento del mismo, cuyos mantenedores no hacen sino procurar que funcione de la manera más decente.

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