Las píldoras de silencio son un constitutivo fundamental para la resolución
de conflictos, cuyo capítulo primero es la prevención. Hay que dosificarlas, y
no siempre contienen el mismo principio activo (benévolo, hostil, sereno, disciplinado,
amable, reflexivo, risueño…).
Además
puede ser silencio de una sola voz (tenor, soprano, bajo…) mientras prosigue la
música coral de las otras voces. Silencio que omite la réplica que debía
merecerse quien se muestra imperativo: “¡Dame un colacao, que tengo prisa!”, o
: “¡Encima un colacao express!”, como si hubiera habido recochineo al hacerle
comprender (a un veterano ya) que ha aparecido por el comedor pasada la hora de
cierre.
El trato había sido amable y hasta deferente. Le hube comprado libros en
su puesto del baratillo. Le hube regalado una bicicleta y un escáner para que
lo vendiera. Había surgido una cierta camaradería. Las charlas eran rudamente
afectuosas, sin dejos empalagosos, comprensiva ante la impaciencia por salir a
un piso compartido en Puntales. Una vez le llamé “El profesional”. Desconozco
si comprendió que me refería a León (Jean Reno) el indestructible asesino a
sueldo bebedor de leche (sin colacao). Era por la expresión facial, las arrugas
del entrecejo, el poso de bondad en su perpetua beligerancia contra las
pequeñas contrariedades (el compañero de habitación enfermo, la temperatura del
colacao, el cumplimiento de los horarios…)
Sin afán compensatorio, al menos es de esperar parecida amabilidad y
educación a la que se ofrece. La confianza corrompe cierta compostura, las
paranoias la resquebrajan. Oliver, sonriendo sus cuatro dientes draculinos en
la cabeza ahuevada, lo confirma: son paranoias.
Desde que El profesional se ha ido a un piso compartido en Puntales, le
ha cambiado la cara, trasciende otro ánimo. Los meses demasiado largos le han
aportado al fin esta solución. Así le ocurre a quien sabe esperar. También
Chary, la novia de Oliver, ha sido recompensada. El primer día de ocupación del
pequeño piso del Patronato dice que se lo pasará recorriéndolo arriba y abajo,
incrédula. La felicidad en su rostro maltrecho. Qué pena: ¿ahora que va a
mejorar el paisaje de la plaza por obras nos abandonas?, bromeo.
El profesional ocultó la buena noticia por la mañana cuando apareció en
el tiempo de descuento. Otra vez su modo sucinto de provocación, pensé. Jorge,
el obeso, repetía desayuno y reiteración de noticias televisivas dos mesas más
adelante. Pasados cinco minutos, corté: “Con dolor de mi corazón…” Él hizo una
mueca de asesino profesional y me lanzó una mirada aviesa.
A veces he dado algún crédito a percepciones sesgadas como aquella que
dejó caer una vez: “¡Qué buena gente eres cuando quieres…!” En todo caso decidí
controlar mi peregrina displicencia de aquel momento, a pesar de que mi actitud
estaba justificada. Había obviado que a personas inteligentes como él no hacía
falta explicar que estaba burlando ostentosamente el horario. Las píldoras de
silencio ulteriores no solo eran por cautela y prevención sino por
disconformidad con su actitud, renuncia a aquella camaradería y anuncio tácito
de alerta, pues podía malograr su estancia.
El último día se despidió afectuosamente dando las gracias. Tras la
postrera provocación tácita a la formalidad del horario reveló la felicidad de
su marcha. La había reservado como arma arrojadiza en caso de cuadricularle las
reglas que de sobra conocía. Me animó a que no me olvidara de visitarlo al
baratillo: “Pásate por allí, picha, siempre que quieras”. Hablamos de
recorridos de bicicleta.
Las paranoias ratificadas por Oliver se disuelven. Aquí no hay
conspiraciones. La liberación del ámbito no obsta para el reconocimiento del
mismo, cuyos mantenedores no hacen sino procurar que funcione de la manera más
decente.
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