La boca desdentada se contrae perfilando una sonrisa de felicidad
instantánea, ahí en la cama, cubierto con la manta, calentito y limpio después
de quitarle la mierda hasta las trancas incrustada de varias semanas, lo que ha
revelado sendas úlceras en los glúteos. La prótesis dental en el vaso, el vaso
en el cuarto de baño, la pastilla efervescente tintando de azul el agua.
La sonrisa
de felicidad de la boca hueca, sonrisa torpe y maliciosa, sonrisa chocarrera
del que resiste con coraje sobrehumano y se burla de los desvelos de los demás,
sonrisa exánime que contiene toda la esencia de un carácter irreductible, ha
sido mi mejor regalo navideño.
- Hijo puta. Me estás dejando sin pijamas, sin chándals, sin mantas…
–le amonesto como colofón, y entonces me sonríe triunfante.
Hoy se ha bajado los pantalones varias veces (la plasta primera era del
neolítico), se ha dejado tentar la chorra (si tendrá razón y yo seré
mariquita), se ha dejado limpiar, restregar y curar las nalgas fláccidas y
ulcerosas.
Esta cueva no es un establo con buey y mula, y para él es el día de san
Juan, no la Navidad. Los
niños, verdaderos inventores de los belenes, no incluyen, seguramente porque se
lo impiden los mayores para participar de la ficción, figuras de viejos tirados
en el suelo sin poder levantarse en medio de un charco de pis y caca; o viejitas
que resisten en sus casitas con parcela y limonero la expropiación de una orden
religiosa; o indigentes que acuden a centros de alojamiento huyendo del
temporal donde luego otro les increpa porque ocupen una habitación de
privilegiados; o parejas que se aman a escondidas. Los niños pecarán cuando sean
mayores de lo mismo: de no permitir que los siguientes niños incluyan aquello
que intuyen o ven con sus ojos prístinos y se les oculta o se les maquilla.
La comida y mi ropa cobran hoy un nuevo sentido: ya no es confort,
delectación gustativa o ambientación hogareña para preservar a los niños de las
figuras de los belenes de la realidad. Es comida y ropa para rescatar provisionalmente
a una vida solitaria de su propia consunción (“no valgo un duro”, “para estar
así mejor morirse”, “nadie nos vamos a quedar aquí” etc.).
Todos participamos de la placentera mimesis en el grupo de rostros
superfluos, falaces y, sin duda, acribillados interiormente de rencillas, tiranías,
manías y malestares, ocultas tras la falsa locuacidad y el liviano divertimento
de un rato. Yo tampoco me merezco este regalo navideño. Pero como me lo han
hecho, me lo quedo. Lo guardaré con celo en un cajón. Una sonrisa desdentada de
felicidad momentánea.
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