jueves, 7 de junio de 2012

Fede y la hondureña

  Asoma por el Centro, pernocta en la calle, abandonó aquella fase más exigente, dijeron porque había cobrado el envío de dinero de la madre desde Neoquén. La mochila a cuestas, gigante, alta. Me saluda, nos abrazamos, alrededor el jaleo de la mañana, no puedo atenderle pero tenemos que charlar, no se ausente. No, desde luego; hay también alguien más a quien viene a ver.
  Una chica hondureña, bajita, modosa, rostro apacible, pasa de puntillas en medio de todos, especialmente de Rosario que es la más cargante: desbarra en contra de Manuel Guisado porque le regañó por molestar desde las seis de la mañana con la ducha y otros movimientos de subida y bajada de escaleras, por no dejar dormir. A Manuel Guisado lo encaró Roberto Cetril, le saltó en defensa de la mujer desfavorecida, honor caballeroso, conato de pelea, rostro contra rostro, pretende dirimirlo en la calle, justiciero de pega. Rosario, enfundada en capas de cebolla espesa y descolorida, resuelve la tenue amistad entablada con Manuel Guisado (recuerdo la ayuda conjunta prestada a la anciana Carmen) con improperios de desengaños y miradas iracundas al vacío, y al encargado (a mí) como si debiera apoyar sus razones, suscribir su cólera, contagiarme de ella, que es una cólera inmanente que ahora asoma, que asoma extemporáneamente con cualquier excusa, solo que habitualmente se agazapa tras un constante monólogo, runruneante, monocorde, los labios apenas despegándose, la vista alucinada. Un tal Ángel, vecino de la Viña, ha entrado para acapararme con su pretensión de aportar tarjetas y carteles que solicitan un compañero de piso, las explicaciones sonoras y aspaventeras, está convencido de que aquí tiene que haber alguien que muestre interés, serán doscientos euros. Rosario lo conoce, le saluda, él responde, le rinde amabilidad recelosa, ella entonces le recuerda que le debe veinte euros, Ángel salta: "Yo no te debo a ti na; de qué". Eso me pregunto yo; porque no será de habérselo prestado, sino de algún servicio consumado. A la salida, en la plaza, vuelve a asaltarme el tal Ángel, pero esta vez con visión totalmente opuesta, pues ha contemplado mientras aguardaba el carácter de la gente que aquí trasiega al disputarse el orden en la cola de espera de atención al asistente social, el rostro sobrecargado de desengaño y contrariedad, convulso: "Pero cómo voy a compartir yo piso con uno de esta gente, ¿tú has visto la que han liado solo pa guardar una cola? (no lo he visto, pero me lo imagino), si por poco no se pelean por ná. Y ninguno es de Cái. Menuda gentuza. Yo no meto a nadie así conmigo".
  Al fin recorro sosegado las callejuelas del casco antiguo acompañado de Federido y la hondureña, que se llama Dilia Iris, bonito nombre, Dilia Iris. Desmiente que se marchara porque cobrara el dinero de la madre (echaba de menos su acento ché y esa mirada de grande inocentón y las ondulaciones del flequillo que sin duda han conquistado a la hondureña), es posible que me mienta, no lo sé, abandonó porque aquella fase era muy agobiante, estaba muy presionado, la madre se mosqueó al enterarse, le respondió con una parrafada de mail de más de dos folios. Visitó a Xabi, ¿Lo recordás?, que le tuvieron que amputar la pierna, ya no más zanco, a la espera de una ortopédica, la alegría de haber sido acogido por un tal padre Juan Carlos en una residencia de Jerez, los recuerdo apostados al sol del Campo del Sur, sin cruzarse palabra, sin necesidad de comunicar, a cierta distancia uno de otro, uno tumbado sobre la muralla, el otro sentado en el banco, arrebujados en sus chamarras mientras los rayos desmenuzaban pacientemente la humedad de la noche.
  La plaza de San Juan de Dios reverbera de sol mañanero y quietud, sentados a la mesa de terracita de un café recién abierto humean los vasos. Pernocta en cualquier rincón playero, en su saco de dormir y bajo la tienda de campaña si no sopla levante, ahora se conducirán a Cortadura, la montarán, extenderán en su base la manta que les he facilitado, recuerdo que en Barcelona le robaron mientras andaba en manitas con otra chica bajo tiendas y manta. Ha escrito mail también al padre, asegura para zanjar su rajada económica, hacía tiempo que no se comunicaba con él y menos para este asunto, le advirtió: ¿Me querés ver mendigo?, pues eso; curioso modo de acicatear a los padres, que son solventes, ricos por decir así, con tal holgura mientras él anda mendicante al otro extremo del mundo; el rechazo fue unánime: si no les habrá soplado ya en tanto tiempo. Por eso es verdad que no abandonó la fase post del Centro tras cobrar de la madre, si no no andaría en estas súplicas, le digo que de todas formas no hubiera sido malo, no es moralmente reprochable, si recibiera y quisiera ahuecar, nadie le retiene, es libre, sería una decisión lógica, natural, salvo que... salvo que todo aquel empeño en su rehabilitación fuera un montaje para persuadir a la madre, sensibilizarla y hacerla apoquinar.
  La hondureña, Dilia Iris, se repinta los labios, los estira hasta una sonrisa amplia como un trazo estilizado dibujado en papel. Explica cómo se conocieron: estaba en la Cruz Roja, salía de consultar al abogado, Fede arrellanado en la sala de espera, medio dormido, le golpeó el hombro y le dijo: Pasa tú si quieres que te paguen la vuelta a la Argentina, ella ha iniciado el trámite para la vuelta a Honduras, lo suspenderá si le sale algún trabajo de aquí a un mes, es lo que tarda, ha venido de trabajar en Marbella. El avión es sin coste y cuatro cientos euros de mano a condición de que no regreses en tres años, Fede dijo al abogado que necesitaba pensarlo, ya tiene una coartada para hablar al asistente social del Centro, ¿de veras desconocía esta posibilidad con condiciones? La policía lo atajó una vez, cursó al juez la extradición, solo por una sentencia tendrá que abandonar España, la que todavía no ha ocurrido, piensa, que ya pasó tiempo desde entonces.
  La hondureña está bien, es mona, hacen buena combinación léxica y andan los dos errantes. Jamás se vio en un Centro, ni por pienso, cuando se metió dijo, ay mi destino, uf, esto es un horror, repelente, pero luego ha empezado a humanizarse, a sentir compasión de la gente, hasta es comprensible su rebeldía. Esta confesión es conmovedora, contrasta con la de Ángel, el vecino de la Viña que acabó decretando en la plazoleta del Centro que si gentuza. En su moto de minusválido aparece raudo Germán y me saluda, me estrecha la mano y se marcha con la misma presteza y agilidad conductora, duerme en los alrededores de Renfe, Fede sabe que luego para pedir cambia a la silla de mano. Dos mesas más allá se ha sentado Kamo Pogossian con otro discapacitado, hace un gesto con la mano, desayunan y luego pasarán el día visitando Jerez, han hecho amistad. El testimonio de la hondureña, de Dilia Iris, impresiona: le hace humanizarse la estancia en el Centro, a pesar de los jaleos, mira esta mañana la que lió Rosario, etcétera. Está algo cortada, ha hablado con calma, con sentido, la sonrisa pintada de carmín rosado.
  Abrazo a Fede, monto en mi bici, me despide con mirada fija, las palabras entrecortadas, da recuerdos, dice, y antes de irme, pasaré a despedirme, hasta dentro de tres años. La plaza reverbera, el Ayuntamiento imponente, tres meses sin cobro, a qué viene pensar en esto ahora. Pedaleo y hago adiós con la mano, Fede la mochila a la espalda, su uno noventa contra el uno cincuenta y cinco calculo de la hondureña, dos que se anudan para no andar solos.

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