lunes, 30 de julio de 2012

Conflicto con la norma

  Ha sido traída del hospital, previo aviso telefónico, ochenta y tres años, no viene de una larga y grave convalecencia, aparentemente se le puede admitir, se le debe admitir, lo de la falta de documentación se soslaya con los datos incluidos en el informe médico y con que aparece su ficha del año dos mil uno, más de diez años. Durante la noche da una tabarra inesperada, avisa al vigilante a intervalos de un sueño entrecortado, la voz plañidera, aguda, rota, la acompaña sucesivas veces al baño, el cuerpecito rígido, combado, huesudo. Por la mañana avisa a la policía local para intentar deshacer el entuerto, la llevan a su casa en la calle Pasquín, tres calles más allá del Centro, a menos de trescientos metros, por la tarde, pensando que no reaparecería, asoma su silueta pequeña, encogida, reducida a un hilo de refunfuño agudo, flaqueada por Rosario y Manuel Guisado, la admite porque ellos se encargan de manejarla, de los cuidados, consulta al director por teléfono, el conflicto moral está servido, por un lado la norma dice no alojar a quien no se valga por sí mismo, por otro está desamparada, sola en casa, el compañero o socio beneficiario de su paga y techo la ha abandonado, los problemas de alcohol y la mezquindad han ayudado, ahora es tarde para rectificar.
  De noche aparece deambulando desnuda por el pasillo, no encuentra el baño, gime, la ropa hecha un amasijo en el suelo, entre ella tropezones duros de heces, está desorientada, la acuesto, le añado una manta, dormirá el resto de la noche sin pausa.
  Rosario redacta un escrito en el salón, la tele rulando sola, manifestando un murmullo externo, ajeno, que facilita la concentración. Expone la situación de Carmen y exculpa a los vigilantes de haberla acogido, encima que la situación laboral de estos es precaria por el impago de nóminas, quiere entregarla al asistente o a quien proceda, mientras que, por su parte, el tiempo de estancia aquí, se compromete ella, compañera de habitación, a cuidarla. La escritura fina, picuda, sin tachones, bonita, sin faltas de ortografía, con alguna dispersión; en la boca y en la oreja sendos cigarrillos sin encender, un fular liado en el cuello y cayendo hasta el suelo, la concentración inamovible. Tres folios.
  Por la mañana Rosario la baña, le he preparado una ropa limpia, entre ella unos pantalones vaqueros, lo que había de su talla para su escuchimizado cuerpo, la media hora larga gasta en vestirse, en arroparse con un sin fin de telas-envoltorio. Protestó por la elección de los pantalones, ahora en el comedor a Manuel Guisado le dice que la han vestido como a charlot, se muestra enfadada por ello, él la entra en razón con palabras afectuosas, abuelita, la llama, y habla como se le habla a los mayores, didáctico, razonable, cuerdo. Ahora la acompañarán a su casa él y Rosario, entonces interviene Salvador, el de la meada al amanecer incontinente, el esforzado levantarse de veinteminutos porque se mareaba, el calcetín mojado y sin repuesto, la voz acornetada, dice que ella acude todos los días al comedor social de las monjas, que la asistenta de allí lleva su expediente, que él no la acompaña porque tiene hijos, y maridos, y si ellos no quieren ayudarla, él no tiene por qué, y perdón por hablar tan claro y duro. Nadie se lo reprocha, ella apenas berrea: ¡Que me han dejao tirá y no pueo estar sola en mi casa! Manuel Guisado la tranquiliza, la rabia octogenaria es hasta benéfica, a lo mejor por eso vive tanto, le promete acompañarla también a ver a la asistenta social de las monjas, pero ahora conviene que abrevien a ver si pillan en su casa a la auxiliar de clínica que tiene asignada y que acude diariamente de ocho treinta a nueve treinta, aunque aseada bien que está ya gracias a Rosario, que también se suma a la oferta, decidida a no descuidar el destino último de la anciana, a dejarlo bien encauzado, aunque el suyo propio lleve años desquiciado y no sepa por donde abordarlo. La toma del brazo, se enlazan y a paso quedo salen, desafiando las normas, las leyes cuadriculadas que todos hemos cristalizado en nuestros medios, asociación peregrina que a lo mejor tenga su recompensa en la satisfacción interior de haber transgredido una barrera mental y salir incólume.

martes, 24 de julio de 2012

Alianza Miguel y Omar

   Miguel inenarrable. Aguda mirada, filosa, de atención calma y alerta. Comprende las herramientas, las maneja con buen criterio, a su buen arbitrio. Hay detrás del escenario, no obstante, siempre, para estos personajes que detentaron un liderazgo de mafia pueblerina, una tramoya desde donde manejar los hilos invisibles, desde donde conformar las cortapisas interesadas, las tramas que luego se manifiestan exteriormente sin saber de qué juego de ocultación partieron, surtidores de escenas aparentemente inconexas y desconectadas. Allí detrás se urden para soportar una inofensiva estabilidad, la gracia sombría de marioneta trapera.
   Los adeptos a ese atrincheramiento de paso en lo que fueron y es imposible despojar de su idiosincrasia delictiva, allí se asoman y preguntan quién es el líder, quién guía, que normalmente lo es, lo hace, porque llegó antes, y abrió esa brecha de acceso. Omar de ojos azules, espalda comba, labios gruesos, rapaz sin título, lo adivina en Miguel, y a él se junta. Amparos, amistades, lazos francos, que convienen, simbiosis de patio y celdas, proteccionismo carcelario: "Yo aquí me uno a este... y consigo sobrevivir...", se dice, aun sin saber la vigilancia exhaustiva de los otros (porque lo dicta el programa) quienes, si bien, se sabe, no se chivan. Miguel lo admite, aunque no es para tanto aquí la extensión del campo de acción solapado, pero hay algunas posibilidades, mínimas, de salir y entrar en él, de salir, operar y entrar en él, excursión sintética por escenarios vedados que es la tramoya palpitante que unos se inventan. Avispado como él solo, manipulador que expone sin exponerse, anima a Omar por bajinis a pequeñas hazañas para atrapar apetitosos tesoros y compartirlos a cambio de su vigilancia, y sus cálculos, y su control de los lapsos de distracción del monitor, el detentador de la norma, que es a quien hay que burlar. De la salida a tirar los escombros orgánicos al caer la noche en el recorrido de ida y vuelta al contenedor a tal distancia observa un resto de cigarro aprovechable. Omar salta la tapia luego, cuando todo está en calma, en reposo, el vigía en su habitación-garita distraído con el teléfono, el portátil o papeles impresos, y él da la señal, ahora. Demuestra Omar su agilidad entre felina y simiesca, no le pillan, y luego, claro, comparte el cigarro, es el trato.
   A Omar le placen estas aventuras furtivas al otro lado de la corrección, del bien hacer del Centro, de lo estipulado por norma, no solo por conquistar lo atesorado, sino porque le "ponen", le excitan, le descargan la adrenalina, es parte de su esencia, su idiosincrasia, su necesidad de ponerse a prueba, de salirse de la órbita para luego regresar a ella eufórico, disimulando.
   Pero estos son meros previos a la hazaña magistral que se avecina, pensada en consenso por ambos dos, solo que Miguel expone la parte amigable, no la traicionera, no la que barrunta al margen de Omar, que más tarde dirá, con buen humor de oficiante resignado, con extrañeza para los otros a tenor de la costumbre que hay represaliadora en estos casos: "Me vendió... Yo imaginaba que tarde o temprano lo haría... Me lo veía venir..."
   Consiste en deslizarse por la fachada, cual hombre araña, de la ventana de su dormitorio al del vigilante, mientras este anda distraído en el salón de abajo con la tele y Miguel al quite según le note suspicacias, las puntas de los pies y las manos con apenas puntos de agarre, anclando tres en cada movimiento de desplazamiento y el más peligroso el de abrir la ventana-destino, izar la mosquitera, liberándola de un pestillo interior, y entrar pisando la mesilla de noche, con la lamparilla de estorba. Ya dentro el armario de los tesoros lo cree cerrado, no lo fuerza pareciendo la llave echada, y sin embargo allí está el tabaco, la razón de esta peripecia arriesgada, o más bien la excusa. Vuelve sobre sus pasos, la pisada está señalada, los signos de su presencia y afuera el revuelo proveniente de abajo, así que se da prisa en desandar el camino, en recobrar los puntos de agarre ya conocidos, sin mirar al suelo.
   Entrando en su dormitorio como una niebla sutil y espesa que se concreta en él, en Omar, aparece el monitor, que ya lo llamaba a voces, subiendo las escaleras, advertido de un ruido por Miguel, la traición. Sabía que se la iba a jugar tarde o temprano. Hay una ley no escrita relativa a las alianzas subrepticias en estos sitios de estricta vigilancia, según la cual han de fracturarse poniendo al descubierto algún plan convenido, si es que no quieren irse los dos al traste, o bien por aquello de "hacerle a uno la cama" como incumpliera su parte en alguna de las anteriores, y se la tuviera guardada.
   Dos semanas expulsado, mientras Miguel no resiste cinco días en línea de soledad, al cabo de los cuales no rebela más de lo efímero que ha consignado en una lista de comunicaciones escrita, explotando al atornillársele. Se auto despide, y al regreso de Omar este ya no tiene socio que le guíe en sus escarceos, así que se amolda al plan del Centro haciendo claros progresos.
   Hasta el día del manteo y la familia que le crió deshilvanada, medio comparece y las lágrimas se le saltan de disfrutar la alegría de este paso.

jueves, 19 de julio de 2012

En la cafetería de Dos Hermanas

  En la cafetería de la estación de Dos Hermanas. Once de la mañana. Una voz volcánica parte de un espécimen monstruoso. La mujer gruesa y rechapada. Restalla en todo el recinto, atraviesa las mesas hasta detenerse en quien atrapó su atención.
  - ¡¡Diooooohhhhhhhssssssss!! ¡¡Qué sorrrrrrrprrrrresa!! ¡¡ Tú qué haces en mi pueblo??
  La voz de trompeta tenor explosiva, metálica. La mole se balancea aparatosamente, sortea las mesas, se planta delante de mí, ya no puedo disimular más: soy el centro de atención; los ojos de los parroquianos convergen en mí; a lo mejor el dueño pensó avisar a seguridad para evitar que me molestaran. Como un resorte, la saludo:  
  - Me alegro de verte.
  Consigo conducirla hacia una conversación sosegada, logro que disminuya el volumen de su voz, domo su natural fogosidad.

Le pegó el sida una puta

  Es una pareja, el habla fina. De Madrid. Ella gordezuela. Él, flaco.
  Me interesa él: barba rala, habla titubeante.
  Dolor de muelas, infección, me gasta en dos días mis reservas farmacéuticas.
  Me habla del hermano:
  -Le pegó el sida una puta. Sin decírselo. Directamente está en fase dos. No pasó primero por la uno. Sino directo a la dos.
  La madre lo cuida. Él no quiere que le visite.
  -No quiere que le vea así, en ese estado: enflaquecido, raquítico. Es hablar con él por teléfono y me echo a llorar.
  Solo se llevan 18 meses, se han criado juntos, casi se sienten hermanos gemelos.

lunes, 9 de julio de 2012

Octogenarios y sin embargo lozanos


  Octogenarios y sin embargo lozanos indigentes, atareados en construirse un nido confortable en Canalejas, frente a los barcos, amasijo de mantas deshilachadas, cuerpo contra cuerpo, trasfusión calórica y odorífera. A la mañana el café en algún bar cercano, preferiblemente La Aduana, en calle Corneta Soto Guerrero, aún no abundoso de rostros límpidos, acristalados, él trayendo el servicio a la estrechita terraza exterior, de observar y ser observados, ella como una marquesa harapienta degustando. La profesión mendicante la ejerce él en calle San Francisco, al lado del arbolito en la maceta que le sirve de asiento, saluda, buenos días, el gorro calado, la melena blanco-amarilla, mugrosa, los ropajes de otro tiempo, de otra época, la chaqueta de pana, la atención de los ojillos dócil e indiscreta. A veces departe con alguien que se explaya, tiene cultura de Papa Noel y Leon Tolstoi, porque le suenan las cosas distantes, de otros mundos, de otros mares. La mano exigua, huesuda, avanza y se retrae de la bocamanga, como la cabeza de una tortuga. Aquí mismo le dio un soponcio que la policía local atendió, redactó un informe con número de expediente, acompañó a la ambulancia, se curó. En aquel tiempo Carmen dormía sola, aprisionada en su envoltorio, por supuesto, no fue a verlo, a visitar al cazador de las limosnas en la jungla de transitar urbano. Un día se le acercó una mujer policía de gorra de plato y chaleco fosforito presumiendo que era ella quien había heredado de una prima lejana lejana, de un territorio no callejero, la confusión del nombre de pila hizo que se alargara más de lo debido la ilusión de una riqueza inesperada, se empeñó la policía, ella que no, ¿qué habría sucedido?, y Leopoldo en pijama hospitalario, sin visitas. En aquel tiempo la foto de Leopoldo volvía a aparecer en San Fernando, en la sacristía de una iglesia, con ocasión de otra exposición y sensibilización sobre las personas sin hogar. Era la misma de la exposición en la primera planta de la Asociación de la Prensa en la calle Ancha varios meses antes, un primer plano del rostro, una leyenda al pie con una frase variopinta, la idea era hacer visibles a los invisibles tan delante de nuestras napias. Frente a la sonrisa triste y serena de Leopoldo, por cierto, a tamaño 25 por 25 y bien enmarcada, contrastaba la grotesca y desdentada de Antonio Rodríguez, que además participó en una mesa redonda, para luego huir malhumorado a Jerez y dormir en un banco de la calle Larga durante el día, porque la noche es para sus fobias y pánicos persecutorios que le impiden dormir, el pelo gris y la barba profusa y manchada, la agitación urbana alrededor sin inmutar su apacible sueño, un bar cercano pródigo en cervezas volanderas. Leopoldo se repuso al cabo de un mes y regresó junto a Carmen que nunca supo si restituiría su hueco de 81 años pero junto a sí lo conservó, nadie más a su lado, otra vez en el escalón frente a Canalejas, otra vez los dos en el café la Aduana, asociación debida (de vida), pareja de hecho sin techo, borrosa y arcaica complacencia en los reclamos de San Francisco. Una foto que circula y circulará siempre, como la de Antonio Rodríguez, barbudo mugriento haraposo, por los círculos piadosos, para señalar qué se hace con ellos.

lunes, 2 de julio de 2012

Golpe franco en la cabeza

Golpe franco en la cabeza
y amanece muerto
en la parada de bus de Plaza España.
La Policía Local
cursa los trámites
la manta sobre el bulto.

Aquel territorio mítico
(¿no es mítico para un alcohólico?)
lo recorría
los amaneceres del fin de semana
hacia la punta San Felipe
el efluvio desperdigado de los jóvenes
aún trascendiendo las botellas de whisky
y los vasos recostados
con derramamiento de espuma
de cerveza.
Inspeccionaba los restos:
aquí un beso, aquí una vomitera, aquí un
asombro de amigos, aquí un comadreo de chicas,
y entre alientos aun errantes de la noche
de marcha
del fragor juvenil que tolera
altas dosis
él sondeaba un culo de botella
un vaso
y tragaba.

Territorio mítico y alucinado
conmiseración de los diálogos extintos
que se postraban reverencialmente
para dejarlo interrumpir
pedía paso
no importaba qué contestaran
estaba sordo
tampoco le hablaban
solo eran restos imaginarios
que su mente entablaba
reconstruyendo los hechos
de la noche apetitosa.

Empezó joven a beber
aunque no tan amigablemente
no tan social departir palmadas
en la espalda
deja que te cuente
la sordera sin gradación ¿eh? ¿eh?
(nunca fue al otorrino).
El rostro asimétrico, dislocado, la nariz
chafada, curva arriesgada del tabique,
los ojos apagados
como los de Rocky Balboa pero
sin chulería perdonavidas
¿eh? ¿eh?
Cuánto costaba comunicarse;
y para encarrilar los gritos señalaba
la oreja peluda
el pabellón pordiosero.

Diez hermanos
cuatro le pagaron durante años
un trastero
de cien euros mensual
en Armengual
hasta que un día halló un candado
y sus cosas engullidas por
el impago
sin poder rescatarlas.
La casa de los padres en Santo
Domingo de la Calzada
sin poder usarla
porque prosperó su venta
a un extraño.
Los hermanos no le aguantaron
pese a los intentos sucesivos.
Ay, el apego al alcohol
¿yo alcohol? ¿yo? ¿eh?
¿eh? ¿eh?... ¿qué?
de desintoxicación nada.

Dando tumbos por su territorio
mítico (Región de Benet, Condado
de Faulkner, Argónida de Bonald)
el baluarte de San Felipe
tan propicio apéndice urbano
ventoso y rompiente de la bahía
apartado del sueño de los justos padres
para que los hijos descunados destetados
se distraigan
con alharacas raperas y psicodélicas
como todos hemos sido
quién canta su sordera itinerante
sino ellos
premiándolo ese esparcimiento
un culo de vaso, una botella
un golpe franco en la cabeza.
Dupazo. José Cano.
57 años.