lunes, 9 de julio de 2012

Octogenarios y sin embargo lozanos


  Octogenarios y sin embargo lozanos indigentes, atareados en construirse un nido confortable en Canalejas, frente a los barcos, amasijo de mantas deshilachadas, cuerpo contra cuerpo, trasfusión calórica y odorífera. A la mañana el café en algún bar cercano, preferiblemente La Aduana, en calle Corneta Soto Guerrero, aún no abundoso de rostros límpidos, acristalados, él trayendo el servicio a la estrechita terraza exterior, de observar y ser observados, ella como una marquesa harapienta degustando. La profesión mendicante la ejerce él en calle San Francisco, al lado del arbolito en la maceta que le sirve de asiento, saluda, buenos días, el gorro calado, la melena blanco-amarilla, mugrosa, los ropajes de otro tiempo, de otra época, la chaqueta de pana, la atención de los ojillos dócil e indiscreta. A veces departe con alguien que se explaya, tiene cultura de Papa Noel y Leon Tolstoi, porque le suenan las cosas distantes, de otros mundos, de otros mares. La mano exigua, huesuda, avanza y se retrae de la bocamanga, como la cabeza de una tortuga. Aquí mismo le dio un soponcio que la policía local atendió, redactó un informe con número de expediente, acompañó a la ambulancia, se curó. En aquel tiempo Carmen dormía sola, aprisionada en su envoltorio, por supuesto, no fue a verlo, a visitar al cazador de las limosnas en la jungla de transitar urbano. Un día se le acercó una mujer policía de gorra de plato y chaleco fosforito presumiendo que era ella quien había heredado de una prima lejana lejana, de un territorio no callejero, la confusión del nombre de pila hizo que se alargara más de lo debido la ilusión de una riqueza inesperada, se empeñó la policía, ella que no, ¿qué habría sucedido?, y Leopoldo en pijama hospitalario, sin visitas. En aquel tiempo la foto de Leopoldo volvía a aparecer en San Fernando, en la sacristía de una iglesia, con ocasión de otra exposición y sensibilización sobre las personas sin hogar. Era la misma de la exposición en la primera planta de la Asociación de la Prensa en la calle Ancha varios meses antes, un primer plano del rostro, una leyenda al pie con una frase variopinta, la idea era hacer visibles a los invisibles tan delante de nuestras napias. Frente a la sonrisa triste y serena de Leopoldo, por cierto, a tamaño 25 por 25 y bien enmarcada, contrastaba la grotesca y desdentada de Antonio Rodríguez, que además participó en una mesa redonda, para luego huir malhumorado a Jerez y dormir en un banco de la calle Larga durante el día, porque la noche es para sus fobias y pánicos persecutorios que le impiden dormir, el pelo gris y la barba profusa y manchada, la agitación urbana alrededor sin inmutar su apacible sueño, un bar cercano pródigo en cervezas volanderas. Leopoldo se repuso al cabo de un mes y regresó junto a Carmen que nunca supo si restituiría su hueco de 81 años pero junto a sí lo conservó, nadie más a su lado, otra vez en el escalón frente a Canalejas, otra vez los dos en el café la Aduana, asociación debida (de vida), pareja de hecho sin techo, borrosa y arcaica complacencia en los reclamos de San Francisco. Una foto que circula y circulará siempre, como la de Antonio Rodríguez, barbudo mugriento haraposo, por los círculos piadosos, para señalar qué se hace con ellos.

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