martes, 24 de julio de 2012

Alianza Miguel y Omar

   Miguel inenarrable. Aguda mirada, filosa, de atención calma y alerta. Comprende las herramientas, las maneja con buen criterio, a su buen arbitrio. Hay detrás del escenario, no obstante, siempre, para estos personajes que detentaron un liderazgo de mafia pueblerina, una tramoya desde donde manejar los hilos invisibles, desde donde conformar las cortapisas interesadas, las tramas que luego se manifiestan exteriormente sin saber de qué juego de ocultación partieron, surtidores de escenas aparentemente inconexas y desconectadas. Allí detrás se urden para soportar una inofensiva estabilidad, la gracia sombría de marioneta trapera.
   Los adeptos a ese atrincheramiento de paso en lo que fueron y es imposible despojar de su idiosincrasia delictiva, allí se asoman y preguntan quién es el líder, quién guía, que normalmente lo es, lo hace, porque llegó antes, y abrió esa brecha de acceso. Omar de ojos azules, espalda comba, labios gruesos, rapaz sin título, lo adivina en Miguel, y a él se junta. Amparos, amistades, lazos francos, que convienen, simbiosis de patio y celdas, proteccionismo carcelario: "Yo aquí me uno a este... y consigo sobrevivir...", se dice, aun sin saber la vigilancia exhaustiva de los otros (porque lo dicta el programa) quienes, si bien, se sabe, no se chivan. Miguel lo admite, aunque no es para tanto aquí la extensión del campo de acción solapado, pero hay algunas posibilidades, mínimas, de salir y entrar en él, de salir, operar y entrar en él, excursión sintética por escenarios vedados que es la tramoya palpitante que unos se inventan. Avispado como él solo, manipulador que expone sin exponerse, anima a Omar por bajinis a pequeñas hazañas para atrapar apetitosos tesoros y compartirlos a cambio de su vigilancia, y sus cálculos, y su control de los lapsos de distracción del monitor, el detentador de la norma, que es a quien hay que burlar. De la salida a tirar los escombros orgánicos al caer la noche en el recorrido de ida y vuelta al contenedor a tal distancia observa un resto de cigarro aprovechable. Omar salta la tapia luego, cuando todo está en calma, en reposo, el vigía en su habitación-garita distraído con el teléfono, el portátil o papeles impresos, y él da la señal, ahora. Demuestra Omar su agilidad entre felina y simiesca, no le pillan, y luego, claro, comparte el cigarro, es el trato.
   A Omar le placen estas aventuras furtivas al otro lado de la corrección, del bien hacer del Centro, de lo estipulado por norma, no solo por conquistar lo atesorado, sino porque le "ponen", le excitan, le descargan la adrenalina, es parte de su esencia, su idiosincrasia, su necesidad de ponerse a prueba, de salirse de la órbita para luego regresar a ella eufórico, disimulando.
   Pero estos son meros previos a la hazaña magistral que se avecina, pensada en consenso por ambos dos, solo que Miguel expone la parte amigable, no la traicionera, no la que barrunta al margen de Omar, que más tarde dirá, con buen humor de oficiante resignado, con extrañeza para los otros a tenor de la costumbre que hay represaliadora en estos casos: "Me vendió... Yo imaginaba que tarde o temprano lo haría... Me lo veía venir..."
   Consiste en deslizarse por la fachada, cual hombre araña, de la ventana de su dormitorio al del vigilante, mientras este anda distraído en el salón de abajo con la tele y Miguel al quite según le note suspicacias, las puntas de los pies y las manos con apenas puntos de agarre, anclando tres en cada movimiento de desplazamiento y el más peligroso el de abrir la ventana-destino, izar la mosquitera, liberándola de un pestillo interior, y entrar pisando la mesilla de noche, con la lamparilla de estorba. Ya dentro el armario de los tesoros lo cree cerrado, no lo fuerza pareciendo la llave echada, y sin embargo allí está el tabaco, la razón de esta peripecia arriesgada, o más bien la excusa. Vuelve sobre sus pasos, la pisada está señalada, los signos de su presencia y afuera el revuelo proveniente de abajo, así que se da prisa en desandar el camino, en recobrar los puntos de agarre ya conocidos, sin mirar al suelo.
   Entrando en su dormitorio como una niebla sutil y espesa que se concreta en él, en Omar, aparece el monitor, que ya lo llamaba a voces, subiendo las escaleras, advertido de un ruido por Miguel, la traición. Sabía que se la iba a jugar tarde o temprano. Hay una ley no escrita relativa a las alianzas subrepticias en estos sitios de estricta vigilancia, según la cual han de fracturarse poniendo al descubierto algún plan convenido, si es que no quieren irse los dos al traste, o bien por aquello de "hacerle a uno la cama" como incumpliera su parte en alguna de las anteriores, y se la tuviera guardada.
   Dos semanas expulsado, mientras Miguel no resiste cinco días en línea de soledad, al cabo de los cuales no rebela más de lo efímero que ha consignado en una lista de comunicaciones escrita, explotando al atornillársele. Se auto despide, y al regreso de Omar este ya no tiene socio que le guíe en sus escarceos, así que se amolda al plan del Centro haciendo claros progresos.
   Hasta el día del manteo y la familia que le crió deshilvanada, medio comparece y las lágrimas se le saltan de disfrutar la alegría de este paso.

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