martes, 30 de octubre de 2012

Santi, calmante en el Olivillo



  »Antes de amanecer me acerco al Olivillo a que me coloquen una inyección de Nolotil; lo único que me alivia cuando el dolor en el brazo es insoportable. El enfermero despierta al doctor, el doctor protesta, refunfuña: Aquí no se le atiende, Vaya a Urgencias, A Puerta del Mar... ¿Cómo?, No he llamado al 061 y era de 061, Usted me pone el calmante si no le denuncio, Hoy mismo tiene la denuncia en comisaría, Me cago en su puta madre, ¿No ve que no me tengo del dolor?... No se esperaba la reacción, se quedó cortado, no tuvo más cojones que inyectarme... Aquí llevo su número de licencia y su nombre, Hoy mismo tiene puesta la denuncia.

miércoles, 24 de octubre de 2012

El silbo de Faraudo


Faraudo
la válvula laringectomizada
encallecida
la desatasca de madrugada
emitiendo un silbido
de orificio nasal ballenero
tapa y destapa con un
clínex doblado
sopla con fuerza
y el latigazo agudo respiratorio
fustiga la madrugada
como un rayo filoso
de pez ballena
que emerge a la superficie
apresurada
soplando el surtidor mucoso
desatascando
la fontanería laringea
pvc encallecida
el habla robótico ventrilocuada
tapa, destapa
limpia a intervalos
rasga la madrugada.
chssss...
pausa
chssssssss...

jueves, 18 de octubre de 2012

Al pie de la farola



  Al pie de la imponente farola de la plazoleta, el haz tenebroso bruñendo los algarrobos, cayó de culo, final de trayecto. Las piernas se le doblaron, las muletas salieron despedidas, el cartón de vino volcó su contenido antes de que la mano temblorosa lo irguiera, un riachuelo empapó sus andrajos.
  Sentado con las piernas en compás como un niño barbudo que queda expectante tras el accidentado traspiés, ha ordenado sus juguetes: el vino, las muletas. Dos con aire campechano que cortan el haz tenebroso atienden a su petición de fuego, no lo entienden a la primera, luego sacan el mechero, encienden el cigarro de su boca, que colea como un rabo de lagartija. Responde gracias entredientes, la voz afónica y rasgada.
  Desde el observatorio del Centro, pendiente de componer los sueños pesarosos, derruidos, se aprecia su silueta, no ha pedido alojo, y se conjetura si pasará allí la noche, lo que no nos compete en cuanto a si su voluntad lo quiere. La brisa sopla, las hojas remolinean en grupo, de los árboles caen semillas y campánulas que brincan alegres, la noche las arrincona.
  Una hora pasa y es menester conocer qué resuelve aquella estampa triste, mientras el Centro, completo, duerme, la tele apagada. Al pie de la farola ha extendido su cuerpo, achacoso, las muletas abrazadas, aguantando la tendencia a encogerse conforme el frío arrecie y el vino en la sangre decline su calorcillo.
  Me acerco, le zarandeo, le pregunto el nombre, me responde pero eso no importa, aduce qué más da uno que otro. La barba sucia, desvaída, amarillenta, la nariz roja, picada, hinchada, como una fresa ennegrecida, los ojos exaltados de extrañar quién se interesa. No puede caminar, no puede desplazarse a un espacio menos expuesto, a un refugio bajo los porches a dos calles de distancia, donde se colocan otros, sobre cartones, hoy desiertos.
  Si le llamo a una ambulancia o a la policía local... Como me imaginaba, responde alarmado, reacio, ni por pienso, no es nada, con que le traiga un chaquetón y si no ahueque, olvídeme lo que he dicho, se acurruca, sería sacrilegio y violación de las reglas menesterosas, sobre las cuales descansa su vida, a la mañana habrá recobrado la fuerza para levantarse y caminar, no es Lázaro muerto, pero de hipotermia, alcoholemia o infarto amaneció uno en la plaza de España hace dos meses, otro adscrito al devenir de las calles sin techo.
  En el Centro rebusco en la ropería, esa que es más heterogénea y dispar que un piojillo, desembocadura de donaciones intempestivas, de las que se apartan para Madre Coraje. Encuentro algo propicio, no para poner ni abrigar, sí de almohada, y entre las mantas saco una, ya retiradas de las camas, como primavera avanzada que es.
  La quietud de la noche pesa, pero aún algún alma cruza la plazoleta extrañándose del bulto al pie de la farola, que no es como dormir al pie de un olivo en medio del campo, estampa descorazonadora y previsible. La voluntad vacila sin saber si acercarse.
  Afortunadamente aparece quien está al tanto de este despojo aparcado en mal sitio, traigo el chaquetón que hago almohada de dobleces e inserto bajo la cabeza, ya sonora de sueño ebrio. Y al cubrirle la manta, despabila con un gracias repetido que para emerger necesita un par de convulsiones. Debajo las losas de gres picada, encima la manta portante de olores sucesivos, por un lado el riachuelo de vino. La arremeto por los bajos para que por ningún resquicio entre el frío, por debajo de las muletas abrazadas, él se cubre la cabeza.
  Encuentro su ficha, hallazgo fortuito y sospechado, no siempre entre las nueve mil aparece la de un infortunado habitante de las calles. Pasó por aquí hace dos años, en esta ocasión no ha pedido entrar, las abrazaderas al vino lo habrán disuadido, en aquella no menos apego le barrunto, a tenor del parte policial que leo. Hubo pasado la noche al pie del cementerio (esto me recuerda quien me dijo que se apostaría allí a esperar la muerte como le fueran mal las cosas, ¿sería su caso?), etilizado hasta las trancas, soporífero y con al menos un indumento: la mochila, que le fue robada. Al amanecer seguía a este lado de la tapia (podía haber acabado al otro), y comoquiera que la mochila contenía documentos identificatorios y necesitaba pernoctar bajo techo, acudió a comisaría. Tal es el parte.
  Asoma Salvador que no puede dormir porque carraspea y tose, la edad provecta, el cuello de toro, la nariz ganchuda, a ver si se le pasa y que tampoco quiere molestar al compañero, a Avelino, las gafas de rompetecho guardadas en el cajón de la mesilla, el piercing de la oreja contra la almohada. Reposa un rato en la silla del salón mientras una pastilla efervescente se disuelve en un vaso de agua. Luego la toma y se acuesta.
  A las tres de la mañana cubro la forma agusanada al pie de la farola con una segunda manta, no lo pensaba despierto cuando oigo un gemido de ultramanta diciendo gracias. A las cuatro de la mañana me sobresalta una tronada seca, feroz, retembladora de las paredes, sin venir a cuento, sin lluvia, solo un aire electrizado premonitorio, crujido mayúsculo que debe venir seguido del desmoronamiento de las casas, por lo menos. Pero no; el mundo aguanta. Ahora sí unas gotas, y el fru frú de las hojas, y los portazos de las ventanas que se cierran solas, y los cordeles que silban, y la lluvia.
  A Mauricio envainado en las mantas le digo que le ayudo a alcanzar el porche a dos calles, asoma la cabeza, dice no, mientras le caen gotas en la nariz fresona, dice esto se pasa enseguida. Le advierto que las mantas se empapan, que en diez minutos estará calado, que cogerá una pulmonía o cualquier otra invención que considero no esté al alcance de sus achaques. No cede. La voz quejumbrosa me pide calma. El riachuelo de vino se desvanece entre el agua de lluvia, el horizonte de montículos causados en el suelo por presión de las raíces de los algarrogos chispea de gotas. Está bien; le traeré un plástico.
  Desenrollo una bolsa de basura, corto los lados con las tijeras de la cocina, ahora tiene la extensión de una sábana impermeable, me lanzo en pos entre la cortina de agua que ya cae impetuosa, cubro el bulto con el plástico, la leve brisa lo levanta como un humo negro que hace ondulaciones risueñas, hasta el cuarto intento no lo ajusto bien, al fin queda como una mortaja de la policía forense. En todo el apaño no para de proferir gracias veladas por la manta, ha superado su propio record de pronunciación de este vocablo en una noche, sobre el plástico las gotas emiten un chasquido frustrado, no pueden perforar el bulto, mala potra, no les dio tiempo a calarlo del todo.
  La lluvia ha sido intermitente durante el resto de la noche, a las siete de la mañana ha cesado, la plazoleta despide pureza y frescor, incluso el aire se ha desplazado con la tormenta. Entro los contenedores de basura, el rodar deja una huella sonora en el espacio. Me acerco a Mauricio, le hablo al bulto, el bulto me responde, está vivo, ha superado el trance. Está dispuesto a levantarse y a devolverme las mantas, no corre prisa, le digo, ya se siente las piernas, el vino sanguíneo se ha disuelto, va desperezándose.
  Al rato me asomo en un interludio de mis funciones mañaneras, el desayuno servido a Salvador que me ha asegurado que le sentó bien la pastilla, está erguido sobre las piernas y las muletas, a rachas avanza, camina desincronizado, pausando para permitir a la circulación esmerarse. Que le vaya bien, profiero, mientras retiro las mantas, salpicadas de hojas y semillas, húmedas de lluvia, rancias de olor corporal vinoso.

lunes, 15 de octubre de 2012

El rostro de gato asilvestrado



  El rostro de gato silvestre avejentado estira los pliegues al sonreír, está contento porque al fin se ha arreglado lo del dinero por la venta de la casa y porque está en vísperas de marcharse a Dinamarca.
  Aunque su buen susto se llevó, duró veinte días de incertidumbre, el hermano se encargó de la operación de la venta a un amigo de su cuñado, la madre se trasladó a vivir con él a Rusia. Zanjado en dinero negro y en blanco, las comisiones a la mafia, etc., el banco Nacional Armenio emitió una transferencia a la cuenta del hermano en Rusia, que no llegó con la inmediatez esperada. ¿Se habría extraviado en el camino? La casa había reportado poco más de diez mil euros.
  La suculenta suma había espoleado los proyectos de Kamo: alquilar por un año una pequeña vivienda cerca de la plaza de San Antonio, regentar un bar en el centro comercial del Palillero, al lado de los cines, actualmente cerrado; pedir a su amiga cordobesa que se venga a vivir con él, que le ayude con el bar... Si todo rueda, intentará también convencer al hijo, que vive en Frederika, para que se sume a esta nueva vida. Es experto en mecánica de automóviles, así que se desmarcaría del bar, pero buscaría de lo suyo.
  El hermano no le confirmaba la recepción del dinero, de esa parte que viajaría por trasferencias bancarias, mientras el resto de la partida en metálico la llevaría él a Dinamarca. Insistir podría ser contraproducente, denotaría desconfianza, y no es Armenia muy receptivo a dichas muestras.
  El bar Pichón bulle de parroquianos mañaneros, a Kamo le conocen, le consideran buen tipo, saluda a uno u otro cuando desayunamos juntos, brindan comentarios donde se advierte la amabilidad que aquí muestran con alguien extranjero que ha sido bien acogido; que incluso les sirve para, ocasionalmente, modelar la perspectiva del resto del mundo sobre los atractivos de este pueblo, no dejándolos de instruir.
  Veinte días de zozobra, de malestar, de intercambio de correos electrónicos desde Tierra de Todos, de llamadas telefónicas extemporáneas... Al final la insistencia del hermano dio sus frutos, y en el banco armenio, después de reconocerle que quizás hubieran cometido una errata en la trascripción de los números de la cuenta, recuperaron el dinero allá donde lo hubieran invertido transitoriamente. Porque a la postre les queda claro, y ahora lo toman a broma, que lo emplearon para desviarlo a alguna inversión ocasional, para sacarle un pellizco. Son los tributos que deben aceptar, los chanchullos que deben tolerar antes de permitir que una cantidad así se les escurra de las cuentas hacia el exterior.
  El alivio ha sido mayúsculo, los proyectos vuelven a rebullir en su mente, cuando regrese de Frederika dentro de tres meses le pesará el bolsillo de tanto dinero.
  No está seguro si arrastrará consigo a Fco Javier Vázquez, le ha hecho una pirula, comprensible por otro lado. Después de que la novia danesa que conoció en Marbella lo echara de casa porque no le compensarían sus fiebres amatorias con el buen vivir a costa suya, lo acomodaron en Copenhague unos uruguayos, a los que aseguró no molestaría más en cuanto Kamo viajara allí y le facilitara alojamiento entre su familia. Este plan que se urdió él solo, molestó a Kamo al principio, pero luego ha ido digiriéndolo y vislumbrando una senda alternativa. Si trabaja, tendrá posibilidades. Y parece que últimamente se ha empleado en un restaurante, de pinche o camarero, a la manera como estuvo en el Foster Hollywood de la plaza San Juan de Dios. Desde luego, reconocemos, arte tiene para sobrevivir; es exportación gaditana.
  Tomará el avión de Sevilla a Barcelona, y allí un enlace hasta la capital danesa. Salimos del barullo del Pichón, la regordeta y apacible cara del camarero ha acogido con una leve sonrisa mi invitación, el gesto de Kamo hacia él ha sido de cierto orgullo de amigos. En la calle Pericón caminamos a la par, me pregunto si los tatuajes desleídos de las manos y brazos son de la época del ejército, de la guerra de Naborno Karajad, o son españoles. Nos despedimos en una esquina, me aúpo a la bici, me estrecha la mano diciendo que no olvida mi apoyo. A la vuelta nos vemos.

jueves, 11 de octubre de 2012

La primera noche que intenó pernoctar

  La primera noche que intentó pernoctar el Centro estaba completo, entonces rondó las inmediaciones de las estación de tren a la hora vespertina, se asentó en un banco y des-pués del último tren (proveniente de Sevilla, por cierto), el vigilante de seguridad se le acercó para informarle de que cerraban y había que desalojar. Titubeó Simón, antes de explicarse: "Mire usted, es que me encuentro en esta situación..." El vigilante escuchó atentamente a este hombre de unos sesenta y pocos años, robusto, panzudo, una berruga sobresaliente en el pómulo izquierdo, porte de antiguo labriego o garbanzero o capataz de obra. No es un andrajoso, viste correctamente, podría ser su padre, bajo el brazo una chaqueta de piel, en la otra mano una pequeña bolsa de viaje; todo lo puesto es de las monjas o los albergues. Antiguamente para viajes largos, dura-deros, incluido exilios al extranjero, bastaba una pequeña maleta de madera o bolsa de viaje. En estos tiempos el más corto asueto vacacional precisa maletones o mochilas ingentes. Incluso rezuma uno de aquellos emigrantes que partían a las fábricas de Ale-mania. La mirada es algo huidiza, acomplejada; pero hay cierta fuerza de convicción en sus palabras, a pesar de musitarlas la mitad de ellas. Al final el vigilante le hace una propuesta, por bajinis, cómplice, no se enteren las cá-maras, ocelos electrónicos severos y atentos, no le descubra el supervisor, su jefe, o al-guno de sus compañeros soplones. En una esquina hay una pila de cartones, los extien-da, se acurruque (la chaqueta de piel de almohada, no hace falta que se lo diga), pase la noche hasta las seis que viene el compañero a abrir la estación, hora de los trenes lega-ñosos. A la tarde siguiente ya está instalado en el Centro, el asistente social le asignó cama por la mañana, después de algunas vacantes y su explicación de la dormida en la esta-ción de tren (es una plaza prevista, ¿qué hacían allí si no los cartones?). Qué pena de estación, no como en las grandes capitales, que velan toda la noche los pies olorosos y las ropas repegadas. En la sala de televisión hay unos rumanos besuqueantes; vaya, ru-manos... Con resoplidos advierte al conserje, quien muy en su papel desbarata las terne-zas linguales, de mal gusto para los presentes, que solo quieren distraerse con los anun-cios. Hay dos parejas, y las dos marchan a sus respectivos dormitorios, separados por sexos. Simón queda departiendo con el conserje, un furor contenido, resumiendo azaro-so por qué los odia, indecorosos, maleducados, hace once años mataron a una prima suya en Almería, que cuente con él como se propasen y haya que. Más tarde, a la noche, baja Virginia Labrador, puertorealeña, protestando el despelote de uno de ellos que ha pasado del dormitorio al baño y viceversa sin toalla y hoja de parra cubriendo sus partes. "De pronto me lo encuentro con la picha al aire, los tíos gua-rros." Es uno el del despelote, pero los guarros son los dos. Por supuesto, no basta con que lo comunique al vigilante, que asumirá la amonestación pertinente en cuanto aban-done la ducha, sino al conjunto de los últimos televidentes. Virginia es joven, treintañera, la voz cascada y nasal, tocada por la trayectoria de dro-gadicción, la camiseta holgada, de tirantes, dejando ver sendos tatuajes en los omópla-tos, el pelo estropajoso, rubio y regatton. "Los tíos guarros. Tó la picha al aire. Qué san creido."

  Al día siguiente, a la hora de cierre, faltan. No hay indicios de que asomen por el Cen-tro, ni ellos, ni ellas. Simón departe con el vigilante, interesado en esta ausencia, por lo demás tranquilizadora. Porque, dice, van siempre a su aire, sin respetar, cuidado las ma-letas que si pasan cerca luego falta algo, chorizos. "Les tengo un odio... Porque mataron a mi prima hace once años..." Me pregunto: ¿serían estos que había aquí alojados los que la mataron? Amistoso y protector se interesa porque no vaya a dejarles entrar si llegaran tarde. Es curioso lo bien que sabe las normas. Hay excepciones, advierto. Una mosca de extrañe-za destella en sus ojos, los demás no compartimos su odio y es como si quisiera conven-cernos. Aguerrido y salvador, se insinúa por si tuviera problemas como llegaran alterca-dores, para intervenir, que él, sumando su odio a su fuerza, les haría un buen apaño. Da las buenas noches y se acuesta. Pero al cuarto de hora suena el timbre de entrada y baja a husmear, a batallar, a ver quién es, si son ellos y hay que dar leña, vengar a la prima. Es la policía nacional que busca a Virginia Labrador para comunicar una denuncia, esperarán fuera, no me preocupe, mientras la despierto. Zarandeándola sobre su cama, dormida como una marmota, abajo escucho que Simón se ha asomado. Qué decepción, no eran los rumanos, enfrenta dos uniformes inquietantes, con botonadura resultona sobre el tono azul oscuro y radiocomunicadores en la hombrera. Excusa la tardanza del vigilante: "Está arriba, despertando..." "Ya, ya...", asienten los policías, apurando los cigarros. Virginia asoma soñolienta, ojerosa, boca gallinácea. Los polis buscan un mueble de apoyo para extender los papeles y le muestran la denuncia interpuesta por insultos y amenazas, tendrá que comparecer en el juzgado tal dentro de dos días, sin abogado, a estos juicios se acude sin abogado, a testificar, le conviene no escaquearse. Ella entona una salmodia de reniegos mientras amaga, se retira, amaga, firma en los papeles: " El hijo de puta. No te digo. Se ha creío que se va quedar con mi hija. Ni muerta. A ese me lo cargo, juro que me lo cargo..." Uno de los policías, acostumbrado, apaciguador: "No te alteres, mujer. Vas, das tu versión, y punto. No va a pasar nada." "Sí, pero que es que me está buscando, y se la va a ganar. Estoy harto del hijo de puta ese." Cumplida la formalidad, los policías se retiran. Ella deambula un poco más, perdido el sueño, imprecando. Simón Acosta se despide, esta vez de verdad, ya es difícil, por el tiempo transcurrido, que asomen los rumanos. Virginia cuenta que disfrutaba hoy en la playa de su niña (el enrojecimiento de la piel lo corrobora), acompañado de su actual pareja, ojito con él, cuando apareció el padre de su niña, vociferón, chulesco: "El miércoles a la hora tal, y el viernes a la hora cual. Si no, te quedas sin verla... Sa creío, chulo de mierda. Es él el que me vino con amenazas. Porque frené a mi pareja que si no lo estampa contra la roca." El asistente le ha pedido las pruebas y analíticas para ingresar en un centro del CPD. Ella piensa cumplir.