jueves, 18 de octubre de 2012

Al pie de la farola



  Al pie de la imponente farola de la plazoleta, el haz tenebroso bruñendo los algarrobos, cayó de culo, final de trayecto. Las piernas se le doblaron, las muletas salieron despedidas, el cartón de vino volcó su contenido antes de que la mano temblorosa lo irguiera, un riachuelo empapó sus andrajos.
  Sentado con las piernas en compás como un niño barbudo que queda expectante tras el accidentado traspiés, ha ordenado sus juguetes: el vino, las muletas. Dos con aire campechano que cortan el haz tenebroso atienden a su petición de fuego, no lo entienden a la primera, luego sacan el mechero, encienden el cigarro de su boca, que colea como un rabo de lagartija. Responde gracias entredientes, la voz afónica y rasgada.
  Desde el observatorio del Centro, pendiente de componer los sueños pesarosos, derruidos, se aprecia su silueta, no ha pedido alojo, y se conjetura si pasará allí la noche, lo que no nos compete en cuanto a si su voluntad lo quiere. La brisa sopla, las hojas remolinean en grupo, de los árboles caen semillas y campánulas que brincan alegres, la noche las arrincona.
  Una hora pasa y es menester conocer qué resuelve aquella estampa triste, mientras el Centro, completo, duerme, la tele apagada. Al pie de la farola ha extendido su cuerpo, achacoso, las muletas abrazadas, aguantando la tendencia a encogerse conforme el frío arrecie y el vino en la sangre decline su calorcillo.
  Me acerco, le zarandeo, le pregunto el nombre, me responde pero eso no importa, aduce qué más da uno que otro. La barba sucia, desvaída, amarillenta, la nariz roja, picada, hinchada, como una fresa ennegrecida, los ojos exaltados de extrañar quién se interesa. No puede caminar, no puede desplazarse a un espacio menos expuesto, a un refugio bajo los porches a dos calles de distancia, donde se colocan otros, sobre cartones, hoy desiertos.
  Si le llamo a una ambulancia o a la policía local... Como me imaginaba, responde alarmado, reacio, ni por pienso, no es nada, con que le traiga un chaquetón y si no ahueque, olvídeme lo que he dicho, se acurruca, sería sacrilegio y violación de las reglas menesterosas, sobre las cuales descansa su vida, a la mañana habrá recobrado la fuerza para levantarse y caminar, no es Lázaro muerto, pero de hipotermia, alcoholemia o infarto amaneció uno en la plaza de España hace dos meses, otro adscrito al devenir de las calles sin techo.
  En el Centro rebusco en la ropería, esa que es más heterogénea y dispar que un piojillo, desembocadura de donaciones intempestivas, de las que se apartan para Madre Coraje. Encuentro algo propicio, no para poner ni abrigar, sí de almohada, y entre las mantas saco una, ya retiradas de las camas, como primavera avanzada que es.
  La quietud de la noche pesa, pero aún algún alma cruza la plazoleta extrañándose del bulto al pie de la farola, que no es como dormir al pie de un olivo en medio del campo, estampa descorazonadora y previsible. La voluntad vacila sin saber si acercarse.
  Afortunadamente aparece quien está al tanto de este despojo aparcado en mal sitio, traigo el chaquetón que hago almohada de dobleces e inserto bajo la cabeza, ya sonora de sueño ebrio. Y al cubrirle la manta, despabila con un gracias repetido que para emerger necesita un par de convulsiones. Debajo las losas de gres picada, encima la manta portante de olores sucesivos, por un lado el riachuelo de vino. La arremeto por los bajos para que por ningún resquicio entre el frío, por debajo de las muletas abrazadas, él se cubre la cabeza.
  Encuentro su ficha, hallazgo fortuito y sospechado, no siempre entre las nueve mil aparece la de un infortunado habitante de las calles. Pasó por aquí hace dos años, en esta ocasión no ha pedido entrar, las abrazaderas al vino lo habrán disuadido, en aquella no menos apego le barrunto, a tenor del parte policial que leo. Hubo pasado la noche al pie del cementerio (esto me recuerda quien me dijo que se apostaría allí a esperar la muerte como le fueran mal las cosas, ¿sería su caso?), etilizado hasta las trancas, soporífero y con al menos un indumento: la mochila, que le fue robada. Al amanecer seguía a este lado de la tapia (podía haber acabado al otro), y comoquiera que la mochila contenía documentos identificatorios y necesitaba pernoctar bajo techo, acudió a comisaría. Tal es el parte.
  Asoma Salvador que no puede dormir porque carraspea y tose, la edad provecta, el cuello de toro, la nariz ganchuda, a ver si se le pasa y que tampoco quiere molestar al compañero, a Avelino, las gafas de rompetecho guardadas en el cajón de la mesilla, el piercing de la oreja contra la almohada. Reposa un rato en la silla del salón mientras una pastilla efervescente se disuelve en un vaso de agua. Luego la toma y se acuesta.
  A las tres de la mañana cubro la forma agusanada al pie de la farola con una segunda manta, no lo pensaba despierto cuando oigo un gemido de ultramanta diciendo gracias. A las cuatro de la mañana me sobresalta una tronada seca, feroz, retembladora de las paredes, sin venir a cuento, sin lluvia, solo un aire electrizado premonitorio, crujido mayúsculo que debe venir seguido del desmoronamiento de las casas, por lo menos. Pero no; el mundo aguanta. Ahora sí unas gotas, y el fru frú de las hojas, y los portazos de las ventanas que se cierran solas, y los cordeles que silban, y la lluvia.
  A Mauricio envainado en las mantas le digo que le ayudo a alcanzar el porche a dos calles, asoma la cabeza, dice no, mientras le caen gotas en la nariz fresona, dice esto se pasa enseguida. Le advierto que las mantas se empapan, que en diez minutos estará calado, que cogerá una pulmonía o cualquier otra invención que considero no esté al alcance de sus achaques. No cede. La voz quejumbrosa me pide calma. El riachuelo de vino se desvanece entre el agua de lluvia, el horizonte de montículos causados en el suelo por presión de las raíces de los algarrogos chispea de gotas. Está bien; le traeré un plástico.
  Desenrollo una bolsa de basura, corto los lados con las tijeras de la cocina, ahora tiene la extensión de una sábana impermeable, me lanzo en pos entre la cortina de agua que ya cae impetuosa, cubro el bulto con el plástico, la leve brisa lo levanta como un humo negro que hace ondulaciones risueñas, hasta el cuarto intento no lo ajusto bien, al fin queda como una mortaja de la policía forense. En todo el apaño no para de proferir gracias veladas por la manta, ha superado su propio record de pronunciación de este vocablo en una noche, sobre el plástico las gotas emiten un chasquido frustrado, no pueden perforar el bulto, mala potra, no les dio tiempo a calarlo del todo.
  La lluvia ha sido intermitente durante el resto de la noche, a las siete de la mañana ha cesado, la plazoleta despide pureza y frescor, incluso el aire se ha desplazado con la tormenta. Entro los contenedores de basura, el rodar deja una huella sonora en el espacio. Me acerco a Mauricio, le hablo al bulto, el bulto me responde, está vivo, ha superado el trance. Está dispuesto a levantarse y a devolverme las mantas, no corre prisa, le digo, ya se siente las piernas, el vino sanguíneo se ha disuelto, va desperezándose.
  Al rato me asomo en un interludio de mis funciones mañaneras, el desayuno servido a Salvador que me ha asegurado que le sentó bien la pastilla, está erguido sobre las piernas y las muletas, a rachas avanza, camina desincronizado, pausando para permitir a la circulación esmerarse. Que le vaya bien, profiero, mientras retiro las mantas, salpicadas de hojas y semillas, húmedas de lluvia, rancias de olor corporal vinoso.

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