Al pie de la imponente farola de la
plazoleta, el haz tenebroso bruñendo los algarrobos, cayó de culo, final de
trayecto. Las piernas se le doblaron, las muletas salieron despedidas, el
cartón de vino volcó su contenido antes de que la mano temblorosa lo irguiera,
un riachuelo empapó sus andrajos.
Sentado con las piernas en compás como un
niño barbudo que queda expectante tras el accidentado traspiés, ha ordenado sus
juguetes: el vino, las muletas. Dos con aire campechano que cortan el haz
tenebroso atienden a su petición de fuego, no lo entienden a la primera, luego
sacan el mechero, encienden el cigarro de su boca, que colea como un rabo de
lagartija. Responde gracias entredientes, la voz afónica y rasgada.
Desde el observatorio del Centro, pendiente
de componer los sueños pesarosos, derruidos, se aprecia su silueta, no ha
pedido alojo, y se conjetura si pasará allí la noche, lo que no nos compete en
cuanto a si su voluntad lo quiere. La brisa sopla, las hojas remolinean en
grupo, de los árboles caen semillas y campánulas que brincan alegres, la noche
las arrincona.
Una hora pasa y es menester conocer qué
resuelve aquella estampa triste, mientras el Centro, completo, duerme, la tele
apagada. Al pie de la farola ha extendido su cuerpo, achacoso, las muletas
abrazadas, aguantando la tendencia a encogerse conforme el frío arrecie y el
vino en la sangre decline su calorcillo.
Me acerco, le zarandeo, le pregunto el
nombre, me responde pero eso no importa, aduce qué más da uno que otro. La
barba sucia, desvaída, amarillenta, la nariz roja, picada, hinchada, como una
fresa ennegrecida, los ojos exaltados de extrañar quién se interesa. No puede
caminar, no puede desplazarse a un espacio menos expuesto, a un refugio bajo
los porches a dos calles de distancia, donde se colocan otros, sobre cartones,
hoy desiertos.
Si le llamo a una ambulancia o a la policía
local... Como me imaginaba, responde alarmado, reacio, ni por pienso, no es
nada, con que le traiga un chaquetón y si no ahueque, olvídeme lo que he dicho,
se acurruca, sería sacrilegio y violación de las reglas menesterosas, sobre las
cuales descansa su vida, a la mañana habrá recobrado la fuerza para levantarse
y caminar, no es Lázaro muerto, pero de hipotermia, alcoholemia o infarto
amaneció uno en la plaza de España hace dos meses, otro adscrito al devenir de
las calles sin techo.
En el Centro rebusco en la ropería, esa que
es más heterogénea y dispar que un piojillo, desembocadura de donaciones
intempestivas, de las que se apartan para Madre Coraje. Encuentro algo
propicio, no para poner ni abrigar, sí de almohada, y entre las mantas saco
una, ya retiradas de las camas, como primavera avanzada que es.
La quietud de la noche pesa, pero aún algún
alma cruza la plazoleta extrañándose del bulto al pie de la farola, que no es
como dormir al pie de un olivo en medio del campo, estampa descorazonadora y
previsible. La voluntad vacila sin saber si acercarse.
Afortunadamente aparece quien está al tanto
de este despojo aparcado en mal sitio, traigo el chaquetón que hago almohada de
dobleces e inserto bajo la cabeza, ya sonora de sueño ebrio. Y al cubrirle la
manta, despabila con un gracias repetido que para emerger necesita un par de
convulsiones. Debajo las losas de gres picada, encima la manta portante de
olores sucesivos, por un lado el riachuelo de vino. La arremeto por los bajos
para que por ningún resquicio entre el frío, por debajo de las muletas
abrazadas, él se cubre la cabeza.
Encuentro su ficha, hallazgo fortuito y
sospechado, no siempre entre las nueve mil aparece la de un infortunado
habitante de las calles. Pasó por aquí hace dos años, en esta ocasión no ha
pedido entrar, las abrazaderas al vino lo habrán disuadido, en aquella no menos
apego le barrunto, a tenor del parte policial que leo. Hubo pasado la noche al
pie del cementerio (esto me recuerda quien me dijo que se apostaría allí a
esperar la muerte como le fueran mal las cosas, ¿sería su caso?), etilizado
hasta las trancas, soporífero y con al menos un indumento: la mochila, que le
fue robada. Al amanecer seguía a este lado de la tapia (podía haber acabado al
otro), y comoquiera que la mochila contenía documentos identificatorios y
necesitaba pernoctar bajo techo, acudió a comisaría. Tal es el parte.
Asoma Salvador que no puede dormir porque
carraspea y tose, la edad provecta, el cuello de toro, la nariz ganchuda, a ver
si se le pasa y que tampoco quiere molestar al compañero, a Avelino, las gafas
de rompetecho guardadas en el cajón de la mesilla, el piercing de la oreja
contra la almohada. Reposa un rato en la silla del salón mientras una pastilla
efervescente se disuelve en un vaso de agua. Luego la toma y se acuesta.
A las tres de la mañana cubro la forma
agusanada al pie de la farola con una segunda manta, no lo pensaba despierto
cuando oigo un gemido de ultramanta diciendo gracias. A las cuatro de la mañana
me sobresalta una tronada seca, feroz, retembladora de las paredes, sin venir a
cuento, sin lluvia, solo un aire electrizado premonitorio, crujido mayúsculo
que debe venir seguido del desmoronamiento de las casas, por lo menos. Pero no;
el mundo aguanta. Ahora sí unas gotas, y el fru frú de las hojas, y los
portazos de las ventanas que se cierran solas, y los cordeles que silban, y la
lluvia.
A Mauricio envainado en las mantas le digo
que le ayudo a alcanzar el porche a dos calles, asoma la cabeza, dice no,
mientras le caen gotas en la nariz fresona, dice esto se pasa enseguida. Le
advierto que las mantas se empapan, que en diez minutos estará calado, que
cogerá una pulmonía o cualquier otra invención que considero no esté al alcance
de sus achaques. No cede. La voz quejumbrosa me pide calma. El riachuelo de
vino se desvanece entre el agua de lluvia, el horizonte de montículos causados
en el suelo por presión de las raíces de los algarrogos chispea de gotas. Está
bien; le traeré un plástico.
Desenrollo una bolsa de basura, corto los
lados con las tijeras de la cocina, ahora tiene la extensión de una sábana impermeable,
me lanzo en pos entre la cortina de agua que ya cae impetuosa, cubro el bulto
con el plástico, la leve brisa lo levanta como un humo negro que hace
ondulaciones risueñas, hasta el cuarto intento no lo ajusto bien, al fin queda
como una mortaja de la policía forense. En todo el apaño no para de proferir gracias
veladas por la manta, ha superado su propio record de pronunciación de este vocablo
en una noche, sobre el plástico las gotas emiten un chasquido frustrado, no
pueden perforar el bulto, mala potra, no les dio tiempo a calarlo del todo.
La lluvia ha sido intermitente durante el
resto de la noche, a las siete de la mañana ha cesado, la plazoleta despide
pureza y frescor, incluso el aire se ha desplazado con la tormenta. Entro los
contenedores de basura, el rodar deja una huella sonora en el espacio. Me
acerco a Mauricio, le hablo al bulto, el bulto me responde, está vivo, ha superado
el trance. Está dispuesto a levantarse y a devolverme las mantas, no corre
prisa, le digo, ya se siente las piernas, el vino sanguíneo se ha disuelto, va
desperezándose.
Al rato me asomo en un interludio de mis
funciones mañaneras, el desayuno servido a Salvador que me ha asegurado que le
sentó bien la pastilla, está erguido sobre las piernas y las muletas, a rachas
avanza, camina desincronizado, pausando para permitir a la circulación
esmerarse. Que le vaya bien, profiero, mientras retiro las mantas, salpicadas
de hojas y semillas, húmedas de lluvia, rancias de olor corporal vinoso.
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