jueves, 11 de octubre de 2012

La primera noche que intenó pernoctar

  La primera noche que intentó pernoctar el Centro estaba completo, entonces rondó las inmediaciones de las estación de tren a la hora vespertina, se asentó en un banco y des-pués del último tren (proveniente de Sevilla, por cierto), el vigilante de seguridad se le acercó para informarle de que cerraban y había que desalojar. Titubeó Simón, antes de explicarse: "Mire usted, es que me encuentro en esta situación..." El vigilante escuchó atentamente a este hombre de unos sesenta y pocos años, robusto, panzudo, una berruga sobresaliente en el pómulo izquierdo, porte de antiguo labriego o garbanzero o capataz de obra. No es un andrajoso, viste correctamente, podría ser su padre, bajo el brazo una chaqueta de piel, en la otra mano una pequeña bolsa de viaje; todo lo puesto es de las monjas o los albergues. Antiguamente para viajes largos, dura-deros, incluido exilios al extranjero, bastaba una pequeña maleta de madera o bolsa de viaje. En estos tiempos el más corto asueto vacacional precisa maletones o mochilas ingentes. Incluso rezuma uno de aquellos emigrantes que partían a las fábricas de Ale-mania. La mirada es algo huidiza, acomplejada; pero hay cierta fuerza de convicción en sus palabras, a pesar de musitarlas la mitad de ellas. Al final el vigilante le hace una propuesta, por bajinis, cómplice, no se enteren las cá-maras, ocelos electrónicos severos y atentos, no le descubra el supervisor, su jefe, o al-guno de sus compañeros soplones. En una esquina hay una pila de cartones, los extien-da, se acurruque (la chaqueta de piel de almohada, no hace falta que se lo diga), pase la noche hasta las seis que viene el compañero a abrir la estación, hora de los trenes lega-ñosos. A la tarde siguiente ya está instalado en el Centro, el asistente social le asignó cama por la mañana, después de algunas vacantes y su explicación de la dormida en la esta-ción de tren (es una plaza prevista, ¿qué hacían allí si no los cartones?). Qué pena de estación, no como en las grandes capitales, que velan toda la noche los pies olorosos y las ropas repegadas. En la sala de televisión hay unos rumanos besuqueantes; vaya, ru-manos... Con resoplidos advierte al conserje, quien muy en su papel desbarata las terne-zas linguales, de mal gusto para los presentes, que solo quieren distraerse con los anun-cios. Hay dos parejas, y las dos marchan a sus respectivos dormitorios, separados por sexos. Simón queda departiendo con el conserje, un furor contenido, resumiendo azaro-so por qué los odia, indecorosos, maleducados, hace once años mataron a una prima suya en Almería, que cuente con él como se propasen y haya que. Más tarde, a la noche, baja Virginia Labrador, puertorealeña, protestando el despelote de uno de ellos que ha pasado del dormitorio al baño y viceversa sin toalla y hoja de parra cubriendo sus partes. "De pronto me lo encuentro con la picha al aire, los tíos gua-rros." Es uno el del despelote, pero los guarros son los dos. Por supuesto, no basta con que lo comunique al vigilante, que asumirá la amonestación pertinente en cuanto aban-done la ducha, sino al conjunto de los últimos televidentes. Virginia es joven, treintañera, la voz cascada y nasal, tocada por la trayectoria de dro-gadicción, la camiseta holgada, de tirantes, dejando ver sendos tatuajes en los omópla-tos, el pelo estropajoso, rubio y regatton. "Los tíos guarros. Tó la picha al aire. Qué san creido."

  Al día siguiente, a la hora de cierre, faltan. No hay indicios de que asomen por el Cen-tro, ni ellos, ni ellas. Simón departe con el vigilante, interesado en esta ausencia, por lo demás tranquilizadora. Porque, dice, van siempre a su aire, sin respetar, cuidado las ma-letas que si pasan cerca luego falta algo, chorizos. "Les tengo un odio... Porque mataron a mi prima hace once años..." Me pregunto: ¿serían estos que había aquí alojados los que la mataron? Amistoso y protector se interesa porque no vaya a dejarles entrar si llegaran tarde. Es curioso lo bien que sabe las normas. Hay excepciones, advierto. Una mosca de extrañe-za destella en sus ojos, los demás no compartimos su odio y es como si quisiera conven-cernos. Aguerrido y salvador, se insinúa por si tuviera problemas como llegaran alterca-dores, para intervenir, que él, sumando su odio a su fuerza, les haría un buen apaño. Da las buenas noches y se acuesta. Pero al cuarto de hora suena el timbre de entrada y baja a husmear, a batallar, a ver quién es, si son ellos y hay que dar leña, vengar a la prima. Es la policía nacional que busca a Virginia Labrador para comunicar una denuncia, esperarán fuera, no me preocupe, mientras la despierto. Zarandeándola sobre su cama, dormida como una marmota, abajo escucho que Simón se ha asomado. Qué decepción, no eran los rumanos, enfrenta dos uniformes inquietantes, con botonadura resultona sobre el tono azul oscuro y radiocomunicadores en la hombrera. Excusa la tardanza del vigilante: "Está arriba, despertando..." "Ya, ya...", asienten los policías, apurando los cigarros. Virginia asoma soñolienta, ojerosa, boca gallinácea. Los polis buscan un mueble de apoyo para extender los papeles y le muestran la denuncia interpuesta por insultos y amenazas, tendrá que comparecer en el juzgado tal dentro de dos días, sin abogado, a estos juicios se acude sin abogado, a testificar, le conviene no escaquearse. Ella entona una salmodia de reniegos mientras amaga, se retira, amaga, firma en los papeles: " El hijo de puta. No te digo. Se ha creío que se va quedar con mi hija. Ni muerta. A ese me lo cargo, juro que me lo cargo..." Uno de los policías, acostumbrado, apaciguador: "No te alteres, mujer. Vas, das tu versión, y punto. No va a pasar nada." "Sí, pero que es que me está buscando, y se la va a ganar. Estoy harto del hijo de puta ese." Cumplida la formalidad, los policías se retiran. Ella deambula un poco más, perdido el sueño, imprecando. Simón Acosta se despide, esta vez de verdad, ya es difícil, por el tiempo transcurrido, que asomen los rumanos. Virginia cuenta que disfrutaba hoy en la playa de su niña (el enrojecimiento de la piel lo corrobora), acompañado de su actual pareja, ojito con él, cuando apareció el padre de su niña, vociferón, chulesco: "El miércoles a la hora tal, y el viernes a la hora cual. Si no, te quedas sin verla... Sa creío, chulo de mierda. Es él el que me vino con amenazas. Porque frené a mi pareja que si no lo estampa contra la roca." El asistente le ha pedido las pruebas y analíticas para ingresar en un centro del CPD. Ella piensa cumplir.

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