Libró Dilia Iris el domingo, su primer
domingo después de su primera semana interna. Fede acudió a la puerta, a
encontrarla, a pasar el día. El domingo pasado, previo al arranque, al ingreso
en casa de la vieja, fueron a Jerez de visita, a la casa del padre Juan Carlos,
donde vive Xabi. Su buen humor es admirable, parece como si llevara la pierna
ortopédica toda la vida, será la alegría repuesta gracias a la ausencia de
dolores y a un cobijo asegurado. Este domingo no hubo planes, descartaron
pequeños viajes en tren o "colectivos", la sola expansión después de
una semana claustrofóbica alivia a Dilia, la playa, un parque, una plaza, serán
suficientes. El día trascurrirá en un proceso de digestión de la semana, ambos
dos se comunicaron por móvil, ella no tuvo acceso a facebook; el diálogo
directo ayuda a discernir el futuro, más cuanto el ansia proteccionista de Fede
reluce para brindarle su inestable acomodo.
Haciendo balance, incluso para una
sudamericana interna es demasiado duro permanecer encerrada las veinticuatro
horas del día, ni media hora para salir a tomar un bocadillo o un café. La
boliviana abandona después de varios meses por eso, la alta exigencia, la
permanente vigilancia del enfermo, los lavados, a los que ella no estaba
acostumbrada, ni lo esperaba, por higiene y prevenir las úlceras; los ensayos
pueriles con pastillas a la boca como niño paladeante e inconsciente que hay
que evitar se intoxique o envenene; la mascarilla de oxígeno por la noche o en
momentos de ahogo y su burbujeo atroz. Ya tuvo de compañera en el Centro a
Rosario Díaz, y pensó: "No puedo conciliar el sueño junto a alguien
enfermo", acentuando la oscuridad la incertidumbre respecto a la gravedad
de los gemidos y murmullos de la durmiente. Bastaba aquel panorama para que
encima Fede, ansioso de su compañía, la animara a abandonar, a recuperar la
libertad, el espacio urbano, a no regresar a la noche para iniciar otra semana
conventual, desvelada y ojerosa. Dilia Iris no vino aquí como otras para
reportar dinero allá para el mantenimiento de la hija ("mamá quiero ser
como usted", le dice una y otra vez; qué encanto, su misma risa abierta,
radiante, apabulladora), a sus dieciséis años ya ha cobrado conciencia de la
separación hace dos; a resguardo del padre está cómoda, mantenida, bien encaminada,
es un hombre bueno. Vino aquí por afán de realización de sueños enmarañados
cuya luz hipnotiza a través de una tupida red que no le permite distinguir,
concretar, y sin embargo tira hacia ella.
Fede aguarda el pasaje para la Argentina, y entre tanto
C.H. le hospeda el tiempo hasta partir, no aguanta ya el régimen de los
"ramiros" en Candelaria: hasta las cinco de la mañana viendo
televisión; insoportable esperar el desalojo del sofá apetecido. El abogado le metió
la duda del pago del pasaje, en última instancia han anulado las ayudas, el
panorama recortatorio asoma por todos lados, la cizalla de la austeridad
nacional; de todas formas su caso aún puede resolverse gracias a que cursó la
solicitud antes de.
Pues bien, no iba a dejar a Dilia Iris sola
después de decidir, de decidir los dos, tras un largo domingo de errático
renegar de la semana, que no reanudaría al lunes, solo asomaría por allí a
recoger las maletas y decir adiós a la boliviana y a la otra ándese, el encerramiento
para quien necesite de envíos allende el charco. Los "ramiros" no se ofrecieron
cuando Fede expuso la situación, tan solo los dejaron estar un rato a la tarde,
embeberse del bullicio telero sin decir nada. Así que Fede renuncia al
hospedaje en C.H. para no dejarla sola, no quiere escaquearse aunque sea esta
noche y mañana despedirse y asomarse al asistente social del Centro. Claro: se
prefieren arrebujaditos entre mantas en la playa, en la pinturesca Caleta, tan
acogedora de noche.
Por no tener no tienen ni mantas, así que se
esperan en las inmediaciones del Centro, sentados en la peana de la señera
farola de la plaza Macías Rete. Entre las sombras de los algarrobos ocurre el
efecto inverso de proyectarse estas sobre el pie de la farola en vez del haz de
luz sobre dichos árboles. Están desgajando una naranja compartida, en el regazo
zozobrando las bolsas con los desechos comestibles, las cáscaras y migas.
En bici
asomo camino de mi turno, la linterna parpadeante, sus figuras inconfundibles,
sé que si están ahí es precisamente por mí, porque me esperan. Describo la
curva pertinente, las ruedas ondulando, los saludo con sincero afecto y alegría
comedida, es cuando me pongo al tanto de todo. Hay dos favores a realizar, el
de las mantas lo anticipo, el segundo me lo dirá luego que pase media hora
mientras se dan una vuelta y yo doy el relevo a mi compañero.
Hay ciertas reglas que atañen a la tristeza y
a la ironía que arrugan a carcajadas llorosas el ceño, que anticipan el
soniquete de las peticiones, que prometen sutiles humillaciones, porque se
repiten, porque las arrojan desde el pasado situaciones que vienen a estremecerte
con su mismo aire amistoso y compasivo, lógico de andar por el mundo decidido a
que este se ajuste a tu medida. Las piezas del puzzle se buscan a sí mismas
para encajar y resultar un dibujo difuso esperado, pintoresco y absurdo,
añorado y aborrecido a un tiempo. La mezcla de afecto y palmadita de refrigerio
literario se focaliza en mí, no tengo remedio, a pesar de lo cual sé que la
solución (por supuesto pasajera y estéril) solo apunta en un sentido: hurgar en
la cartera y prepararla para no sobrepasar un límite; luego se verá el acierto
de mi estimación.
A la media hora asoman y yo aguardo en la
puerta entornada mientras la sala de televisión fulgura de aventuras policíacas
que nunca nadie acaba de ver porque la publicidad las alarga infinitamente. Él aparece
soñoliento, afectuoso de andar alto, la barba semanal, limpia, las ondulaciones
de flequillo amenizando las ideas de supervivencia. Ella sonrosada, lánguida,
descargada del castigo reclutorio, delegada en los brazos del héroe troyano que
mientras la arrulla resiste la envestida de la adversidad, los labios gruesos
cansados de plática y disponibles para besar entre la arena.
Mis propuestas alternativas están fracasadas
de antemano, ya lo sabía y por eso las mantas las tengo preparadas en un
despacho, dos, como él me confirma, encerradas en una bolsa de las de la
basura. Pero antes me desvele el otro favor... "50 euros para una tienda
de campaña que he visto en internet". Está bien tramado, cosas así bien
merece recompensarlas.
No doy tiempo a más explicaciones, me doy la
vuelta incluso ineducadamente, extraigo del despacho las dos mantas preparadas
en la bolsa. En el corto lapso de medio minuto antes de volver a asomarme a sus
caras levemente perplejas y dócilmente expectantes recuerdo que es el mismo pedido
que ha hecho al padre, haciéndole este ningún caso, la tienda que tenía y
desechó tardaba cuarenta minutos en montarse y resulta más práctica una que se
despliega automáticamente; y pienso en los no pocos transeúntes que duermen en
la calle desguarnecidos de tiendas tales; y evoco sus otras amantes de playas
israelitas o catalanas amparadas en otros tantos cobijos entre sus brazos
aguerridos y heroicos.
Le hago entrega de la bolsa con las mantas,
la devolverá, asegura, y descubro la cartera anticipando que solo dispongo de
diez euros, si con eso le vale. Dice sí, cauto, amable, afectuoso y sin
embarazo: iniciará una colecta, no me preocupe. Me estrecha la mano, los dedos
largos y fríos como tentáculos de octópodo. Dilia me sonríe agradecida y fatigada,
dirimido el último trámite del día, resuelta una salida decorosa, su primera
noche a la intemperie.