lunes, 29 de abril de 2013

El mal olor



  El mal olor de Laura Borja ahuyenta la concurrencia del comedor, ha dejado una estela por las escaleras que hasta una mofeta saldría corriendo. Los señalamientos son desmentidos por esta señora (porque no deja de ser una señora) ya que ella se lava, y los reflejos de las insidiosas pituitarias responden a una subjetividad injusta. A ver si es la ropa (o que ella se refiera a que se lava de año en año). En efecto. Lo es. Y por eso conviene que esa bata (que parece rebañada de zurrapa y manteca), y esos faldones (como los cortinajes de aquellos reyes, bajo los que se peían) y esa blusa...
  Esta toalla es pequeña y no le llega para secarse la espalda, protesta Javier, el mismo que a la jorobada le ha espetado insolentemente que él también está en la calle, no le hable así cuando tenga que pedirle paso a la consigna de las maletas. Es que solo quedan de esas, digo, y se retira perplejo a regañadientes, sopesando nuevamente la longitud de la prenda, para volverse al punto y, es su defecto, pedir (que nada tiene que ver con una espalda mojada) un cinturón para el pantalón que le queda ancho y se le relaja. Lo cual queda solventado con un trozo de cuerda de tender la ropa (subimos a la azotea) y una maniobra de ajuste más propia de los judokas que amarran así el kimono.
  Los portazos tempraneros que despiertan a los durmientes no gustaron a Antonio Mele cara-caballo. De Moham, el novio de Elvira (que ha venido de Sevilla a ver a su niña, y la acompaña uno distinto cada vez). A Rachid siempre le coinciden las prisas urinarias de los demás cuando está afeitándose, qué casualidad, y a los otros no, y le reprochan que se alarga en el cuarto de baño, lo acapara, venga, déjalo libre, lo que le enfurece sin que se le descomponga la gorra y chupa, iros a la mierda, siempre a mí.
  Mientras Laura Borja ha subido a mudarse de ropa, en el comedor Ricardo de Afanas interpela a Juan Cala acerca de los diez euros que su "parienta" ha prestado a su "parienta" (la de él a la de él), que es muy inocente y no le gusta que le tomen el pelo, y por eso con toda ingenuidad accedió, porque le dijo que necesitaba comprarse un desodorante. Ellos se van mañana de viaje y es verdad que no tiene la culpa de andar enferma, ingresada en Puerto Real, pero comprenderá que es una putada, y lo normal es que se lo pida de una vez, y cumpla. Permíteme, responde Juan Cala, que se lo pregunte a ella, hoy la visito, yo no sabía nada, cosa de mujeres (seguramente la versión difiera), y no se preocupe (con pausa de anarquista papal ex campeón de Full Contact) que aunque viajen, con que les dejen la dirección, el dinero se lo envían (valiente promesa; no lo va a creer; si le habrá enseñado la díscola crianza en un barrio marginal de Sevilla).
  El olor se ha reducido considerablemente, a excepción de la prenda de la que se ha resistido a desprenderse, los faldones y enaguas de la reina madre, así que Laura Borja (la señora viejita gitana) ya campa con menos contaminación ambiental a sus espaldas, mientras que José Listan, desde el ventanuco del reparto comestible, embutido en sus fundas de excombatiente, pone cara circunspecta y despreciativa al poeta Luis Manzano (Carita de Plata) porque le ha contestado: Yo no toco lo que no es mío, al considerar que podía haber retirado y guardado en su mesilla de noche unos papeles (¿oficiales del ministerio de la guerra?) de evidente importancia que se había dejado por medio.
  Un tal Raúl, de estreno en escapadas de ámbitos familiares y cobijo en Centro`s, me revela confidencialmente (a la entrada de la cocina, zona prohibida), preocupado, la alteración que ha advertido en Javier, compañero de habitación, el de la cuerda al cinto y la toalla pequeña, por lo visto sonámbulo, que le ha amenazado por cruzar media palabra de saludo (que es de los más normal y amanerado), no se acerque a él y guarde las distancias que le parte la cara.
  Ricardo a Esperanza, gordita, acnosa (más retrasada documentalmente que él), en la puerta de entrada, la amonesta por inocente (cómo se le ocurre prestar diez euros), y lo hace con excesiva invectiva y furor machista que hay que moderar como el árbitro de una contienda de pareja en el ring de los regaños hogareños.
  Tito interrumpe un canturreo y me urge que suba a un baño y lo inspeccione porque está terriblemente...; y yo imagino cosas peores y de más pringue que las que veo: el suelo encharcado, restos de papel higiénico conformando una refriega reptiliana... El que haya sido no tiene educación, sentencia, que es verdad que aquí vamos a tener que inaugurar prontamente un centro cívico y a él nombrarlo docente de honor y ejemplo idiomático.
  Ya finaliza el amanecer, y Laura Borja se despide no sin trascender una huella de lo que fue antes de la estampida inicial y recibir de Rachid la única sonrisa que hoy, esta mañana, ensombrecida bajo la visera, decide donar. Ricardo retoma con Juan Cala en la puerta, en la plaza, en los primeros pasos de las calles a estrenar, la indisposición del prestamista, no se mosquee, compañero, pero compréndalo, a ver si puede ser hoy (¡tú calla!, ordenando a Esperanza). Y Carita de Plata dice adiós con una reverencia de barba socrática o más bien homérico-perroflauta, que hoy tiene tres actuaciones recitadas, el día promete. Solo queda José Listán por salir, cuyo arrastrar de pies tintinea el grueso cascabel de arnés de caballo cervantino, despachando un último desdeño de su compañero de habitación, poeta, artista, con voz soporífera y mostrándome la cartera denegrida: "Artista... sá creío... ¡Artista, yo!; que, sin pedir, porque lo tengo prohibido por Menchu (de Luz y Agua), mira los euros, de sentarme a la entrada del seminario que los curas ya me conocen... ¡Artista!… ¡¿A los gaditanos nos va a enseñá?!...”

viernes, 26 de abril de 2013

Es una forma de morir



  Es una forma de morir cuyo grado de agonía desconocemos, incluso pudo ser repentina (infarto, hipotermia, sobredosis…) y, por tanto, no haberla habido. Diremos: no sufrió. El hueco queda inservible sin él, sin ese envoltorio de harapos que allí dormía y ahora es un pequeño santuario con velas y flores (pronto las quitarán) y un cartelito-epitafio que da cuenta de su desdicha. La sucursal de Banco a la que por aquí se accedía ya no existe, a través de los cristales se contempla un espacioso local desamueblado, vacío; en Canalejas hay la antesala de uno parecido en el que se acomodan tres bultos a la noche. El local daría para tantos o más, pero él (el Portugués), de largo periplo por otros tantos huecos de baldosa fría, inmediatez callejera y renuncia a privilegios de maniquí, se conformaba con este, de medidas idóneas y abrigo relativo. Enfrente un bar concurrido, por medio el rumor de los viandantes, evanescente conforme la noche se hacía más negra (convenía emigrar los fines de semana para no tentar a los gamberros de los botellones). Es una forma de morir cuyo grado de costumbre se aviene a la cotidianidad de una guerra silenciosa por subsistir, tan imperceptible que no se sabe quienes son los enemigos y con cuantos efectivos cuentan. Durante el día vigilaba como en una garita las conciencias de quienes entraban en la iglesia de la patrona o la de quienes pasaban a lo lejos, sin saber que acometían una maniobra de repliegue. El campo de batalla deja restos aprovechables, servibles, para poder insistir en una estrategia de resistencia frente a los demonios que no han de penetrar las fortificaciones que salvaguardan los engranajes para que todo esto ruede y generalmente se pueda morir en casa o en hospital. La sombra figurativa ocupa el hueco, las velas, las flores (pronto las quitarán). No se sabe bien si será factible destacar aquí un nuevo efectivo después de que lo hayamos regado de un recuerdo ominoso que no se sabe a quién culpa si no es a la libertad del individuo. Ya lo ocuparán. Cuando el local acomode otro banco y sepulte el recuerdo. Porque tienen que abrir sucursales para que estos duerman en pañales mientras otros hacen transacciones al cielo.

viernes, 19 de abril de 2013

En el Club Caleta



  En el club Caleta a pie de playa. El amanecer deleita al poeta, que revuelve en su libreta de mano las hojas en busca de una poesía que leer. Le cuesta encontrarla; la inicia con pausa. En el poyete sendos cafés humeantes. Algún parroquiano conocido ha saludado, pero no interfiere. La brisa mañanera agita su barba, también acompasada a los golpes de entonación. La inspiración le llegó en un momento de tristeza, en horas vacías frente al rumor de la olas y la belleza de este cuadro. En la poesía es un erizo que comulga con las cuitas de una gaviota con las alas rotas, siendo los dos objeto de interpelación y diálogo entre Santa Catalina y San Sebastián, los dos baluartes. La voz grave esconde una tristeza infantil, una soledad perentoria que recoge el acopio de una memoria nutrida. No es difícil sonreír; pero tampoco remansarse en un poso nostalgia. Sin duda es el fantasma triste que yo atisbé gracias a la poesía de Mario Benedetti.
  En Madrid formaron una comuna y, aunque no era al estilo hippy, sí criaban marihuana, pertinentemente camuflada por unas tomateras que cercaban el pequeño huerto. Se habían instalado en un chalé de una urbanización de lujo, una urbanización facha, dice él. Empezaron cuatro y acabaron una veintena. Viajaban en coche a los conciertos de música psicodélica tipo Pink Floyd, Supertramp o Queen; atravesaban media Europa si hacía falta. La movida madrileña (el chulo Ramoncín) era poca música para lo que ellos estilaban. En la piscina, naturalmente, las chicas empezaron a bañarse desnudas, y un espía en lontananza, con unos prismáticos, era retirado del balcón por su horrorizada esposa. El mismo que acabó denunciándolos.
  Pero ellos ganaron el pleito. Estaban preparados, ilustrados, había entre ellos profesores de universidad. Él terminó de estudiar psicología y, con los años, montaría una consulta en casa de sus padres. El guitarrista de Joaquín Sabina, de nombre Pancho, era uno de ellos. Organizaban fiestas privadas en un salón del hotel Agumar. Muchas caras famosas. El cuarto de baño era de lo más poblado. Sospecho el sentido de aquella afluencia pero me hago el ingenuo y él emplea la ironía: "No sé qué harían en el cuarto de baño...", se sonríe socarronamente, mientras se frota la nariz con el dorso del dedo índice. Hubo una anécdota memorable. De pronto irrumpió en el salón Paco y su hermano, portando sendas fundas de guitarras. Pasaron por medio de las mesas y el humo, buscaron acomodo y, con aire de desafío, desenfundaron las guitarras, y comenzaron a tocar. Desde ese momento el cuarto de baño se despobló. Les dio el amanecer después de siete horas.
   Los cafés los terminamos y pasamos al interior del club Caleta. Las mesas en cierto desorden, el frontal ralo y con algunas fotos, gris el exiguo colorido de las botellas en los anaqueles. Tiene el aspecto sombrío de un garaje acondicionado sin ningún primor. El trato es histriónico y familiar.
  Aquella era la época de Tierno Galván; derrama elogios hacia el más emblemático alcalde madrileño de todos los tiempos. La única vez que votó; lo hizo en el 82. Afiliado a la CNT, perteneció al comité de empresa de euroseguros, la compañía de seguros vinculada al banco BBV (luego de anexarse Argentaria y pasar a ser el BBVA, se llamaría Axa Seguros). La etapa de payaso ya la había dejado atrás (de los dieciocho a los veintidós), la previa a asociarse a una compañía de teatro aficionado; en la que iban de a dos por los colegios y hospitales arrancando carcajadas y chuflas a los niños. Así que luchó porque se aplicara el convenio de la Banca no solo a los diez trabajadores fijos, sino a los ochenta contratados por obras y servicios, ya que concurría el desatino de sacarles un par de pagas anuales más haciendo el mismo o mayor trabajo. En cierta ocasión, su jefa, una tal Dolores Miranda, le conminó a hacer horas extras que no serían resarcidas económicamente. Las realizó en la esperanza de llegar a un acuerdo, pero, como no fue así, a la siguiente petición se negó. Entonces le hicieron el moving..., es decir, le putearon. Entre otras cosas le mandaron a un sótano a ordenar cajas con miles de recibos y facturas. Aquella deportación no surtiría efecto. Manejó las bajas médicas y los pleitos durante los siguientes cuatro años. Cuatro juicios ganó, y al marcharse cobró una cuantiosa indemnización. Por otro lado, durante una asamblea del sindicato, cuando ocurrió la escisión de la CNT en la CGT, manifestó su enfado por el giro de intereses, y rompió públicamente su carné.
  No dejamos de atisbar a través de la puerta el descanso de las barquitas de la caleta. La bajamar las recuesta sobre el arrecife emergente. El arranque de la mañana comenzará aquí, después de este placentero inspirar el amanecer en medio de conversaciones rutinarias. El tempranero sofocón en el Centro parece que ha remitido, aunque él mantuvo la calma, no dió muestras de alteración, más bien de un uso temerario de su cinismo, por el cual el Tito casi se le abalanza. Este bajó las escaleras poseído por la ira, señalándolo, advirtiéndole a voces que le dijera a la cara lo que tuviera que decir, no a mí, entre dientes. En absoluto pensé en una confidencia pusilánime. Otras veces ha habido disputas con el tema de los olores o el uso de la ducha, el Tito de protagonista. Las invectivas no las admito y en seguida me pongo de parte de Luis Manzano, señalándole que (cuando se inflama todavía más al otro llamarle caradura -con mirada tristona y conmiserativa- y apostrofar socarronamente que en vez de salir de la ducha envuelto en una toalla lo hará la próxima vez en abrigo de visón), él acaba de remedarle burlonamente el movimiento de la barba, lo que es equiparable a los desprecios que entiende le está dirigiendo. Como no hay entendimiento y el Tito está fuera de sí, voto por la ley del silencio, antes que mandarlos a comprobar la anchura de las calles. El Tito zanja la cuestión con una anotación chovinista y un apunte de enorme perspicacia: No vais a venir los de fuera a imponer vuestras normas a los gaditanos...  Además os damos mil vueltas en arte... Desde que te vi me caíste gordo y no te trago...
  Destapa de nuevo su cinismo en el club Caleta recordando el suceso. Tantos años de psicólogo para que alguien demuestre tanta perspicacia como para valorarlo de un vistazo: me caíste gordo y no te trago... El del olor es José Luis Listán, que ocupa la cama central de la habitación. Siempre sobrecargado de ropa y abalorios, parece que viste igual desde que abandonó el ejército y la campaña en los balcanes con los cascos azules. La vista de un campo poblado de cadáveres y miembros amputados debió trastornarle, o sencillamente el pastillaje que ingirió al salirse del ejército, o la indócil estancia carcelaria, o la paupérrima existencia callejera. Para Luis Manzano este es un bipolar y el otro un neurótico. Le reprocho el diagnóstico y me pone ejemplos; también él anda currado por el consumo de cocaína y la demencial evasión que le procuró a la muerte de la madre. Los tres están en Luz y Agua; ya podían entenderse para convivir pacíficamente en la misma habitación.
  A propósito de Luz y Agua accedió a hablar a unos colegiales que los visitaron. Crea la expectación de los buenos cuentistas, de los rapsodas que enuncian leyendas inverosímiles con final didáctico y conmovedor. Veis aquí... contó a la adolescente concurrencia..., Ante vosotros, un "señor" enchaquetado, limpio, culto... Pero dentro (se apuntó al pecho) hay un pobre desahuciado, sin techo, sin comida... Cuando vayáis -prosiguió con pausada cadencia de experto contador- por la calle y veáis en una esquina alguien desarrapado, sucio, vulgar... Pensad que dentro (se apuntó de nuevo al pecho)... hay un "señor"...
  Me convence de que el atún encebollado del club Caleta está riquísimo y de que le haría un gran favor dejándole pagado una tapa para antes del medio día (él no desayuna bollos ni cosas por el estilo, solo un café). Después comerá en una casa okupa de nombre La Higuera en Manuel Rancés donde le han invitado. Quizás en el futuro organice allí un taller de teatro. Le han hablado del variado plan que había en el Valcárcel antes de que lo clausuraran. Al avisar al camarero le dejo pagado no solo la tapa sino una cerveza, puesto que querrá beber algo. Me lo agradece mostrando una sonrisa abierta de dientes inferiores amarillos y desiguales, castigados por el tabaco y el antiguo consumo. El agradecimiento lo extiende no solo a este generoso estipendio sino a la compañía, al rato mañanero, a mi amabilidad. Es que ahí -le señalo el pecho- también hay un "señor".

miércoles, 10 de abril de 2013

Es una de esas cafeterías


  Es una de esas cafeterías de las cercanías de una administración en la plaza Asdrúbal, pequeña y con hervidero de panal, el televisor regando el subconsciente de imágenes violentas.
  Sale del cuarto de baño en delantal oscuro de lino, buscando circunvalar la barra para regresar al blanquecino camarote donde componer la parte sólida de los desayunos. Yo me acomodaba en ese momento. Entonces nos vemos y los ojos como platos con brillo de niño cuarentón entusiasmado me exige no un saludo, sino un abrazo. La sorpresa es mutua.
  Lo veo más gordo; buena señal. El pelo igual de firme pero más cano, la perilla con tiznes de plata. Las mismas gafas de siempre: de pasta oscura y fundidas al rostro.
  Al otro lado de la barra, en la tensión de alargarse hasta la carlinga de las harinas y retenerlo nuestra conversación me cuenta los cuatro años limpio, los controles de orina los miércoles y los grupos de terapia. Y que no tiene deudas de justicia, ni dependencia farmacológica, pero sí un cacho mensual que apartar de su sueldo para una deuda farragosa más la manutención de los hijos. A los hermanos (numerosos) los saldó con la venta de su cartera de seguros, por la que cobró veinticuatro mil euros.
  El dueño, que vigila la caja y atiende la clientela como el camarero, estudia por el rabillo del ojo su demora, aunque sin aparentar fastidio ni urgencia. Según me habla lo recuerdo también en las inmediaciones de su casa familiar en la calle San Pedro, de columnas y gárgolas, y del día que jugaba con niños, embobándolos con sus historias, convirtiendo el espacio en bullicio de duendes.
  Acudió al director de la clínica R, discípulo de su padre, a plantearle como deuda moral (directo, sin cortapisas) que mostrara con él la deferencia de colocarlo allí de cualquier cosa: celador, auxiliar... Las inspecciones le sirvieron de argumento al otro para excusarse, si bien, la falta de titulación ya no será óbice porque en este tiempo ha obtenido el de auxiliar de enfermería, y piensa contraatacar. Hace dos meses murió la madre de alzheimer; esta es la enfermedad en la que se ha especializado.
  El entusiasmo por vivir sobrepuja la terquedad del pasado, los malos vientos que soplaron cuando era un hijo rico cabraloca y gastador y los conflictos de pareja matratadora (la mujer a él) soliviantaban la plaza San Antonio. El diploma de manipulador de alimentos le ha servido para, por mediación de un cuñado, entrarlo aquí. La familia es ahora una red avenida; ahora que ya no es la rémora de la que todos huían como de un escándalo en ciernes.