El mal
olor de Laura Borja ahuyenta la concurrencia del comedor, ha dejado una estela
por las escaleras que hasta una mofeta saldría corriendo. Los señalamientos son
desmentidos por esta señora (porque no deja de ser una señora) ya que ella se lava,
y los reflejos de las insidiosas pituitarias responden a una subjetividad
injusta. A ver si es la ropa (o que ella se refiera a que se lava de año en
año). En efecto. Lo es. Y por eso conviene que esa bata (que parece rebañada de
zurrapa y manteca), y esos faldones (como los cortinajes de aquellos reyes, bajo
los que se peían) y esa blusa...
Esta
toalla es pequeña y no le llega para secarse la espalda, protesta Javier, el
mismo que a la jorobada le ha espetado insolentemente que él también está en la
calle, no le hable así cuando tenga que pedirle paso a la consigna de las
maletas. Es que solo quedan de esas, digo, y se retira perplejo a
regañadientes, sopesando nuevamente la longitud de la prenda, para volverse al
punto y, es su defecto, pedir (que nada tiene que ver con una espalda mojada)
un cinturón para el pantalón que le queda ancho y se le relaja. Lo cual queda
solventado con un trozo de cuerda de tender la ropa (subimos a la azotea) y una
maniobra de ajuste más propia de los judokas que amarran así el kimono.
Los
portazos tempraneros que despiertan a los durmientes no gustaron a Antonio Mele
cara-caballo. De Moham, el novio de Elvira (que ha venido de Sevilla a ver a su
niña, y la acompaña uno distinto cada vez). A Rachid siempre le coinciden las prisas
urinarias de los demás cuando está afeitándose, qué casualidad, y a los otros
no, y le reprochan que se alarga en el cuarto de baño, lo acapara, venga,
déjalo libre, lo que le enfurece sin que se le descomponga la gorra y chupa,
iros a la mierda, siempre a mí.
Mientras
Laura Borja ha subido a mudarse de ropa, en el comedor Ricardo de Afanas
interpela a Juan Cala acerca de los diez euros que su "parienta" ha
prestado a su "parienta" (la de él a la de él), que es muy inocente y
no le gusta que le tomen el pelo, y por eso con toda ingenuidad accedió, porque
le dijo que necesitaba comprarse un desodorante. Ellos se van mañana de viaje y
es verdad que no tiene la culpa de andar enferma, ingresada en Puerto Real,
pero comprenderá que es una putada, y lo normal es que se lo pida de una vez, y
cumpla. Permíteme, responde Juan Cala, que se lo pregunte a ella, hoy la
visito, yo no sabía nada, cosa de mujeres (seguramente la versión difiera), y
no se preocupe (con pausa de anarquista papal ex campeón de Full Contact) que
aunque viajen, con que les dejen la dirección, el dinero se lo envían (valiente
promesa; no lo va a creer; si le habrá enseñado la díscola crianza en un barrio
marginal de Sevilla).
El olor
se ha reducido considerablemente, a excepción de la prenda de la que se ha
resistido a desprenderse, los faldones y enaguas de la reina madre, así que
Laura Borja (la señora viejita gitana) ya campa con menos contaminación
ambiental a sus espaldas, mientras que José Listan, desde el ventanuco del
reparto comestible, embutido en sus fundas de excombatiente, pone cara
circunspecta y despreciativa al poeta Luis Manzano (Carita de Plata) porque le
ha contestado: Yo no toco lo que no es mío, al considerar que podía haber
retirado y guardado en su mesilla de noche unos papeles (¿oficiales del
ministerio de la guerra?) de evidente importancia que se había dejado por
medio.
Un tal
Raúl, de estreno en escapadas de ámbitos familiares y cobijo en Centro`s, me
revela confidencialmente (a la entrada de la cocina, zona prohibida),
preocupado, la alteración que ha advertido en Javier, compañero de habitación,
el de la cuerda al cinto y la toalla pequeña, por lo visto sonámbulo, que le ha
amenazado por cruzar media palabra de saludo (que es de los más normal y amanerado),
no se acerque a él y guarde las distancias que le parte la cara.
Ricardo
a Esperanza, gordita, acnosa (más retrasada documentalmente que él), en la
puerta de entrada, la amonesta por inocente (cómo se le ocurre prestar diez
euros), y lo hace con excesiva invectiva y furor machista que hay que moderar
como el árbitro de una contienda de pareja en el ring de los regaños hogareños.
Tito
interrumpe un canturreo y me urge que suba a un baño y lo inspeccione porque
está terriblemente...; y yo imagino cosas peores y de más pringue que las que
veo: el suelo encharcado, restos de papel higiénico conformando una refriega
reptiliana... El que haya sido no tiene educación, sentencia, que es verdad que
aquí vamos a tener que inaugurar prontamente un centro cívico y a él nombrarlo
docente de honor y ejemplo idiomático.
Ya
finaliza el amanecer, y Laura Borja se despide no sin trascender una huella de
lo que fue antes de la estampida inicial y recibir de Rachid la única sonrisa
que hoy, esta mañana, ensombrecida bajo la visera, decide donar. Ricardo retoma
con Juan Cala en la puerta, en la plaza, en los primeros pasos de las calles a
estrenar, la indisposición del prestamista, no se mosquee, compañero, pero
compréndalo, a ver si puede ser hoy (¡tú calla!, ordenando a Esperanza). Y
Carita de Plata dice adiós con una reverencia de barba socrática o más bien
homérico-perroflauta, que hoy tiene tres actuaciones recitadas, el día promete.
Solo queda José Listán por salir, cuyo arrastrar de pies tintinea el grueso
cascabel de arnés de caballo cervantino, despachando un último desdeño de su compañero
de habitación, poeta, artista, con voz soporífera y mostrándome la cartera
denegrida: "Artista... sá creío... ¡Artista, yo!; que, sin pedir, porque
lo tengo prohibido por Menchu (de Luz y Agua), mira los euros, de sentarme a la
entrada del seminario que los curas ya me conocen... ¡Artista!… ¡¿A los
gaditanos nos va a enseñá?!...”
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