Es
una de esas cafeterías de las cercanías de una administración en
la plaza Asdrúbal, pequeña y con hervidero de panal, el televisor
regando el subconsciente de imágenes violentas.
Sale
del cuarto de baño en delantal oscuro de lino, buscando circunvalar
la barra para regresar al blanquecino camarote donde componer la
parte sólida de los desayunos. Yo me acomodaba en ese momento.
Entonces nos vemos y los ojos como platos con brillo de niño
cuarentón entusiasmado me exige no un saludo, sino un abrazo. La
sorpresa es mutua.
Lo
veo más gordo; buena señal. El pelo igual de firme pero más cano,
la perilla con tiznes de plata. Las mismas gafas de siempre: de pasta
oscura y fundidas al rostro.
Al
otro lado de la barra, en la tensión de alargarse hasta la carlinga
de las harinas y retenerlo nuestra conversación me cuenta los cuatro
años limpio, los controles de orina los miércoles y los grupos de
terapia. Y que no tiene deudas de justicia, ni dependencia
farmacológica, pero sí un cacho mensual que apartar de su sueldo
para una deuda farragosa más la manutención de los hijos. A los
hermanos (numerosos) los saldó con la venta de su cartera de
seguros, por la que cobró veinticuatro mil euros.
El
dueño, que vigila la caja y atiende la clientela como el camarero,
estudia por el rabillo del ojo su demora, aunque sin aparentar
fastidio ni urgencia. Según me habla lo recuerdo también en las
inmediaciones de su casa familiar en la calle San Pedro, de columnas
y gárgolas, y del día que jugaba con niños, embobándolos con sus
historias, convirtiendo el espacio en bullicio de duendes.
Acudió
al director de la clínica R, discípulo de su padre, a plantearle
como deuda moral (directo, sin cortapisas) que mostrara con él la
deferencia de colocarlo allí de cualquier cosa: celador, auxiliar...
Las inspecciones le sirvieron de argumento al otro para excusarse, si
bien, la falta de titulación ya no será óbice porque en este
tiempo ha obtenido el de auxiliar de enfermería, y piensa
contraatacar. Hace dos meses murió la madre de alzheimer; esta es la
enfermedad en la que se ha especializado.
El
entusiasmo por vivir sobrepuja la terquedad del pasado, los malos
vientos que soplaron cuando era un hijo rico cabraloca y gastador y
los conflictos de pareja matratadora (la mujer a él) soliviantaban
la plaza San Antonio. El diploma de manipulador de alimentos le ha
servido para, por mediación de un cuñado, entrarlo aquí. La
familia es ahora una red avenida; ahora que ya no es la rémora de la
que todos huían como de un escándalo en ciernes.
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