viernes, 3 de mayo de 2013

Revuelve en la libreta




  Revuelve en la libreta, esta vez no busca un poema sino una carta dirigida al director que le han publicado en un diario de estreno: El Independiente de Cádiz. Conserva el periódico pero prefiere leérmela (en vez que yo lo haga) porque le han cambiado algunas cosas, aparte de la firma y la procedencia (Cara de Plata en vez de Carita; Puerto Real en vez de Cádiz). Es, en prosa poética, su particular homenaje a la muerte de José Luis Sampedro (una mueca socarrona me fustiga cuando le reprocho la falta de inspiración para con la Thacher y la Montiel, muertes acaecidas el día antes). Estaba en el bar Flamingo cuando se la comunicaron. Inmediatamente le vinieron estas líneas, que se resisten a asomar de su manoseada libreta. La busca con la avidez de un niño entusiasmado y, ante la momentánea frustración por su resistencia a asomar, le enfada el jaleo a la puerta de entrada del bar Cortés. Entonces se interrumpe y derrama las floridas y detonantes palabras del comienzo del Don Juan Tenorio: “¡Cuán gritan esos malditos! Pero, ¡mal rayo me parta si en concluyendo la carta no pagan caros su gritos!”

  El bar está en la Viña y, a tenor del surtido de fotografías donde aparece el chico que nos ha servido en la barra, debió haber emprendido una cierta carrera a lo Andy y Lucas. El modesto éxito le ha debido servir para promover este local, y mantener el contacto o la referencia con otros jóvenes famosos. Si Luis Manzano recita, el otro no le va a la zaga al arrancarse con alguna copla carnavalera. Hay una especie de forillo de teatro por donde se accede a los baños, muy del corte de fachada de pueblo de la serranía, con una guitarra apuntando desde lo alto. Por fin encuentra el escrito, y lee.

  Asoman las referencias a sus obras (La sonrisa etrusca, La vieja sirena...), así como a su propia persona, modelo de referencia de una generación de jóvenes (aquellos que se concitaron en una comuna en un chalé de urbanización de lujo madrileña y celebraban distendidos cenáculos literarios, impregnados del humo de la marihuana).

  Está en su línea, sentida y enjundiosa; qué puedo juzgar yo, cuando recientemente le han brindado uno de los mejores piropos de su vida de poeta.

  Sucedió en la Isleta, preámbulo de la ruta Quiñones, que reunió a artistas y poetas locales. Todos le señalaban como novedad recientemente incorporada a sus actos y tertulias (acudió a la cafetería del hotel Victoria el día que se hablaba de Alejandro Cassona. Lo descubrió de joven, al golpear con el pie un libro caído en el suelo. Natacha. La primera obra de teatro que leyó. La que le indujo el amor a este arte.) Había preparado la lectura de un soneto de Fernando Quiñones, del libro Poemas flamencos, con unas letras entre medio de las estrofas que él juzgó debían ser cantadas. A su lado tañía la guitarra un socio que se ha buscado. Gustó, y a continuación le solicitaron algo propio. Entonces desenfundó su poesía más caletera, la del diálogo entre San Sebastián y Santa Catalina, mientras él entrevera su nostalgia y tristeza con el sufrimiento de una gaviota de ala rota. Los aplausos que siguieron al terminar fueron silenciados al ponerse de pie Nadia, la mujer de Quiñones. Lo que dijo le emocionó: "Esa poesía la hubiera firmado mi marido".

  No solo Nadia lo ha invitado a que un día acuda a almorzar a su casa de Chiclana sino que le ha propuesto publicar a través de la Fundación Quiñones. La conmoción no le ha sacado aún del aturdimiento, es demasiado honor, y, por descontado, no contradice su ancestral rechazo a la subordinación que exige cualquier editorial. De un tiempo a esta parte se conforma con airear las poesías y pasar la gorra. El consagrado poeta andaluz Domingo Faílde ha afirmado que Homero sería hoy el equivalente a un perroflauta (luego otros se dedicaron a registrar su obra).

  Le pega más la chaquetilla de pana que la de ejecutivo, casa más con su pasada y digna bohemia sofisticada. Luce en la pechera una chapa de Chaplin que le han regalado (parece un Sheriff), también saca del bolsillo una piedra redonda minuciosamente pintada por una hippy y un mineral de cuarzo de unas minas de Brasil. La humedad empaña sus ojos cuando dice que la hija va a viajar a finales del próximo mes, junto a un guitarrista, para unírsele al baile en alguno de sus recitales. Por supuesto a ella (y al hijo árbitro de baloncesto) oculta su estancia en un centro, no el nuestro, del que ha sido apeado por una movida.

  Me da su versión, desmintiendo que José Listán le hubiera sacado ninguna navaja. Es verdad que le amenazó con rajarle, pero sin mostrar ningún arma. En la habitación se habían echado a dormir y el otro había colocado su fétido calzado bajo la mesilla de noche, irradiándole el olor por la cercanía. Le pidió que los sacara fuera de la habitación, y, como rehusó, lo hizo él mismo, levantándose pausadamente. Según se arropaba de nuevo entre las sábanas, la aparatosa mole de José Listán se levantaba para retornarlos a su origen. Luis Manzano decidió vestirse para marchar, y José Listán le encaró con ojos desorbitados llamándolo chivato, pues suponía que bajaba a quejarse al vigilante. El surtido de amenazas proferidas por aquella mole jadeante obedeció a la presunción de que alguien pueda fracturar la imagen de sacrificio y abnegación que se ha forjado de cara a trabajadores sociales, monitores, etc. A la mañana siguiente (después de pasar la noche Luis en casa de una amiga, Francesca, trabajadora de la Isleta; solo esa noche), confrontaron la situación en el grupo de terapia de Luz y Agua, de resultas del cual Luis abandonaría el Centro y a José Listán se le imponía una sanción de seis días de exclusión (que pasaría en su colchoneta playera en el paseo Canalejas).

  No quedó ahí la cosa. En el momento de aparecer a por su equipaje por el Centro bastó un cruce de miradas para que José Listán se transformara en un airado energúmeno que no alcanzó su objetivo por la barrera que interpusieron los trabajadores. A Luis Manzano no le amedrentó la situación. Muy graciosamente se despoja de las gafas, descansándolas sobre la mesa de los cafés, se coloca erguido y, con mímica japonesa, acomete al aire unos visajes, patada en los cataplines, incluida. “Dieciocho años de Taikwondo”, sentencia. “Un auténtico profesor Miyagi”, apruebo yo.

  Ahora duerme en C.H., donde parece que Crisolo ha recapacitado desde la fricción que tuvieron en carnaval. Se disculpó, justificando que su llamada de atención al aparecer disfrazado (de erizo filósofo) era una advertencia usual, para evitar que los usuarios se extralimiten en tiempos de fiesta.

  Si le puedo prestar..., me pide, antes de despedirnos. Le advierto que lo tome como una inversión, o un anticipo por su futuro libro, o por la entrada al espectáculo que organice con su hija. Ya que la gorra ha decidido dejar de pasarla desde que Nadia le ha presentado a los dueños del Pay-pay, el café Levante, etc. etc., a donde espera le llamen.

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