Revuelve
en la libreta, esta vez no busca un poema sino una carta dirigida al director
que le han publicado en un diario de estreno: El Independiente de Cádiz.
Conserva el periódico pero prefiere leérmela (en vez que yo lo haga) porque le
han cambiado algunas cosas, aparte de la firma y la procedencia (Cara de Plata
en vez de Carita; Puerto Real en vez de Cádiz). Es, en prosa poética, su
particular homenaje a la muerte de José Luis Sampedro (una mueca socarrona me
fustiga cuando le reprocho la falta de inspiración para con la Thacher y la Montiel, muertes acaecidas
el día antes). Estaba en el bar Flamingo cuando se la comunicaron.
Inmediatamente le vinieron estas líneas, que se resisten a asomar de su
manoseada libreta. La busca con la avidez de un niño entusiasmado y, ante la
momentánea frustración por su resistencia a asomar, le enfada el jaleo a la
puerta de entrada del bar Cortés. Entonces se interrumpe y derrama las floridas
y detonantes palabras del comienzo del Don Juan Tenorio: “¡Cuán gritan esos
malditos! Pero, ¡mal rayo me parta si en concluyendo la carta no pagan caros su
gritos!”
El bar
está en la Viña
y, a tenor del surtido de fotografías donde aparece el chico que nos ha servido
en la barra, debió haber emprendido una cierta carrera a lo Andy y Lucas. El
modesto éxito le ha debido servir para promover este local, y mantener el contacto
o la referencia con otros jóvenes famosos. Si Luis Manzano recita, el otro no
le va a la zaga al arrancarse con alguna copla carnavalera. Hay una especie de
forillo de teatro por donde se accede a los baños, muy del corte de fachada de
pueblo de la serranía, con una guitarra apuntando desde lo alto. Por fin
encuentra el escrito, y lee.
Asoman
las referencias a sus obras (La sonrisa etrusca, La vieja sirena...), así como
a su propia persona, modelo de referencia de una generación de jóvenes
(aquellos que se concitaron en una comuna en un chalé de urbanización de lujo
madrileña y celebraban distendidos cenáculos literarios, impregnados del humo
de la marihuana).
Está en
su línea, sentida y enjundiosa; qué puedo juzgar yo, cuando recientemente le
han brindado uno de los mejores piropos de su vida de poeta.
Sucedió
en la Isleta,
preámbulo de la ruta Quiñones, que reunió a artistas y poetas locales. Todos le
señalaban como novedad recientemente incorporada a sus actos y tertulias
(acudió a la cafetería del hotel Victoria el día que se hablaba de Alejandro
Cassona. Lo descubrió de joven, al golpear con el pie un libro caído en el
suelo. Natacha. La primera obra de
teatro que leyó. La que le indujo el amor a este arte.) Había preparado la
lectura de un soneto de Fernando Quiñones, del libro Poemas flamencos, con unas letras entre medio de las estrofas que
él juzgó debían ser cantadas. A su lado tañía la guitarra un socio que se ha
buscado. Gustó, y a continuación le solicitaron algo propio. Entonces desenfundó
su poesía más caletera, la del diálogo entre San Sebastián y Santa Catalina,
mientras él entrevera su nostalgia y tristeza con el sufrimiento de una gaviota
de ala rota. Los aplausos que siguieron al terminar fueron silenciados al
ponerse de pie Nadia, la mujer de Quiñones. Lo que dijo le emocionó: "Esa
poesía la hubiera firmado mi marido".
No solo
Nadia lo ha invitado a que un día acuda a almorzar a su casa de Chiclana sino
que le ha propuesto publicar a través de la Fundación Quiñones.
La conmoción no le ha sacado aún del aturdimiento, es demasiado honor, y, por
descontado, no contradice su ancestral rechazo a la subordinación que exige
cualquier editorial. De un tiempo a esta parte se conforma con airear las
poesías y pasar la gorra. El consagrado poeta andaluz Domingo Faílde ha
afirmado que Homero sería hoy el equivalente a un perroflauta (luego otros se
dedicaron a registrar su obra).
Le pega
más la chaquetilla de pana que la de ejecutivo, casa más con su pasada y digna
bohemia sofisticada. Luce en la pechera una chapa de Chaplin que le han
regalado (parece un Sheriff), también saca del bolsillo una piedra redonda
minuciosamente pintada por una hippy y un mineral de cuarzo de unas minas de Brasil.
La humedad empaña sus ojos cuando dice que la hija va a viajar a finales del
próximo mes, junto a un guitarrista, para unírsele al baile en alguno de sus
recitales. Por supuesto a ella (y al hijo árbitro de baloncesto) oculta su
estancia en un centro, no el nuestro, del que ha sido apeado por una movida.
Me da su
versión, desmintiendo que José Listán le hubiera sacado ninguna navaja. Es
verdad que le amenazó con rajarle, pero sin mostrar ningún arma. En la
habitación se habían echado a dormir y el otro había colocado su fétido calzado
bajo la mesilla de noche, irradiándole el olor por la cercanía. Le pidió que
los sacara fuera de la habitación, y, como rehusó, lo hizo él mismo, levantándose
pausadamente. Según se arropaba de nuevo entre las sábanas, la aparatosa mole
de José Listán se levantaba para retornarlos a su origen. Luis Manzano decidió
vestirse para marchar, y José Listán le encaró con ojos desorbitados llamándolo
chivato, pues suponía que bajaba a quejarse al vigilante. El surtido de
amenazas proferidas por aquella mole jadeante obedeció a la presunción de que alguien
pueda fracturar la imagen de sacrificio y abnegación que se ha forjado de cara
a trabajadores sociales, monitores, etc. A la mañana siguiente (después de
pasar la noche Luis en casa de una amiga, Francesca, trabajadora de la Isleta; solo esa noche),
confrontaron la situación en el grupo de terapia de Luz y Agua, de resultas del
cual Luis abandonaría el Centro y a José Listán se le imponía una sanción de
seis días de exclusión (que pasaría en su colchoneta playera en el paseo
Canalejas).
No quedó
ahí la cosa. En el momento de aparecer a por su equipaje por el Centro bastó un
cruce de miradas para que José Listán se transformara en un airado energúmeno
que no alcanzó su objetivo por la barrera que interpusieron los trabajadores. A
Luis Manzano no le amedrentó la situación. Muy graciosamente se despoja de las
gafas, descansándolas sobre la mesa de los cafés, se coloca erguido y, con
mímica japonesa, acomete al aire unos visajes, patada en los cataplines,
incluida. “Dieciocho años de Taikwondo”, sentencia. “Un auténtico profesor Miyagi”,
apruebo yo.
Ahora
duerme en C.H., donde parece que Crisolo ha recapacitado desde la fricción que
tuvieron en carnaval. Se disculpó, justificando que su llamada de atención al
aparecer disfrazado (de erizo filósofo) era una advertencia usual, para evitar
que los usuarios se extralimiten en tiempos de fiesta.
Si le
puedo prestar..., me pide, antes de despedirnos. Le advierto que lo tome como
una inversión, o un anticipo por su futuro libro, o por la entrada al
espectáculo que organice con su hija. Ya que la gorra ha decidido dejar de
pasarla desde que Nadia le ha presentado a los dueños del Pay-pay, el café
Levante, etc. etc., a donde espera le llamen.
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