viernes, 17 de mayo de 2013

Les he dado cinco euros




  Les he dado cinco euros, y he creado tal rebozo y consternación, que su vacilación y sonrisas ha sido todo un regalo. Por supuesto, me deben una invitación a desayunar cuando cobren sus pagas.

  Nos hemos despedido en la plaza del Mercado de Abastos, cuando está solitaria un amanecer no laboral y el sol la tiñe de un brillo fresco. Hoy la señora que les lava la ropa (¿cómo puede una señora simpatizarles hasta el punto de comprometerse a lavarles la ropa asiduamente?) no les invita a desayunar, pero sí a una tortilla de patatas, que recogerán al mediodía en un tapperware y se comerán en la plaza de Capuchinos. Ellos no suelen mendigar, son jóvenes (él 42, ella 36): "Mi parienta...", dice Juan Cala con esa mirada fija que sobrepuja la dificultad con las palabras, "... es que cae muy bien". O sea, Verónica. La que es ingresada en la unidad de agudos de Puerto Real cuando sufre ideación autolítica o trastorno de la personalidad o pánicos nocturnos al rememorar una violación.

  Desconozco si siguen ocupando esa casa que discretamente han asaltado, sigilosos, sin ruidos, para no pasar el día deambulando, agotándolos el exceso de ociosidad y callejeo. Hay en ellos una inapelable convicción de que eso está bien hecho, cuanto que el piso está desocupado y sin uso, y ellos lo cuidan y lo desalojarán si los descubren o lo reclama el dueño. Juan Cala afirmó una vez: "Los osos buscan una cueva para dormir..." Interesante tesis, trasladable al ecosistema urbano.

  Verónica duerme de forma irregular y yo vigilo que sus ojos no estén excesivamente empañados cuando sale a fumar, descansando su gordura contra la puerta de entrada, frente al silencio de los algarrobos de la plazoleta, el pelo liso y largo con una escarpadura propia del norte, como es su habla. Por la mañana informo a Juan Cala de sus comparecencias nocturnas y valoramos su estado anímico cuando baja a desayunar y le da los buenos días y le besa. Muchas mañanas él ha desayunado solo mientras ella estaba ingresada en Puerto Real. Una de ellas me contó, sin insinuar nada, que iría seguidamente a la estación de autobuses a pedir hasta que le dieran un par de euros para poder coger el autobús y pasar el día con ella, lo cual, según el psiquiatra, le resultaba muy saludable. Imaginé si yo estuviera en la parada y me abordara, cómo reaccionaría de no conocerlo. Seguramente haría un gesto esquivo y levemente fastidioso para quitármelo de encima. Esa mañana le di dos euros y, aunque no quiso aceptarlos, al fin los tomó y me brindó una sonrisa de oso pecoso que aún no he olvidado.

  La noche que me inició en su vida y el encuentro con Verónica comenzó así: "Los dos coincidimos en ser hijos adoptados... que, por lo que sea, luego hemos roto con nuestras familias..." La familia de ella fue más estable y duradera, pero, a la postre, no le marcó el camino que ella hubiera preferido (era una excelente estudiante) y debilitó el vínculo hasta romperlo. Lo de la droga y la sobredosis vino después; pero ya está curada de las pastillas. Juan Cala lo tenía más fácil: pasó de familia en familia cada dos a cuatro años, así que, al alcanzar la mayoría de edad, renegó de todas. No recuerdo si el Full Contact le sirvió para competir o hacer de guarda espaldas, lo que sí que su trabajo de peón en Marbella en la época de Jesús Gil le sirvió para costearse un piso en Jerez.

  Este piso, según me han contado mientras caminábamos hasta la plaza del Mercado de Abastos, es el que él piensa recuperar y poner a la venta, para impulsar su vida juntos. Lo ocupa la madre de su hija, que no su mujer (no se casó), y la propia hija, que ya ha cumplido los dieciocho años, edad en que, según la sentencia dictada hace diez años, prescribe lo del "uso y disfrute". Él dice que se lleva bien con la hija (aunque no vislumbro que la visite ni tenga trato) y que, de vender el piso, se iría a vivir con los abuelos o con la madre, a donde ésta recalara. El caso, insiste, es que se trata de una propiedad suya, que puede incentivar una mejoría en sus vidas y conformar un sueño. Más detalles sobre esta extraña situación son sesgados o dispensados por mí, como la justificación de la orden de alejamiento también contenida en la sentencia (por cierto, que no está en su poder, al perder todos sus papeles durante no sé cual viaje).

  Les he dado cinco euros sin saber por qué, un acto reflejo e injustificable, en el momento de despedirnos en la plaza del Mercado de Abastos. Me he llevado conmigo, no todo lo farragoso de sus historias, sino ese rebozo y consternación que les he causado, al remedar a la vecina que otros días les invita y hoy solo les corresponde con una tortilla de patatas al mediodía. Otra mañana Juan Cala me dijo, después de que Verónica bajara ojerosa y exhausta tras una noche turbulenta a causa de las pesadillas, que un comentario simpático mío, le había arrancado la primera sonrisa en muchos días. Será pues este mi interés. Al hacer algún comentario simpático o desprenderme oportunamente de alguna calderilla hago acopio de sonrisas. Es acaso un vicio adquirido provocar este tácito cambalache; si no, no hay trato. Había un militar, ya jubilado, cristiano y todo eso tan respetable, que aducía: "Contra el vicio de pedir, la virtud de no dar". Qué virtud más extraña. Entonces debe ser que contra la virtud de no pedir, se te puede contagiar el vicio de dar.

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