Les he
dado cinco euros, y he creado tal rebozo y consternación, que su vacilación y
sonrisas ha sido todo un regalo. Por supuesto, me deben una invitación a
desayunar cuando cobren sus pagas.
Nos
hemos despedido en la plaza del Mercado de Abastos, cuando está solitaria un
amanecer no laboral y el sol la tiñe de un brillo fresco. Hoy la señora que les
lava la ropa (¿cómo puede una señora simpatizarles hasta el punto de comprometerse
a lavarles la ropa asiduamente?) no les invita a desayunar, pero sí a una
tortilla de patatas, que recogerán al mediodía en un tapperware y se comerán en
la plaza de Capuchinos. Ellos no suelen mendigar, son jóvenes (él 42, ella 36):
"Mi parienta...", dice Juan Cala con esa mirada fija que sobrepuja la
dificultad con las palabras, "... es que cae muy bien". O sea, Verónica.
La que es ingresada en la unidad de agudos de Puerto Real cuando sufre ideación
autolítica o trastorno de la personalidad o pánicos nocturnos al rememorar una
violación.
Desconozco
si siguen ocupando esa casa que discretamente han asaltado, sigilosos, sin
ruidos, para no pasar el día deambulando, agotándolos el exceso de ociosidad y
callejeo. Hay en ellos una inapelable convicción de que eso está bien hecho,
cuanto que el piso está desocupado y sin uso, y ellos lo cuidan y lo desalojarán
si los descubren o lo reclama el dueño. Juan Cala afirmó una vez: "Los
osos buscan una cueva para dormir..." Interesante tesis, trasladable al
ecosistema urbano.
Verónica
duerme de forma irregular y yo vigilo que sus ojos no estén excesivamente empañados
cuando sale a fumar, descansando su gordura contra la puerta de entrada, frente
al silencio de los algarrobos de la plazoleta, el pelo liso y largo con una
escarpadura propia del norte, como es su habla. Por la mañana informo a Juan
Cala de sus comparecencias nocturnas y valoramos su estado anímico cuando baja
a desayunar y le da los buenos días y le besa. Muchas mañanas él ha desayunado
solo mientras ella estaba ingresada en Puerto Real. Una de ellas me contó, sin
insinuar nada, que iría seguidamente a la estación de autobuses a pedir hasta
que le dieran un par de euros para poder coger el autobús y pasar el día con
ella, lo cual, según el psiquiatra, le resultaba muy saludable. Imaginé si yo
estuviera en la parada y me abordara, cómo reaccionaría de no conocerlo. Seguramente
haría un gesto esquivo y levemente fastidioso para quitármelo de encima. Esa mañana
le di dos euros y, aunque no quiso aceptarlos, al fin los tomó y me brindó una
sonrisa de oso pecoso que aún no he olvidado.
La noche
que me inició en su vida y el encuentro con Verónica comenzó así: "Los dos
coincidimos en ser hijos adoptados... que, por lo que sea, luego hemos roto con
nuestras familias..." La familia de ella fue más estable y duradera, pero,
a la postre, no le marcó el camino que ella hubiera preferido (era una
excelente estudiante) y debilitó el vínculo hasta romperlo. Lo de la droga y la
sobredosis vino después; pero ya está curada de las pastillas. Juan Cala lo tenía
más fácil: pasó de familia en familia cada dos a cuatro años, así que, al
alcanzar la mayoría de edad, renegó de todas. No recuerdo si el Full Contact le
sirvió para competir o hacer de guarda espaldas, lo que sí que su trabajo de peón
en Marbella en la época de Jesús Gil le sirvió para costearse un piso en Jerez.
Este
piso, según me han contado mientras caminábamos hasta la plaza del Mercado de
Abastos, es el que él piensa recuperar y poner a la venta, para impulsar su
vida juntos. Lo ocupa la madre de su hija, que no su mujer (no se casó), y la
propia hija, que ya ha cumplido los dieciocho años, edad en que, según la sentencia
dictada hace diez años, prescribe lo del "uso y disfrute". Él dice que se lleva bien
con la hija (aunque no vislumbro que la visite ni tenga trato) y que, de vender
el piso, se iría a vivir con los abuelos o con la madre, a donde ésta recalara.
El caso, insiste, es que se trata de una propiedad suya, que puede incentivar
una mejoría en sus vidas y conformar un sueño. Más detalles sobre esta extraña
situación son sesgados o dispensados por mí, como la justificación de la orden
de alejamiento también contenida en la sentencia (por cierto, que no está en su
poder, al perder todos sus papeles durante no sé cual viaje).
Les he
dado cinco euros sin saber por qué, un acto reflejo e injustificable, en el
momento de despedirnos en la plaza del Mercado de Abastos. Me he llevado
conmigo, no todo lo farragoso de sus historias, sino ese rebozo y consternación
que les he causado, al remedar a la vecina que otros días les invita y hoy solo
les corresponde con una tortilla de patatas al mediodía. Otra mañana Juan Cala
me dijo, después de que Verónica bajara ojerosa y exhausta tras una noche turbulenta
a causa de las pesadillas, que un comentario simpático mío, le había arrancado
la primera sonrisa en muchos días. Será pues este mi interés. Al hacer algún
comentario simpático o desprenderme oportunamente de alguna calderilla hago
acopio de sonrisas. Es acaso un vicio adquirido provocar este tácito cambalache;
si no, no hay trato. Había un militar, ya jubilado, cristiano y todo eso tan
respetable, que aducía: "Contra el vicio de pedir, la virtud de no
dar". Qué virtud más extraña. Entonces debe ser que contra la virtud de no
pedir, se te puede contagiar el vicio de dar.
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