La
pastilla va haciendo efecto y su verborrea de invectivas e iniquidades va
decreciendo o más bien derivando hacia cuentos más amables e incluso chistes
sin lógica en los finales.
-Acababa
algo así. El loro crucificado por el butanero le dice al cristo: ¿tú cuánto
tiempo llevas aquí?
No
divaga sino que revienta toda su historia de azotes y calvarios espoleada por
el envenenamiento que han hecho otras y que operan más por lo bajo insuflándole
su propio malestar. Ellas tampoco están dispuestas a compartir cuarto con
Saray, la aguerrida travesti cordobesa, siempre esgrimiendo la
"descriminación". Al fin ha reprobado el mostrarse en paños menores
con la braguita señalada por detrás y por delante o las mallas coloridas de
bailarina y el insinuarse coactivamente.
-Porque
es un tío. Y le gustan más los chochos que las porras.
Todo eso
de que agredió a la alcaldesa de Arcos es cierto, trabajando de limpiadora. Y
que se defendió de la intervención policial esgrimiendo un cuchillo. Y que se
ha peleado con la tía octogenaria de la Viña. Por tanto, es un caso complicado.
El
trastorno mental es indefinido quizás porque ella misma ha hecho caso omiso a
la recomendación de un examen más minucioso. Todo empezó con un corte brutal:
el divorcio. Y aunque le dieron la custodia de los hijos, acabaron en Sanlúcar
con el padre por decreto de los servicios sociales y su consentimiento.
La
pastilla solo sobrepuja momentáneamente esta olla que se destapa con la presión
del envenenamiento que ella misma certifica con sus fijaciones. Porque la loca
no calla, sino que acumula y acumula hasta que no puede más y revienta. Y las
otrora amigas, hoy son enemigas incontestables.
Es
increíble como dentro del imparable torbellino comienza a haber un
asentamiento, una coherencia, un aquietamiento, hasta amanecer la sonrisa en la
boca de pintura descorrida y rudimentos de representación alegre sin el apoyo
de la muleta rosa. No era, pues, una divagación aleatoria, inconexa. Hay una ilación
como el envoltorio armónico y sinuoso de un ruido de fondo.
A la
noche siguiente está sentada en los escalones del colegio de Capuchinos, el
antiguo manicomio. Los bártulos alrededor y los surcos de unas lágrimas de
cólera en las mejillas tras haberla conminado la Policía Local a
abandonar el Centro. Fue imposible ganarle otra batalla a la miseria.