No soporta el olor del dormitorio.
Dice:
- ¡Los
peos que se tira!
Señala a
Jesús Moreno, dormido, pálido, apacible y chupado de rostro, en la cama
contigua a la suya, separada por sendas mesillas de noche, arropado por la
colcha anaranjada hasta el cuello.
No es
solo ese olor sino el de la enfermedad adherida como una piel de caliza seca,
insuficiencias de órganos vitales que perfuman un hedor de fosa para gatos
atropellados en carretera.
- ¿Por
qué no abres la ventana?
Jesús
Romero se ha sentado en los peldaños de la escalera, se agita el pelo con la
mano, la boca circunspecta rodeada de perilla, la mirada esquiva y frustrada.
-
Entonces le entra frío -. Reflexiona y añade hosco-. Si yo lo comprendo. Me
tengo que aguantar.
- Pues
deja la puerta abierta un rato. Voy a traer el ambientador.
Zuazo
sale al pasillo con su mole de peonza invertida aplastada por la gravedad, la
faja bajo la camiseta ocultado las bolsas para las heces, no siempre la
enfermedad de Crohn provoca esta solución quirúrgica. He vigilado que no fumara
con Yonathan el porro que habían preparado en la esquina de la plaza, el
sospechoso cigarrito del último minuto antes del cierre. Al atisbarlos en la diagonal
opuesta, en vez de a la puerta de entrada, la sospecha se hizo evidente. No
sentí interrumpirlos, por el abuso de confianza.
Asoma a
la habitación de los jesuses y acciona la napia desde el vano de la puerta, se
solidariza con el Jesús que está sentado en los escalones:
- Sí que
huele peste.
No hay
comentarios, huelga su veredicto aprofesional, su chulesca intromisión.
Indiferente, se pierde en la oscuridad de su dormitorio, donde abultan sus
compañeros en las respectivas camas.
Traigo
el ambientador y se lo paso a Jesús Romero. Rocía el espacio del dormitorio,
crea una secuencia de nubes de motitas que en su caída suave pretenden aplastar
como un pistón la predicada peste. En el lecho el foco irradiador permanece
dormido, sumido en el cansancio de la jornada, las revueltas por los callejones
a golpes de muleta, sin ver perfiles por la ceguera. Me devuelve el ambientador,
y se encierra para acostarse en el hermético frasco-dormitorio de la mezcla.
Por la
mañana le alargo el cola cao e intento, frente a su sempiterna protesta por la
insuficiente temperatura de la leche, demostrarle lo contrario tentando el
vaso. Niega la posibilidad de rectificar o corregir. Se lo bebe a sorbos rápidos
para demostrar:
- Si
estuviera caliente no me lo hubiera podido beber del tirón.
A lo
mejor su paladar está estragado como la pituitaria condenada al mal olor
durante la noche.
La fosca
antipatía de Jesús Romero es inofensiva mientras no sobrepase el umbral de
resistencia que está en concordancia con la esperanza de irse a un piso
compartido en Puntales.
Hoy toca
baratillo, y me extrañó que no indicara levantarlo a las seis y media para
coger el sitio y montar el puesto. Le pregunto al respecto.
- Es que
ya tenemos licencia.
Me la
muestra. Es un folio amarillo encabezado por su foto y los datos que lo acreditan.
Las licencias las han expedido gratuitamente a los que han demostrado
asiduidad, lo que favorece el no tener que pugnar por el sitio, cada cual tiene
asignado el suyo. Ya le compré libros una vez, y me asegura que sigue teniendo.
Después
del cierre y de haber calmado un ataque de furor dominical que ha afectado a
Saray, el travesti, transformándolo momentáneamente en una máquina asesina,
busco en el baratillo a Jesús Romero.
Me
muestra el expositorio a ras de suelo y me pregunta si tengo una mesa de playa,
o eso, o una tabla y sus apoyos. No puede extenderse demasiado y por eso le han
quedado artículos guardados en una caja. Lo que expone son cables, clavijas, móviles
viejos, etc. No veo libros.
- Yo venía
a comprarte un par de libros.
- Espera.
A ver en la caja.
Remira
por el fondo metiendo el brazo como el mariscador caletero en las grietas de
las rocas.
- El que
me queda ya me dijiste que lo tenías. El Silencio de los corderos.
- ¿No
tienes más?
Quedo
cariacontecido. No he venido más que para gastar en los libros que él pudiera
vender. Con desparpajo me explica algunas alternativas para otro día, que no me
convencen. Le hago la broma.
- Me
parece que voy a seguir sirviéndote el cola cao frío por las mañanas.
Su risa
es una carcajada seca con mueca de complicidad.
- Qué
cabrón ¿no?
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