lunes, 25 de febrero de 2013

Lo han apodado Al Pacino



  A Marco Brodi lo han apodado Al Pacino y ha hecho gracia. Mezcla español e italiano. La voz es un susurro difícil de inteligir, habla pausado, forzando una extinta entonación. El aspecto nada tiene que ver con el actor, pero sí su aire de padrino, de jefe mafioso; de hombre capaz de ordenar impasiblemente la muerte de otros sin que le salpique la sangre, de decretar su fatal destino con sobriedad existencial por el mero hecho de estorbarle en los negocios. Esto es solo una impresión muy forzada, ¿capito? Marco Brodi no tiene familia, no tiene secuaces que ejecuten sus órdenes. Lo que tiene es pinta de un indigente bastante castigado por la hepatitis o la cirrosis o lo que quiera que sea que le impide desenvolverse, hablar claro, asearse; que le hincha la tripa desmesuradamente, que trasciende un fétido olor. El informe médico en un sobre marrón preserva estos detalles para que los técnicos valoren la pertinencia de mantenerlo en el Centro o derivarlo a un lugar más apropiado.
  Entretanto Marco Brodi causa una perturbación que desata la crueldad inconsciente que late en algunos. Ya habían aflorado las protestas por su hedor, contrarrestadas con las pertinentes indicaciones de los cuidadores para que se duchara, obedeciendo con pausa siciliana y torpeza de hepático. Ahora de mañana enciende luces y jadea con pequeños movimientos media hora antes de la hora del despertar general, lo que molesta a Mohamed, no así a Juan Sala, que ha iniciado hace media hora sus particulares abluciones y comenta que durante la noche se levantó a mear y quedó a medias de un trompazo, agarrándose de rodillas a su cama. Mohamed ha entrado el día antes y baja colérico a pedir la intervención del cuidador, pues es intolerable la prematura interrupción del descanso. Le hago bajar la voz no extienda innecesariamente dicha interrupción a todo el Centro. Los refunfuños perduran una vez embozado en su catre, el tercero, mientras yo me devano por terminar de vestir a Marco, al que se le saltan las lágrimas durante la fallida tentativa de calzarse los pantalones. De la habitación de enfrente emerge Sergio Águila, cuyos "tiene cojones" había escuchado tamizados por la puerta y también he de aminorar junto a sus trazas vehementes, porque ya no hay escándalo que venga a cuento.
  Sergio Águila es andaluz pero ha estado diez años en Cataluña donde ha dejado dos hijos al cuidado de la madre. De Cataluña no puede hablar bien, porque, según él, le han echado. Le han hecho sentir extranjero. La información es tan imprecisa como vehemente e iracunda su exposición del día antes, cuando, a la vez, le sobrevinieron unos arrebatos de furor frente al televisor, donde el menor de los calificativos de los políticos que desfilaron por la pantalla era "hijos de puta", combinados con unas crispadas flexiones de brazo cuyo puño apuntaba a un odioso rostro imaginario. También un famoso futbolista fue objeto de este misérrimo odio. El discurso de aquella desatenta extranjería vino a derivar en la reivindicación de "su" tierra penosamente infestada de moros, que no han de anticiparse a sus derechos.
  Mientras Marco Brodi reposa frente al colacao mañanero en actitud pensativa y doliente, Sergio da cuenta del suyo sin que el noticiero mañanero le crispe esta vez. Ha discurseado conmigo mientras le servía a través del ventanuco de la cocina, relajando sus humos de hace tres cuartos de hora. Prefirió hablarlo que no callarlo, si bien ya se hubo desahogado con un compañero de habitáculo, y por el embozo de bufanda y gorro mañaneros parecía querer camuflarse para pasar desapercibido, lo que no es mala estrategia cuando se remueven los ánimos. Sin embargo, habiendo terminado su desayuno, en el vestíbulo inicia una reprensión a Rachid, eso sí, cuidando el vocabulario.
  Rachid lleva unos meses en espera de una operación de muñeca y por eso muestra un vendaje. Parece que ya es inminente. Por cierto, no ha vuelto a pedir llenarle una garrafa de cinco litros de agua para solventar los domingos en la casa que con Juan Sala y la novia han okupado. Aquí ha tenido otro desencuentro con los conserjes "malaleches", porque no le han servido la cena al llegar un cuarto de hora más tarde de la media hora de más que le concedió la asistenta social. Entonces cogió la puerta, y, oh casualidad, había reparto de la Cruz Roja por los alrededores y se agenció una caja. Regresó al Centro e hizo ostentación de su suerte mientras se abría una lata. Dios le hubo socorrido porque había considerado injusto privarlo de cenar. Sin duda se había allegado a la casa-okupa para traerse dicha caja de reserva, agenciada algún otro día.
  Rachid no entiende la amonestación de Sergio. El empeño de hacerlo con cortesía no cuaja, se le nota la aversión. "¿Me estás hablando a mí?" "Sí, a ti", como si su primer desentendimiento lo hubiera interpretado como un gesto de cobardía. "¿A mí?" Los furores de Rachid empiezan a bullir y cuando se acerca se le escapa un "polla" que al otro alerta manteniendo una actitud en guardia aun ladeada. "¿Por qué dices polla? Yo no he dicho polla. Te estoy hablando bien." Rachid no reprime su vocabulario, pues ha bajado apaciblemente después de levantarse y asearse y se encuentra con esta inopinada recriminación de las molestias mañaneras. "No sé de qué vas, tío, a mi no me toques la polla." La cólera en Sergio se nota en la crispación de los puños y las aletas de la nariz, resoplando para decir a un interlocutor imaginario: "No, si le voy a tener que reventar la cabeza".
  Desatiendo mi puesto frente al cazo de leche caliente para salir al vestíbulo y aclarar a Sergio que se está confundiendo de persona. Rachid duerme en la segunda planta. Omito señalar y mentar a Mohamed, que ha pasado desapercibido frente a sus narices antes de abandonar el Centro. Entonces generaliza, en el mismo tono de tenso control de sí mismo: "Yo lo que digo es que los árabes no hagan ruido por la mañana y respeten el sueño de los demás", retirándose contrariado, no sin dejar de escuchar las protestas de Rachid, tomándome como árbitro. "¿Has visto? No aguanto a los hijos de puta", la vocalización deslizante y espesa, la mirada nerviosa bajo la visera de la gorrilla.
  Al cuarto de hora, Rachid en una mesa acometiendo su colacao con la mano vendada, Sergio asoma de nuevo y se allega para pedirle perdón. Rachid no lo acepta ordenándole que le deje en paz, que se olvide de que existe. Embozado en la cazadora, la gorra de lana y unos cascos blancos alrededor del cuello, permanece impertérrito, no dando crédito al desaire a su petición de perdón. "Por favor, Sergio. No es el momento", medio. Este se da media vuelta y enfila la puerta de la calle sin dejar de despotricar: "No si al final se va a ganar que le reviente la cabeza, encima que le pido perdón", el orgullo maltrecho. A su espalda replica Rachid: "Me vas a reventar la polla".
  El último que queda por terminar el desayuno es Marco Brodi. Absorto y doliente no ha entendido nada de lo que ha estallado alrededor. O quizás sí. A Al Pacino no se le escapan los dislates de la gente, que degeneran en vendetta. Una asistenta social telefonea para que se le retenga aquí, ya dirimirá su siguiente destino a lo largo de la mañana con su colega. "¿Ha dado algún problema?", pregunta.

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