Hace poco salió de la Clínica San Rafael e,
incombustible como siempre, ronda la zona de Cortadura, no porque pida restos
de frutas y hortalizas en la lonja, que se la darían si lo hiciera, sino porque
acaba de abandonar la casa de la hermana, donde ahora se hospeda. Los pies
amoratados han mejorado bastante, por eso puede andar. La rabia, esa
rabia-magma volcánico latente, bulle a poco se le espolee: ¿Crisis?, Ya
quisiera que hubieran pasado lo que yo… Las cuencas de los ojos, de arrugas
concéntricas, se le crispan, así como los mismos ojos que se humedecen y
exaltan hasta brindar una cólera inusitada: Un pobre diablo cambia una cosa de
sitio (que no roba) y a cumplir meses de cárcel, Un político roba y lo nombran
director del Banco de España…, la voz ronca y cascarrabias.
No se entiende que
un indigente sea filofascista. No solo la grey política que comanda la
democracia es objeto de sus invectivas, también la marrullera cohorte, según
él, que transita por el Centro: Le pegaba fuego con todos dentro… Cuando estuvo
alojado poco trato dispensó a los demás, centrándose en sus particulares
refunfuños o diatribas que descuidaban la posible ofensa. Si alguno le
apostillaba, le dirigía un reguero verborreico en espiral hacia lo
ininteligible; el otro o sonreía desconcertado, o lo daba por loco.
En la cartera lleva
estampas de Hitler y Franco, admirados dictadores, delimitadores del frenético
desorden que anima hoy el cotarro insolente: en blanco y negro, arrugadas. La
tarjeta 65 oro de pensionista muestra el año de nacimiento: 1939. El aliento
trasciende el olor del coñac mañanero, a las nueve ya ha visitado el bar
embutido en su sempiterno anorak de plumas. En la bolsa de plástico inherente a
su caminar errático no se sabe qué lleva, pero no los raros adminículos
ornamentales que proporciona a algunos conocidos militares: escudos del
ejército, de la legión, la guardia civil, pines ídem, etc.
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