Los
pasados Reyes fueron los que más regalos le trajeron en su vida. Claro, la
dilatada época de cabraloca no inspiraba a sus padres y hermanos a regalarle
nada; la época de trapicheo, consumo y colofón en la cárcel. En cambio ahora,
desde hace muchos meses, en que saliera de un centro de recuperación y
deshabituación, mantiene la inercia de la disciplina y los hábitos regulados,
de manera que ha sido colmado con ellos. La procedencia no solo ha sido
familiar (el chaquetón de una hermana, los zapatos de la otra, etc.) también de
los centros donde está vinculado como voluntario (interesado en el caso de Luz
y Sal, para, suscrito al programa de promoción personal, mantener la plaza en
el Centro), así como de los almacenes de la Zona Franca donde hace
las prácticas del curso de carretillero (a la sazón rara vez emplea la
carretilla para desplazar los palés y sí más bien colabora en cargar en los
camiones los sacos de cemento, yeso, ladrillos, etc.). En este caso Rossi S.L.
más que regalo en los días señalados de la navidad le soltó un extra dinerario
al margen de los doscientos euros que la Junta le apoquina por el curso.
Y es que
ha caído en gracia y les gustaría que prolongara las prácticas, les vendría
bien el cable que les echa, no solo porque se presta a cualquier labor sino
porque por propia iniciativa adelanta alguna que abreviará el tiempo de la
carga (aproximar palés del fondo de la nave hacia la puerta, etc.). Ha
preguntado y le han dicho que el curso no puede alargar las horas estipuladas,
ya tendría que ser que la empresa le contratase.
Es
inevitable la evocación al imperio viñero que tenía el abuelo (valga la
exageración), dueño de todo el corralón (entre calle la Rosa y el Corralón de los
Carros), a donde habilitó naves para material de construcción y talleres, un
estilo a Rossi S.L. a la antigua. La actividad era frenética, el número de
operarios a su cargo alto, entonces eran mulas las que acarreaban los sacos.
Polvo, olor a bestias, trajín de carromatos... Había venido con su abuela de
Grazalema, dueña de tierras e importante hacienda. La inversión inicial produjo
beneficios y un ensanchamiento del patrimonio hasta abarcar las viviendas de la
zona viñera, que cedía en arriendo. La hermana le mostró un árbol genealógico que
había confeccionado con fotos, señoreado por aquél Vázquez poderoso, que
incluso había intentado persuadir a su padre de renunciar a la novia, una
humilde chica del contorno más deprimido de esta barriada. Menos mal que no le
hizo caso (no sin sufrir claras restricciones herenciales), si no él no hubiera
nacido. La abuela parió hasta dieciséis veces, y todos aquellos tíos suyos no
solo se dispersaron con el tiempo sino que malograron la herencia con envidias
y disputas.
Recuerda
el ambiente familiar que reinaba siendo niño, empleando, entre otras, la azotea
de la finca donde vivían en fiestas y barbacoas. Hoy sigue habiendo fiestas y
barbacoas, costumbre inveterada e intrínseca de los gaditanos, pero no en las
azoteas. Además, desde otra de ellas, se divisaba el patio del manicomio de
Capuchinos, cuya tapia delimitadora daba al corralón por el lado de las
posesiones del abuelo, por el otro al Campo del Sur, abarcando la iglesia y el
colegio que aún existen. Desde allí les tiraban piedras a los locos.
En
uniforme pardo deambulaban y aquella travesura de niños les hacía revolverse y
encabritarse. La intensidad de las risas estaba en relación directa con la
alteración que causaban a su tranquilidad y la desaforada reacción que en algún
caso consistía en devolverles los proyectiles con escasa puntería. La iglesia
la habitaban los monjes capuchinos, aquellos para quienes pintaba Murillo un
gigante cuadro para el retablo cuando se cayó y se mató (la historia no asegura
que muriera en Cádiz, sí a consecuencia de la caída, aunque trascurrieron
algunos días). Puestos a descorrer el manto del tiempo y a señalar qué función
tenían antes algunos edificios destaca que el Centro era una casa de trato. Las
había muchas, dada la condición marinera de la ciudad.
Saliéndose
del barrio de la Viña,
la remozada casa Fragela, a donde va de voluntario, era una casa de viudas y huérfanas.
Una de las sirvientas del abuelo vino a consumir aquí sus últimos años, al
quedar desamparada. Una de sus innumerables hermanas (también el padre, como el
abuelo, se aficionó a la procreación en masa) la visitó asiduamente, del cariño
que le cogiera. El Tito es un voluntario excelente y por eso aquí lo Reyes le
dejaron un juego de colonias. Emplea la mañana de los sábados en complementar
el oficio de una monitora, quien entre otros entretenimientos numera del uno al
siete los ejercicios físicos que acometen con parsimonia, saltando entre ellos
e incluso incurriendo en el número ocho que corresponde al baile aflamencado
del Tito. Los vítores y las chuflas le llueven. Luego en la lectura de poesías
sobre una pantalla grande enchufada al ordenador se apodera, para cerrar el
pase, del micrófono y recita de memoria una copla de carnaval. La voz
desgarrada y los aspavientos festivos y simpáticos.
La misma
voz que resuena en la planta segunda del Centro cuando Jesús Moreno (casi ciego
de no cuidarse la diabetes) o José Ortega (tan adusto como avieso e inquietante)
le reprochan que acapare el cuarto de baño. No resulta tan simpática sino
bronca y explosiva pues es como si revolvieran una antigua y aun no vencida
suspicacia, desenfundando un discurso más que arrollador: No me toquéis los
cojones, que cuando al chiquito se los tocan, cuidadito, Dejarse de cachondeo,
Yo no gasto más tiempo que otros en el baño. Jesús Moreno, durante el desayuno,
sumido en esa abstracción que le da la ceguera, asido el bastón, le dice que
era coña, no tenía que ponerse así. Pero Tito insiste: Pues a quién le moleste
si me mosqueo que se joda.
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