jueves, 17 de enero de 2013

Los pasados Reyes



  Los pasados Reyes fueron los que más regalos le trajeron en su vida. Claro, la dilatada época de cabraloca no inspiraba a sus padres y hermanos a regalarle nada; la época de trapicheo, consumo y colofón en la cárcel. En cambio ahora, desde hace muchos meses, en que saliera de un centro de recuperación y deshabituación, mantiene la inercia de la disciplina y los hábitos regulados, de manera que ha sido colmado con ellos. La procedencia no solo ha sido familiar (el chaquetón de una hermana, los zapatos de la otra, etc.) también de los centros donde está vinculado como voluntario (interesado en el caso de Luz y Sal, para, suscrito al programa de promoción personal, mantener la plaza en el Centro), así como de los almacenes de la Zona Franca donde hace las prácticas del curso de carretillero (a la sazón rara vez emplea la carretilla para desplazar los palés y sí más bien colabora en cargar en los camiones los sacos de cemento, yeso, ladrillos, etc.). En este caso Rossi S.L. más que regalo en los días señalados de la navidad le soltó un extra dinerario al margen de los doscientos euros que la Junta le apoquina por el curso.
  Y es que ha caído en gracia y les gustaría que prolongara las prácticas, les vendría bien el cable que les echa, no solo porque se presta a cualquier labor sino porque por propia iniciativa adelanta alguna que abreviará el tiempo de la carga (aproximar palés del fondo de la nave hacia la puerta, etc.). Ha preguntado y le han dicho que el curso no puede alargar las horas estipuladas, ya tendría que ser que la empresa le contratase.
  Es inevitable la evocación al imperio viñero que tenía el abuelo (valga la exageración), dueño de todo el corralón (entre calle la Rosa y el Corralón de los Carros), a donde habilitó naves para material de construcción y talleres, un estilo a Rossi S.L. a la antigua. La actividad era frenética, el número de operarios a su cargo alto, entonces eran mulas las que acarreaban los sacos. Polvo, olor a bestias, trajín de carromatos... Había venido con su abuela de Grazalema, dueña de tierras e importante hacienda. La inversión inicial produjo beneficios y un ensanchamiento del patrimonio hasta abarcar las viviendas de la zona viñera, que cedía en arriendo. La hermana le mostró un árbol genealógico que había confeccionado con fotos, señoreado por aquél Vázquez poderoso, que incluso había intentado persuadir a su padre de renunciar a la novia, una humilde chica del contorno más deprimido de esta barriada. Menos mal que no le hizo caso (no sin sufrir claras restricciones herenciales), si no él no hubiera nacido. La abuela parió hasta dieciséis veces, y todos aquellos tíos suyos no solo se dispersaron con el tiempo sino que malograron la herencia con envidias y disputas.
  Recuerda el ambiente familiar que reinaba siendo niño, empleando, entre otras, la azotea de la finca donde vivían en fiestas y barbacoas. Hoy sigue habiendo fiestas y barbacoas, costumbre inveterada e intrínseca de los gaditanos, pero no en las azoteas. Además, desde otra de ellas, se divisaba el patio del manicomio de Capuchinos, cuya tapia delimitadora daba al corralón por el lado de las posesiones del abuelo, por el otro al Campo del Sur, abarcando la iglesia y el colegio que aún existen. Desde allí les tiraban piedras a los locos.
  En uniforme pardo deambulaban y aquella travesura de niños les hacía revolverse y encabritarse. La intensidad de las risas estaba en relación directa con la alteración que causaban a su tranquilidad y la desaforada reacción que en algún caso consistía en devolverles los proyectiles con escasa puntería. La iglesia la habitaban los monjes capuchinos, aquellos para quienes pintaba Murillo un gigante cuadro para el retablo cuando se cayó y se mató (la historia no asegura que muriera en Cádiz, sí a consecuencia de la caída, aunque trascurrieron algunos días). Puestos a descorrer el manto del tiempo y a señalar qué función tenían antes algunos edificios destaca que el Centro era una casa de trato. Las había muchas, dada la condición marinera de la ciudad.
  Saliéndose del barrio de la Viña, la remozada casa Fragela, a donde va de voluntario, era una casa de viudas y huérfanas. Una de las sirvientas del abuelo vino a consumir aquí sus últimos años, al quedar desamparada. Una de sus innumerables hermanas (también el padre, como el abuelo, se aficionó a la procreación en masa) la visitó asiduamente, del cariño que le cogiera. El Tito es un voluntario excelente y por eso aquí lo Reyes le dejaron un juego de colonias. Emplea la mañana de los sábados en complementar el oficio de una monitora, quien entre otros entretenimientos numera del uno al siete los ejercicios físicos que acometen con parsimonia, saltando entre ellos e incluso incurriendo en el número ocho que corresponde al baile aflamencado del Tito. Los vítores y las chuflas le llueven. Luego en la lectura de poesías sobre una pantalla grande enchufada al ordenador se apodera, para cerrar el pase, del micrófono y recita de memoria una copla de carnaval. La voz desgarrada y los aspavientos festivos y simpáticos.
  La misma voz que resuena en la planta segunda del Centro cuando Jesús Moreno (casi ciego de no cuidarse la diabetes) o José Ortega (tan adusto como avieso e inquietante) le reprochan que acapare el cuarto de baño. No resulta tan simpática sino bronca y explosiva pues es como si revolvieran una antigua y aun no vencida suspicacia, desenfundando un discurso más que arrollador: No me toquéis los cojones, que cuando al chiquito se los tocan, cuidadito, Dejarse de cachondeo, Yo no gasto más tiempo que otros en el baño. Jesús Moreno, durante el desayuno, sumido en esa abstracción que le da la ceguera, asido el bastón, le dice que era coña, no tenía que ponerse así. Pero Tito insiste: Pues a quién le moleste si me mosqueo que se joda.

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