En
este día tan especial
lloras
amargamente en la plaza de San Francisco.
La
ciudad ha trasnochado de uvas y champán y tú madrugaste
para
pensar en una vía del tren donde desparramar el sinsentido
de
un novio que no responde a tus llamadas y un amigo que, de su
parte,
no acude a trasladarte al Hospital donde convalece.
Tan
lejos no está Huelva
y
la alegría de las noches colombinas
con
las amigas descocadas a ver si ligáis
(me
enseñaste la foto en el móvil; noté tus uñas
comidas,
imperdonable en unos dedos tan finos).
El
pelo alborotado envolviendo ese equívoco rostro triste y simpático
y
tu voz parlante de camarera o pizzera sofocada por un gemido.
Marchante
y su simplicidad y nervios de ex consumidor de droga te acompañó hasta aquí
porque
se suponía que en la iglesia señorera había un cura que repartía vales para
comer y
pudiera
pagar un viaje. Te ha dejado a su pesar
porque
ha recordado atolondradamente que firma en el juzgado
los
días uno y quince de cada mes,
y
hoy es uno de enero,
sin
falta al de guardia en San José.
Bonita te piropeó el Tito y tú
diste un gracias desacomplejada y musical.
Salas
reparó en que apareciste cargada con las únicas bolsas
de
dura tela que permiten en los centros penitenciarios (porque no contienen
potenciales adminículos
que
trasformar en armas); en ellas llevas descoloridas ropas de primavera y verano.
El
día es largo, húmedo de la lluvia nocturna y claro del desplazamiento nuboso,
hasta las seis
con
la brújula desarbolada, hora de reapertura del Centro, tan desapacible ámbito.
Y
solo diez euros en el bolsillo que alguien –yo- te ha dado,
para
empezar a gastarlos en un bocadillo relleno de lágrimas.
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