Levantándolo media hora antes de la hora
estipulada permite darle tiempo, en caso contrario rebasará con creces la hora
de abandono, por más prisa que se de. La luz, aunque la deje encendida, la
apagará. No ve, pero lo relumbra. El fruncimiento de entrecejo es constante
protección contra las luces incómodas. A más fruncimiento, más le daña, y la
luz de la habitación es de las más perniciosas, por eso la apaga lo primero. El
brazo lo asoma como un tentáculo entre la puerta y la jamba, pues el
interruptor accesible está fuera. Luego esgrime la botella y en un rincón
fuerza la próstata durante media hora a gemido pelado; el llanto nadie lo oye;
el dolor es agudo. Las sombras amortiguan el lamento mañanero en su rincón a
pie de cama, alguna ropa colgando de la percha, la meada no siempre dócil
entrando por el orificio; por eso dispersa gotas y ráfagas que van impregnando
de mal olor el espacio; no procede en el cuarto de baño, excusará que es que no
le da tiempo a llegar, aun siendo costumbre por no entorpecer el tránsito de
otros, ya que él necesita su tiempo. Ya nadie comparte habitación, el último,
Menacho, reposó en el hall la última noche. Después se le ha dejado solo.
En el lavabo la ablución principal es de la
cabeza, principal y única, en la que gasta restriegos continuos, trayendo el
agua en el hueco de la mano. La erosión de los muchos años de práctica le ha
pulido la frente y las mejillas, ha desbastado protuberancias, bruñido de
límpida palidez el rostro nonagenario. Después de secarse con cuidado de un
exceso de fricción de la toalla, se peina el poco pelo del cogote como si
pasara reiteradamente el arado por unas tierras de fina ceniza. El pelo está ya
asentado pero él insiste en el repaso con sinusoides de carrusel que acaban en
la nuca. El refresco de la sobaquera es leve.
La ropa se la viste encima del pijama para
preservar el calor de la cama y contrarrestar el frío callejero. Del último tránsito
hace varias semanas se negó al apoyo de la auxiliar que le hacía sufrir lo
indecible al curarle una úlcera. Las perneras del pantalón de pijama las
revuelve por encima de las rodillas como si fuera a mariscar, antes de cubrirse
con los pantalones, para lo cual se sienta en el borde de la cama y empieza a
rebañar la tela. El torso lo cubre con una especie de sudadera y el anorak
destintado celeste, por supuesto, encima del pijama. Entre sus cachivaches una
bolsa roja colgada y el neceser verde también de colgarse; dos bolsas de
plástico: en una tetra bricks que irán a la basura, en la otra la botella de la
orina; y la vara de ciego.
A paso quedo se aventura al ascensor y luego
asoma al hall donde en los sillones termina los preparativos, hoy enfrascado
con más calma en ellos, pues vienen del Ayuntamiento a recogerlo. Por fin se ha
solventado su situación. O por fin él ha cedido, según se mire. Su tenue
pestilencia la añorarán quienes se le cruzaron. La propia alcaldesa Teofila ha
firmado para soslayar obstáculos (ya no importa la actualización del DNI, la
solicitud de PNC, el certificado de exclusión social, etc.). Ingresa en la
residencia San Juan de Dios, con todos los gastos pagados.
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