viernes, 7 de diciembre de 2012

Fede y Dilia. La dejó tirada.



  El rostro de Dilia es una mezcla de perplejidad, desconcierto y enojo. Suma muchas experiencias vividas en las últimas semanas, el paso por el Centro, el escalafón social más bajo, la más abrumadora; ahora salpicada por el desplante de Fede: "Me dejó tirada."

  La asociación sobrevenida venía a paliar la soledad errática en la espera de un destino claro: a Fede le aguarda a mes vista, ya que optó por firmar la conformidad en la Cruz Roja al viaje a la Argentina; no ha de volver en tres años, a contar desde que parta. Dilia lo ha postergado, en su caso a Honduras, confiada en las próximas entrevistas de trabajo: cuidadora interna de ancianos o niños, limpiadora, etc.

  Lleva consigo un manual de relaciones de pareja, lo está leyendo a ratos, vislumbra reminiscencias de las suyas pasadas, y la última malograda con Fede. Aún retiembla. Le resulta insólito el desenlace.

  Ya tuvo relación aquí en España, con un hombre casado. La esposa lo descubrió y le agredió, ella permaneció serena, prefirió retirarse cabizbaja, despedirse, la continuidad era inviable, para ella no hubo engaño, tan solo respeto por la clandestinidad que él quiso. Fede se extrañó de no haber respondido a la agresión, si fuera él no lo dudara. Dilia no da crédito: "¡Pero eso no es así...! Tenés que conteneros, no podés pelear siempre..."

  La diferencia de altura es acusada, así que ella le mira de abajo arriba, treinta y cinco centímetros, ahora compendia la suma de las pequeñas extravagancias tiránicas, celosas o mezquinas. Lo de dejarla tirada en la playa casi lo podía haber barruntado, pero nunca pensó que llegara a tanto, a lo sumo que generara una discusión vehemente, dura.

  Recién salidos del Centro, él venido de la calle, con la manta que yo les prestara (a ella para disimular, no a él que no está inscrito, aunque fuera quien la solicitó), en la Caleta, acomodando los bártulos, ella necesitó buscar donde orinar. Él ya receló: "No tardés", la mirada de mansa a incisiva con un destello de enojo. En domingo y temprano es difícil donde encontrar, y lo poco bares de hombres, anduvo largo trecho por los recovecos del barrio de la Viña. Le turbó la advertencia y el modo, y recordó cuando en la playa de Cortadura hizo lo propio, salir a buscar, y al regreso se topó una discusión acalorada y absurda. No daba crédito a aquel acoso: que por qué se tardó tanto, que adónde había estado, que lo había dejado allí plantado, sin saber... Ella esbozaba una risa desconcertante y nerviosa, se siente más madura que él, no solo por sacarle unos años, sino por la forma de afrontar esos reproches infundados. Igualmente, en una ocasión que marchó a Jerez a visitar a Xabi, ella se quedó con un grupo de conocidos, que acabó en coro amigable en la playa, de charla y bromas. De pronto recibió llamada al móvil, descolgó y afrontó progresivamente la continua insistencia por saber quién la acompañaba, gente del Centro, decía ella, sabés que me junto con hombres, mujeres, homosexuales, soy sociable, nadie en especial...  Ya, pero quién exactamente. Dilia se azaró, notaba falta de confianza, excesivo y encabritado celo, asfixia de su espacio vital, que hasta dentro de la pareja es necesario y pertinente. Los acompañantes notaron el tono subido de la conversación telefónica, ella se avergonzó y cortó. En otra ocasión era un partido del Barcelona que fue a ver a casa de Carmen, Ramiro y su hijo, la familia en pleno pasó por el Centro el último diciembre, aquí los conoció y trató, ahora viven en Candelaria, adonde realizó unos arreglos eléctricos, se quedó a dormir alguna vez o a platicar. Ella prefirió no acompañarlo, declinó la invitación de ver el fútbol, él no se molestó pero le advirtió en aquel tono con deje amenazante al fondo de la mirada tierna y perdida: "Que luego no me entere que viste el partido con otros amigos..." Desde luego, no era su intención.

  La vez que la madre le telefoneó a ella, y ella, tras saludar, le pasó el móvil, generó luego otra discusión. Aquí podía radicar parte de su infructuosa estabilidad en las relaciones, a pesar de que por su atractivo y verbo atrapó a bastantes chicas. La psicología de Dilia quedó alerta, se molestó de hablar con su "máma" o bien la confianza que ella le inspiraba, que hacía despertar una complicidad propia de mujeres que quieren al mismo hombre, aun de muy distinto modo y perspectiva. Fede empeñado en demostrar lo injusta que había sido, lo cual son argumentos para un desapego imposible y cobarde, Dilia intentando la reconciliación, el entendimiento. A Fede le molestaba que hablara en favor de la madre, pero era solo por sondear su punto de vista, era exagerado que se mostrara tan a la defensiva, que le irritara el mínimo consejo apaciguador, se notaba estrellarse contra un muro o arcón que protegía muchas contrariedades y amarguras de niño caprichoso e inmaduro. En el tema del dinero era tajante: "No le debo nada a ella, todo préstamo se lo embolsé", lo cual, para Dilia, aunque no fuera cierto, está de más en una relación filial. El concepto "deber" dinero a unos padres es distinto y relativo.

  La suma de todas estas actitudes extrañas se agolpan ahora que han roto, en qué territorio personal de machismo e intransigencia no se había involucrado. Probablemente no controlaba esa obsesión, sentido de pertenencia o pasmo de fidelidad. El referente de la madre, madre-abogada-rica, con novio y chalé de piscina y perros en Neoquén, la humilladora benefactora al cubrir los avales crediticios de sus empresas israelitas, tapar desfalcos, pagar viajes, convidadas, etc., el pasado de separación matrimonial, y por tanto, el derrumbe de un modelo estable y profundamente arraigado. Había observado también su empeño en ensamblar comentarios anteriores que habían quedado en el aire, para él deslavazados, incongruentes, que anudaba con deje de reproche, los había olvidado y de pronto le salpicaban, era kafkiano, devastador.

  Después de errar por los vericuetos del barrio de la Viña, de descargar la vejiga, regresó a la playa la Caleta, al sembrado de bártulos, la cólera inesperada en el rostro de Fede: "Sabés que llevo toda la noche sin dormir, que os espero a vos para descansar y os perdeis." Probó ella a justificarse, pero sencillamente él se marchó, dejándola tirada. El resto del día con la carga de aquellos bártulos, especialmente la manta, que había de devolver al Centro. La incredulidad precedió a la indefensión y esta al llanto, más acusado e incontenible cuando al par de horas encontró a Roberto el homosexual en la plaza Candelaria y con él se sinceró. Le saltaron lágrimas a raudales. De pronto advirtió la presencia acechante de Fede, quizás la había seguido, volvió el rostro, renunciaba a posibles disculpas, no estaba presta, demasiado castigo para tan poca culpa, se acabó. No sabe hacia dónde tiró, cuando levantó el rostro siguió viendo la amanerada y sinceramente amistosa gesticulación de Roberto, que le ofreció guardar en su actual y provisional casa los bártulos. El resto del día lo pasó más tranquila, reflexiva, desahogada, convencida de que el final fue pertinente y apropiado. Se adormiló en la playa Santa María y el sol le puso las piernas coloradas como una gamba.

  "No sé si confesar algo que le dije respecto a vos, a lo mejor le sentó mal y se lo guardó, como él es así, tan raro y desconfiado, no la vaya a tomar contigo. Me da vergüenza" -ríe, se tapa el rostro ruborizada, flotan las palabras afectuosamente entonadas. "Le dije que vos me gustabais... Como persona, su modo de ser..." -ha dicho, y parece haber desembuchado un secreto íntimo, la risa pudorosa se contagia. "El no comentó nada, pero como se queda con todo."

  El teléfono suena, lo atiendo, es el director que me advierte de la leche que falta para el desayuno de mañana, no le avisaron a tiempo los compañeros de tarde, y hoy es domingo. No importa; ya compré yo cuatro litros en el Covirán de los chinos, previsor.

  La conversación se ha desplazado, enfriado. ¿Por dónde íbamos? Ya nada. Es tarde. Ahora está dispuesta a intentar el sueño junto a Rosario Díaz, que parece enferma, habla sola, incesante, febril. Pero no tiene fiebre, lo compruebo, acompañándola a la habitación, palpándole la frente. Es su natural gemido, siempre evanescente, monocorde, ya en la vigilia o el sueño.

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