La imagen de un invidente solitario por las
calles, nonagenario, de piel blanca, lustrosa calva y orillado pelo cano. La
varilla fina y alargada anticipando los obstáculos, el paso quedo,
entrecortado, la no-mirada acuosa, desvaída (a lo mejor es una ceguera blanca,
como en el ensayo de Saramago), extendida hacia el frente más para ser
advertido que para advertir. Los olores (la humedad de una calle, el tufo a
pescado del mercado, los puestos de flores de una plaza...), los sonidos (los
niños de una espaciosa plaza, los portones de una iglesia, el ajetreo de una
calle empinada...), los obstáculos (un banco de piedra, un zócalo rugoso, un
suelo adoquinado...) componen la cartografía familiar que lo ayuda a ubicarse y
a viajar en el tiempo dilatado que marca su reloj biológico: sin prisa, sin
pausa, alcanzando con retraso los hitos que para los demás significan puntualidad.
Hay áreas que contemplaron su figura con más
asiduidad según la imantación producida por el lugar donde vivía o trabajaba en
cada época, empezando por aquella en que la vista no estaba tan deteriorada y
acudía a la calle Novena, a la tienda el Marco Dorado, donde la madera
cincelada era el alma de los artilugios que vendían. En algún momento aprendió
a ser atento, deferente, pormenorizador de detalles que fundamentaban la
esencia del producto, dependiente de los de antes, de los de oficio y vocación,
de los de recreo lingüista y apego al cliente que buscaba exquisiteces.
También en algún momento aprendió a deponer
la corrección en pos de una formidable rebeldía, inesperadamente emanada de
alguien así, en apariencia frágil, educado, de voz suave y tibia, ya la varilla
como apéndice tentacular irremediable. Su nueva área de expansión eran los
alrededores de la calle Vea Murguía, adonde se ubicaba una residencia
geriátrica que comenzó siendo un lugar de acogida de menesterosos con el nombre
de: Asociación Jesús Abandonado. La pulcritud ya entonces parecía regañada con
ciertas triquiñuelas que buscaban rendirle una mayor eficacia y sin embargo
salían malparadas: por ejemplo, la botella en el linde de la cama para orinar en
ella sin necesidad de desplazarse a tientas hasta el baño; solo que la puntería
le fue fallando o el pene encogiendo o el temblor aumentando. El olor que
impregaba el dormitorio motivaba la queja irascible del vecino y, naturalmente,
de la auxiliar que a la mañana sufría el trompazo de una amarga pestilencia y
un caótico charco en el suelo. Es costumbre que a la postre le ha venido a
perjudicar en el Centro donde el compañero, el polilingüista José María
Carrasco, rociaba insecticida para contrarrestar el mal olor, arguyendo, ante
la suspicacia de Federico, que es que había bichitos bajo la cama, para
matarlos. Cuando en aquel entonces la residencia geriátrica de Vea Murguía se
clausuró, las calles y parques que acogían su tránsito despacioso pensaron que
emigraría a San Fernando a la residencia Vitalia, a donde destinaron al resto
de ancianos. Ni por pienso. La temeridad de recalar en las calles y su mala
costumbre de pésima posada fue todo un acto de rebeldía o de apego
incondicional y hasta la muerte a esta ciudad que es la suya.
Al poco
tiempo se ancló en una pensión de la calle Compañía, reproduciéndose su estampa
de bondadoso insurgente por los alrededores, con especial atención a la noche,
ya que regresaba oscurecido, a ritmo procesional, construyendo con la palpación
de sus manos el portón definitivo que había de abrir a duras penas para acceder
al patio interior y a su dormitorio de la primera planta. Quizás llegase de
algún acto cultural, pues se le vio apostado en las primeras filas del patio de
butacas en algún concierto o conferencia, las manos reposadas sobre los muslos,
la varilla descansada oblicuamente y la atención puesta más allá de un run run
que le sirve para acunar el pensamiento. Es como si no hubiera estado cuando se
le pregunta y responde con elogios tópicos y escuetos, afanado más bien en
reanudar la marcha, en enristrar sus adminículos y abordar el espacio por donde
reiniciar su andadura; él solo había parado allí como en el banco de un parque
escogido al azar donde se reposa momentáneamente; los sonidos armónicos o no,
los cuentos elaborados o no, coherentes o fragmentados e inconexos; siempre el
arrullo de una paz envolvente. Hasta que la dueña de la pensión, después de
años viviendo, acabó denunciándolo por no pagar, por los retrasos acumulados
que nunca llegaron a más de tres meses, y, sobre todo, por desembarazarse de él
y evitar sustos seniles (una caída por las escaleras...) y recuperar un
dormitorio que se había convertido en pocilga.
El Centro no ha podido ofrecerle un cobijo
durante el día, pero para ello han hecho una excepción en Luz y Sal y hasta
allí llegaba empleando la cartografía inusitada elaborada con los años en su
cerebro gracias a la cual no se extravía; o es una varilla-radar de invidente
la que usa. Porque llegar, llega. Y allí se acoplaba en un sillón y dejaba
transcurrir las horas en esa pausa que es un viejo hierático, despierto pero
ausente. Los argumentos que le llueven le han de resbalar porque a toda oferta
se opone: nada de actualizar sus papeles para solicitar el ingreso en un
geriátrico, aunque sea en la misma ciudad (mientras pueda valerse por sí mismo,
dice, nada de residencias), y, por último, nada de lavarse (al modo como el
auxiliar tiene concertado), porque le duele la úlcera, porque tiene que permanecer
encamado hasta una hora indeterminada (el auxiliar llega tarde)... porque
prefiere sus comedidas y persistentes abluciones, salvando ciertas partes más
sensibles...
Y acaba
siendo defenestrado porque él incumple el axioma aquél atribuido a Julio César
de que es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es. Y él es
un viejo, y así lo ven. Y como tal habría de someterse a las ofertas que la
sociedad le ofrece para no causar molestias. Por eso es un rebelde nonagenario.
Por eso es un héroe, y prosigue, recalcitrante, caminando a su paso quedo por
las calles con la apariencia de encorvado que le da la joroba en el lado
derecho de la espalda, con la vista extendida hacia un horizonte turbio, con la
varilla blanca y rígida de invidente rozando el suelo y anticipando los
obstáculos.
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