viernes, 28 de diciembre de 2012

La imagen de un invidente solitario.

  La imagen de un invidente solitario por las calles, nonagenario, de piel blanca, lustrosa calva y orillado pelo cano. La varilla fina y alargada anticipando los obstáculos, el paso quedo, entrecortado, la no-mirada acuosa, desvaída (a lo mejor es una ceguera blanca, como en el ensayo de Saramago), extendida hacia el frente más para ser advertido que para advertir. Los olores (la humedad de una calle, el tufo a pescado del mercado, los puestos de flores de una plaza...), los sonidos (los niños de una espaciosa plaza, los portones de una iglesia, el ajetreo de una calle empinada...), los obstáculos (un banco de piedra, un zócalo rugoso, un suelo adoquinado...) componen la cartografía familiar que lo ayuda a ubicarse y a viajar en el tiempo dilatado que marca su reloj biológico: sin prisa, sin pausa, alcanzando con retraso los hitos que para los demás significan puntualidad.
  Hay áreas que contemplaron su figura con más asiduidad según la imantación producida por el lugar donde vivía o trabajaba en cada época, empezando por aquella en que la vista no estaba tan deteriorada y acudía a la calle Novena, a la tienda el Marco Dorado, donde la madera cincelada era el alma de los artilugios que vendían. En algún momento aprendió a ser atento, deferente, pormenorizador de detalles que fundamentaban la esencia del producto, dependiente de los de antes, de los de oficio y vocación, de los de recreo lingüista y apego al cliente que buscaba exquisiteces.
  También en algún momento aprendió a deponer la corrección en pos de una formidable rebeldía, inesperadamente emanada de alguien así, en apariencia frágil, educado, de voz suave y tibia, ya la varilla como apéndice tentacular irremediable. Su nueva área de expansión eran los alrededores de la calle Vea Murguía, adonde se ubicaba una residencia geriátrica que comenzó siendo un lugar de acogida de menesterosos con el nombre de: Asociación Jesús Abandonado. La pulcritud ya entonces parecía regañada con ciertas triquiñuelas que buscaban rendirle una mayor eficacia y sin embargo salían malparadas: por ejemplo, la botella en el linde de la cama para orinar en ella sin necesidad de desplazarse a tientas hasta el baño; solo que la puntería le fue fallando o el pene encogiendo o el temblor aumentando. El olor que impregaba el dormitorio motivaba la queja irascible del vecino y, naturalmente, de la auxiliar que a la mañana sufría el trompazo de una amarga pestilencia y un caótico charco en el suelo. Es costumbre que a la postre le ha venido a perjudicar en el Centro donde el compañero, el polilingüista José María Carrasco, rociaba insecticida para contrarrestar el mal olor, arguyendo, ante la suspicacia de Federico, que es que había bichitos bajo la cama, para matarlos. Cuando en aquel entonces la residencia geriátrica de Vea Murguía se clausuró, las calles y parques que acogían su tránsito despacioso pensaron que emigraría a San Fernando a la residencia Vitalia, a donde destinaron al resto de ancianos. Ni por pienso. La temeridad de recalar en las calles y su mala costumbre de pésima posada fue todo un acto de rebeldía o de apego incondicional y hasta la muerte a esta ciudad que es la suya.
  Al poco tiempo se ancló en una pensión de la calle Compañía, reproduciéndose su estampa de bondadoso insurgente por los alrededores, con especial atención a la noche, ya que regresaba oscurecido, a ritmo procesional, construyendo con la palpación de sus manos el portón definitivo que había de abrir a duras penas para acceder al patio interior y a su dormitorio de la primera planta. Quizás llegase de algún acto cultural, pues se le vio apostado en las primeras filas del patio de butacas en algún concierto o conferencia, las manos reposadas sobre los muslos, la varilla descansada oblicuamente y la atención puesta más allá de un run run que le sirve para acunar el pensamiento. Es como si no hubiera estado cuando se le pregunta y responde con elogios tópicos y escuetos, afanado más bien en reanudar la marcha, en enristrar sus adminículos y abordar el espacio por donde reiniciar su andadura; él solo había parado allí como en el banco de un parque escogido al azar donde se reposa momentáneamente; los sonidos armónicos o no, los cuentos elaborados o no, coherentes o fragmentados e inconexos; siempre el arrullo de una paz envolvente. Hasta que la dueña de la pensión, después de años viviendo, acabó denunciándolo por no pagar, por los retrasos acumulados que nunca llegaron a más de tres meses, y, sobre todo, por desembarazarse de él y evitar sustos seniles (una caída por las escaleras...) y recuperar un dormitorio que se había convertido en pocilga.
  El Centro no ha podido ofrecerle un cobijo durante el día, pero para ello han hecho una excepción en Luz y Sal y hasta allí llegaba empleando la cartografía inusitada elaborada con los años en su cerebro gracias a la cual no se extravía; o es una varilla-radar de invidente la que usa. Porque llegar, llega. Y allí se acoplaba en un sillón y dejaba transcurrir las horas en esa pausa que es un viejo hierático, despierto pero ausente. Los argumentos que le llueven le han de resbalar porque a toda oferta se opone: nada de actualizar sus papeles para solicitar el ingreso en un geriátrico, aunque sea en la misma ciudad (mientras pueda valerse por sí mismo, dice, nada de residencias), y, por último, nada de lavarse (al modo como el auxiliar tiene concertado), porque le duele la úlcera, porque tiene que permanecer encamado hasta una hora indeterminada (el auxiliar llega tarde)... porque prefiere sus comedidas y persistentes abluciones, salvando ciertas partes más sensibles...
  Y acaba siendo defenestrado porque él incumple el axioma aquél atribuido a Julio César de que es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es. Y él es un viejo, y así lo ven. Y como tal habría de someterse a las ofertas que la sociedad le ofrece para no causar molestias. Por eso es un rebelde nonagenario. Por eso es un héroe, y prosigue, recalcitrante, caminando a su paso quedo por las calles con la apariencia de encorvado que le da la joroba en el lado derecho de la espalda, con la vista extendida hacia un horizonte turbio, con la varilla blanca y rígida de invidente rozando el suelo y anticipando los obstáculos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario