miércoles, 26 de diciembre de 2012

De paso hacia algún centro



  De paso hacia algún centro donde postrarse siempre y cuando les fallen las fuerzas de flaqueza para salir a jalear las calles. El síndrome de inmunodeficiencia adquirida es contenido por un dique de retrovirales y hay quien vive resueltamente como si nada, por ejemplo, Manuel Becerra que se jacta de esta resistencia de la vida, quizás porque una parte de ella la vivió como regente de un puterío que arrastraba consigo oleadas de amenazas y peligros; es lo que tenía la purificación y deyección seminal de algunos pudientes de Marbella.
  En otros en cambio la resistencia declina y el cuerpo pierde su fuste debido a una succión paulatina de las carnes que los va enflaqueciendo y esqueletizándolos: son como viejos tempraneros, pajizos, huesudos, inhábiles. Jesús Moreno ha pegado un bajón y ahora se ayuda de muletas para alcanzar titubeante la esquina en los Callejones donde se aposta y saluda con energía de concelebrante orgulloso a los convecinos; hasta para permanecer allí horas hace falta una resolución, una actitud. La barba desaliñada otrora le robustecía el aspecto mientras ahora sirve para disimular la palidez de víctima de un contagio embarazoso que lo vuelve torpe en sus funciones saludantes, funciones que desempeña como el aduanero que da su beneplácito para que uno prosiga la circulación por ese entramado de callejuelas características donde (sin cobrar pasaje) se puede disfrutar de una vendedora de periódicos con delantal sentada en una silla de tijera o de un chumbero que pela con cuchillo romo los higos de su finca en Chiclana o de un pescadero que expone las caballas caleteras en una caja de corcho blanco y pringoso.
  Isabel Gil ha marchitado tanto que resulta irreconciliable con aquella otra que me hizo de cicerone la primera vez que entré en el centro Luz y Sal de visita; aun no habían comparecido las trabajadoras, sí las monjitas y voluntarias; me mostraba las salas como algo suyo, disfrutado por merecimiento. Hoy, después de un periplo indeterminado, aparece con una consunción morbosa que, sin embargo, no quita para verla exquisitamente vestida y colorida como una baby Jane que reivindicara, si no un pasado esplendor artístico, sí familiar, hogareño, dedicada a la atención de sus hijas, como "hase cuarquié madre". Lo que fuera que la alejó de ellas no impide que hable sin añoranza porque ellas son sus hijas y eso no se lo quita nadie. A Rachid le confiesa que aún se siente con mucho amor interior por repartir, lo cual suena al hilo discursivo aprehendido en centros por los que ha transitado donde la religiosidad focaliza el tratamiento terapéutico, más que a flirteo con el marroquí de la gorra de visera vuelta como los baloncestistas del Bronx, quien la escucha con la atención de feligrés encariñado pero escéptico, ya que la ve tan deteriorada que (piensa) no le da más de uno o dos años de vida (el reparto de amor tendrá que ser en breve plazo). La nariz pequeña y ganchuda vuelve monocorde y congestionada el habla que airea los apuntes testimoniales de un pasado al que renunció por su mala brújula, viéndose como se ve hoy, aunque positiva al fin y al cabo. En el desayuno pide tres cucharadas de azúcar con el colacao y retira el vaso con la mano izquierda ya que la derecha está agarrotada y sin fuerzas de presión. No es que sea golosa, es que el paladar ha perdido su sensibilidad a lo dulce, que no a la dulzura de la vida ni a la percepción de las malas ubres de Antonia Abreu, con la que discute a uñas porque llega fregada de vino y quisquillosa.

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