De paso hacia algún centro donde postrarse
siempre y cuando les fallen las fuerzas de flaqueza para salir a jalear las
calles. El síndrome de inmunodeficiencia adquirida es contenido por un dique de
retrovirales y hay quien vive resueltamente como si nada, por ejemplo, Manuel
Becerra que se jacta de esta resistencia de la vida, quizás porque una parte de
ella la vivió como regente de un puterío que arrastraba consigo oleadas de
amenazas y peligros; es lo que tenía la purificación y deyección seminal de
algunos pudientes de Marbella.
En otros en cambio la resistencia declina y
el cuerpo pierde su fuste debido a una succión paulatina de las carnes que los
va enflaqueciendo y esqueletizándolos: son como viejos tempraneros, pajizos,
huesudos, inhábiles. Jesús Moreno ha pegado un bajón y ahora se ayuda de
muletas para alcanzar titubeante la esquina en los Callejones donde se aposta y
saluda con energía de concelebrante orgulloso a los convecinos; hasta para
permanecer allí horas hace falta una resolución, una actitud. La barba desaliñada
otrora le robustecía el aspecto mientras ahora sirve para disimular la palidez
de víctima de un contagio embarazoso que lo vuelve torpe en sus funciones
saludantes, funciones que desempeña como el aduanero que da su beneplácito para
que uno prosiga la circulación por ese entramado de callejuelas características
donde (sin cobrar pasaje) se puede disfrutar de una vendedora de periódicos con
delantal sentada en una silla de tijera o de un chumbero que pela con cuchillo
romo los higos de su finca en Chiclana o de un pescadero que expone las
caballas caleteras en una caja de corcho blanco y pringoso.
Isabel Gil ha marchitado tanto que resulta
irreconciliable con aquella otra que me hizo de cicerone la primera vez que
entré en el centro Luz y Sal de visita; aun no habían comparecido las
trabajadoras, sí las monjitas y voluntarias; me mostraba las salas como algo
suyo, disfrutado por merecimiento. Hoy, después de un periplo indeterminado,
aparece con una consunción morbosa que, sin embargo, no quita para verla
exquisitamente vestida y colorida como una baby Jane que reivindicara, si no un
pasado esplendor artístico, sí familiar, hogareño, dedicada a la atención de
sus hijas, como "hase cuarquié madre". Lo que fuera que la alejó de
ellas no impide que hable sin añoranza porque ellas son sus hijas y eso no se
lo quita nadie. A Rachid le confiesa que aún se siente con mucho amor interior
por repartir, lo cual suena al hilo discursivo aprehendido en centros por los
que ha transitado donde la religiosidad focaliza el tratamiento terapéutico, más
que a flirteo con el marroquí de la gorra de visera vuelta como los baloncestistas
del Bronx, quien la escucha con la atención de feligrés encariñado pero escéptico,
ya que la ve tan deteriorada que (piensa) no le da más de uno o dos años de
vida (el reparto de amor tendrá que ser en breve plazo). La nariz pequeña y
ganchuda vuelve monocorde y congestionada el habla que airea los apuntes
testimoniales de un pasado al que renunció por su mala brújula, viéndose como se
ve hoy, aunque positiva al fin y al cabo. En el desayuno pide tres cucharadas
de azúcar con el colacao y retira el vaso con la mano izquierda ya que la
derecha está agarrotada y sin fuerzas de presión. No es que sea golosa, es que
el paladar ha perdido su sensibilidad a lo dulce, que no a la dulzura de la
vida ni a la percepción de las malas ubres de Antonia Abreu, con la que discute
a uñas porque llega fregada de vino y quisquillosa.
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