En la puerta de la
iglesia de San Antonio, sol de invierno sobre la plaza. En seguida de los
primeros euros se acerca a dos barracas que tiene enfrente, pero no son los
primeros whiskies de la mañana. El tempranero le quitó el temblor del amanecer,
así como el de madrugada el del desvelo. Si le falta hace memoria de dónde habrá
podido esconder alguno de reserva. Pide permiso al vigilante para fumar un
cigarrito a la puerta de la calle, que no duerme, está muy muy mal; la voz
ronca y atrompetada, el rostro salpicado de burbujas de carne, plieges
solapados que dificultan la placidez de los ojos. La noche es fría, los
algarrobos retiemblan adormilados. Anoche vino bebido y no recuerda; ahora
encima las imágenes confusas se las invaden bichitos y otros entes alucinatorios.
Está muy mal, y aguarda a entrar en Girasol, donde hace muchos muchos años se
quitó de la heroína. Mira fijamente el contendor anaranjado del reciclado de
aceite usado, debajo queda una franja donde cabe la mano. Ya está. Acaba de
recordar. Cruza la plaza y mete el brazo. En efecto, anoche guardó uno aquí:
saca el botellín de whisky, se lo zampa; a lo mejor hay más si se tiende y
extiende el brazo por lo bajo. Regresa con el vigilante y al poco comienza a
sentir el efecto y se calma, mira el temblor de mano como cesa; y concilia el
sueño. De mañana le fían en un bar y toma el tempranero, antes del acopio a la
puerta de la iglesia de San Antonio. Las viejas no lo saben, cómo lo van a
saber, si no no le echaban. Alguno le ha revisado el campo de batalla de los
botellones el fin de semana y detectado un culo de vodka o whisky y hasta media
botella. Él se lo cambia por un euro y se lo bebe en dos tragos.
Tiene 59 años y el único
ingreso el bote de los restaurantes en los que trabajaba en Roquetas del Mar, deferencia
de los compañeros; pero últimamente se han olvidado, por, seguramente,
correspondencia con el olvido propio, que ni siquiera los llama para reiterar
su agradecimiento. Le desearon se curara y así regresara pronto a sus funciones
de metre excepcional, entendido, preocupado por satisfacer a la clientela, a la
que henchía su desparpajo y erudición marisquera. Siempre la coexistencia con
la bebida fiel la sobrellevó hasta que últimamente le ha llevado a disparatar y
discutir mucho. Así no puede. Por tanto, no es trabajo que le falta. Es la
adicción, que lo tiene envenenado.
La dibuja como un
ciclo y la retrospectiva le devuelve a la niñez cuando era maltratado por el
padre, venía de la calle zumbado de beber, le zurraba a la madre, la pobre, ya
murió, y a él, el mayor. Más bestia que hoy con noventa años aún vive y solo la
hija menor, la santa de la familia, se hace cargo de las atenciones que
requiere en la residencia donde está ingresado. Es un amasijo de huesos y
arrugas. Da pena verlo. Quién lo va a querer de lo malo que fue. Él se escapó
de casa a los catorce años harto de las palizas.
Las secuelas quedan
como una aspereza imborrable en la memoria del alma y por eso la vida de éxito
laboral la corrompió el alcohol y le hizo divorciarse de la primera esposa, con
tres hijos, y de la segunda, en Granada, con uno. Discute por naderías, lo ve
claro cuando está sobrio y tembloroso, eso que no busca líos. Mi Mari, dice, es
excepcional. No les cuenta a los hijos su indefensión, su sufrimiento, su crudo
pedir a la iglesia y mezclar al whisky el vino en los bares. El destrozo
estomacal es consciente. En navidad los visitará a Sevilla, a donde viven. O
no. Ellos creen que sigue trabajando.
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