En las inmediaciones
de la iglesia de San Severiano, cogidos del brazo. Ella espigada, más alta que
él, que tiene gafas y mira arrugado. Pasan por el lado de un coche que tiene el
capó sembrado de las deyecciones de las palomas del árbol de encima,
desplazadas por los estorninos del gigante árbol del Instituto Hidrográfico.
Reparan en él y se ríen al imaginar al dueño cuando haya de enfrentarse a su
lavado. Menuda papeleta la de ponerse a limpiar, todo por la torpeza de
aparcarlo debajo de ese árbol.
La risa se prolonga
mientras caminan del brazo, y es una risa, la de él, desatada, boba, divertida,
ni que tuviera coche y fuera experto en encontrar aparcamientos no expuestos a
deyecciones de palomas; la de ella, condescendiente, sin ruido, estirada de
mejillas.
Para ilustrar la
escena y comprender el sentido de la felicidad que los embarga hay que saber
que, aunque él tiene reconocida una discapacidad del 40 %, lo cual explica
cierto exceso de gesticulación y los rasgos infantiloides y los temblores
cuando se pone nervioso, le procura a ella un afecto que no había encontrado en
ninguno de sus anteriores novios, el primero el padre de sus dos hijos,
esfumado como humo azotado por un viento de paso a las edades de 2 y 4 años de
los niños. El último novio, el de Chiclana, ya con los niños en 9 y 11 años,
retirados por la Junta,
le maltrataba y ello le supuso un bajón de hasta intentar un suicidio con la
ingesta de pastillas y ser atendida en el hospital. Los abuelos son los que le
prepararon la encerrona para retirarle la custodia de los niños. Su reclamación
de poder visitarlos al menos una o dos veces en semana la ha encomendado a un
abogado de oficio.
Espigada, el pelo
recogido en una coleta, ríe sin ruido la divertida mofa del coche deyectado que
hace él, en quien ha encontrado un respiro ingenuo a tanta perversión que es la
que le ha hecho percibir una solapada desconfianza a su alrededor que la ha
llevado a reaccionar encrespándose como un ave erizada y a negar que robara
nada de la casa de él como le acusara el abuelo de 87 años y por eso la echó.
-¡Cuando el dueño vea qué asco! Menuda pechá de restregar le espera. Ja,
ja.
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