lunes, 31 de diciembre de 2012

En las inmediaciones de San Severiano.




  En las inmediaciones de la iglesia de San Severiano, cogidos del brazo. Ella espigada, más alta que él, que tiene gafas y mira arrugado. Pasan por el lado de un coche que tiene el capó sembrado de las deyecciones de las palomas del árbol de encima, desplazadas por los estorninos del gigante árbol del Instituto Hidrográfico. Reparan en él y se ríen al imaginar al dueño cuando haya de enfrentarse a su lavado. Menuda papeleta la de ponerse a limpiar, todo por la torpeza de aparcarlo debajo de ese árbol.
  La risa se prolonga mientras caminan del brazo, y es una risa, la de él, desatada, boba, divertida, ni que tuviera coche y fuera experto en encontrar aparcamientos no expuestos a deyecciones de palomas; la de ella, condescendiente, sin ruido, estirada de mejillas.
  Para ilustrar la escena y comprender el sentido de la felicidad que los embarga hay que saber que, aunque él tiene reconocida una discapacidad del 40 %, lo cual explica cierto exceso de gesticulación y los rasgos infantiloides y los temblores cuando se pone nervioso, le procura a ella un afecto que no había encontrado en ninguno de sus anteriores novios, el primero el padre de sus dos hijos, esfumado como humo azotado por un viento de paso a las edades de 2 y 4 años de los niños. El último novio, el de Chiclana, ya con los niños en 9 y 11 años, retirados por la Junta, le maltrataba y ello le supuso un bajón de hasta intentar un suicidio con la ingesta de pastillas y ser atendida en el hospital. Los abuelos son los que le prepararon la encerrona para retirarle la custodia de los niños. Su reclamación de poder visitarlos al menos una o dos veces en semana la ha encomendado a un abogado de oficio.
  Espigada, el pelo recogido en una coleta, ríe sin ruido la divertida mofa del coche deyectado que hace él, en quien ha encontrado un respiro ingenuo a tanta perversión que es la que le ha hecho percibir una solapada desconfianza a su alrededor que la ha llevado a reaccionar encrespándose como un ave erizada y a negar que robara nada de la casa de él como le acusara el abuelo de 87 años y por eso la echó.
  -¡Cuando el dueño vea qué asco! Menuda pechá de restregar le espera. Ja, ja.

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