Y
me dijeron que murió;
y
repasé el video del móvil donde cantaba. Lo mostré,
era
joven, comentaron. A la puerta del Centro, improvisando,
con
uno agitanao, pelo y barba a lo Demis Rusos, que le tocaba
la
guitarra. Él con gorrita, nariz respingona, palma alzada.
Había
entrado en declive, vuelta a beber, y a asomar por el
Manteca
y las terrazas de San Juan de Dios para cantar y recabar
unas
perras y quizás ligar, aunque la tripa le afeara, no de la
cerveza,
sino de la cirrosis.
Los
pantalones siempre ajustadísimos, la cartera abultando en el
bolsillo
de atrás, repleta, las ganas de vivir sano de otro tiempo diluidas
en
los vapores mañaneros a la puerta del California. Rememorando correrías de
estupendas
mujeres extranjeras que se anexaban al typical hispanish cantaor,
juerguista,
simpático. Durante la tregua le pagaron una dentadura postiza, de tono
oscurecido
para que no delatara el brillo de lo nuevo. Luego un tiempo inmaculado y
sordo
en un centro de Tarifa, del que se apeó en seguida, porque él no necesitaba,
era
capaz de, por sí solo, sin apoyo. Ya ves.
Después
de las prebendas caritenses e institucionales se perdió en el
abandono
interior para asomar eventualmente con apariencia de artista gozoso y
maldito,
fascinado por un final de
embotada
conciencia y voz empalagosa, doblada por el usurpador
que
le impedía reconocer una sonrisa de conmiseración.
Porque
él no necesitaba, era capaz de,
por
sí solo, sin apoyo. Ya ves.
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