viernes, 7 de diciembre de 2012

Y me dijeron que murió.



Y me dijeron que murió;

y repasé el video del móvil donde cantaba. Lo mostré,

era joven, comentaron. A la puerta del Centro, improvisando,

con uno agitanao, pelo y barba a lo Demis Rusos, que le tocaba

la guitarra. Él con gorrita, nariz respingona, palma alzada.

Había entrado en declive, vuelta a beber, y a asomar por el

Manteca y las terrazas de San Juan de Dios para cantar y recabar

unas perras y quizás ligar, aunque la tripa le afeara, no de la

cerveza, sino de la cirrosis.

Los pantalones siempre ajustadísimos, la cartera abultando en el

bolsillo de atrás, repleta, las ganas de vivir sano de otro tiempo diluidas

en los vapores mañaneros a la puerta del California. Rememorando correrías de

estupendas mujeres extranjeras que se anexaban al typical hispanish cantaor,

juerguista, simpático. Durante la tregua le pagaron una dentadura postiza, de tono

oscurecido para que no delatara el brillo de lo nuevo. Luego un tiempo inmaculado y

sordo en un centro de Tarifa, del que se apeó en seguida, porque él no necesitaba,

era capaz de, por sí solo, sin apoyo. Ya ves.

Después de las prebendas caritenses e institucionales se perdió en el

abandono interior para asomar eventualmente con apariencia de artista gozoso y

maldito, fascinado por un final de

embotada conciencia y voz empalagosa, doblada por el usurpador

que le impedía reconocer una sonrisa de conmiseración.

Porque él no necesitaba, era capaz de,

por sí solo, sin apoyo. Ya ves.

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