Es la
primera vez que recala en un lugar así, y la experiencia, si no grata, está
siendo sorprendente e instructiva. En Málaga agotó el dinero que le quedó tras
el divorcio, las perspectivas comerciales allí declinaron, zanjó el contrato de
alquiler de una vivienda compartida. Aquí ha encontrado un terreno virgen, ha
abordado a varias empresas y le han encontrado creíble y competente, factibles
las posibilidades que él les ofrece de ahorrar dinero en el gasto de la
electricidad aprovechando las promociones de unas u otras compañías. Las técnicas
de trabajo comercial difieren de unos a otros, a él le interesa fidelizar al
cliente, para lo cual no va a presentarle otra opción a los tres o a los seis
meses como hacen otros, esperará al menos un año. Ya hay dos empresas que le
han dado el visto bueno, una tercera está por decidirse, le harán trasferencia
de su comisión y con este dinero podrá alquilarse un cuarto en una casa
compartida. Ya ha visto algunas, las fotos por internet. Las hay de llaves en
las habitaciones o sin ellas pero con respeto de la privacidad de los
inquilinos. Depende de la selección que haga el dueño el que la convivencia sea
agradable y llevadera, normalmente basta que nadie se desmadre y haga buen uso
de las zonas comunes (cocina, baños...). Subirse una churri, si se hace con
naturalidad y discreción, no está excluido.
No fue
una churri, expresión muy castiza, madrileña, la causa de su divorcio. Al menos
reconoce que no con la misma habilidad esquiva de comercial que soslaya concretar
la nueva empresa para la que trabaja desde que se diera de baja en
Iberoconsulting, sospechoso en alguien tan preciso en los datos que expone. Los
motivos fueron desavenencias en la actitud hacia las respectivas familias, lo
cual, después de veinte años y dos hijas, una de dieciocho y otra de catorce,
es tan plausible como si sucede a los diez años, a los cinco o recién casados.
El proceso de interrelación con la familia política nunca se termina, y menos
con la presencia de un eslabón insoslayable: las hijas, que son a su vez
nietas, sobrinas y primas. El reparto fue convenido y satisfizo a las partes: a
cambio de no pasar manutención por las hijas, él ha cedido el dinero de las
cuentas, su cartera de clientes (trabajaban en la misma empresa), la tienda de
chucherías, etc. Del chalé de Murcia le pertenece la mitad, pero difícilmente
podrá embolsarse su valor mientras esté ocupado. El BMW y la moto de 600 son
suyos, aunque ni es tiempo de venderlos, por el reducido valor de mercado, ni
le interesa traerlos por la retirada del carné.
Esto de
la retirada del carné se debe a su afán por los coches y la velocidad, sobre
todo desde que hizo un curso gratuito en la escuela del ex piloto de competición
Emilio de Villota. Trabajaba entonces en Madrid de comercial para la Canon, y aquel, después de
su retirada como profesional, regentaba varias tiendas deportivas. Le vendió
varias máquinas fotocopiadoras y de envío de faxes. No se esperó la oferta del
curso de conducción. Pilotó un bólido por el circuito del Jarama, a las afueras
de Madrid.
Hace
menos de un año, en Barcelona, alternando con un colega en un bar, le ofreció
conducir el coche que se acababa de comprar: un Aston Martin, el deportivo de
James Bond. Perplejo y entusiasmado, se aseguró: “No me lo digas dos veces”. “Ahí
tienes las llaves -y las puso sobre la barra-. Date una vuelta.” Sobrepasó los 250 km/h, no se pudo
controlar ante aquella preciosidad, no había bebido nada. El radar le sacó la
foto y la Guardia Civil
lo detuvo más adelante.
La
intrepidez y el peligro se reviven en su rostro ovalado y con perilla
redondeada no solo con la pasión por los coches y la conducción temeraria sino
con las carreras de sanfermines. Ha sido un asiduo los últimos diez años, iba
con un grupo de amigos y, de la primera experiencia, recuerda el momento de
aliviar el gaznate antes del tradicional cántico y de verse tendidos al día
siguiente en un parque durmiendo la mona. Luego ha sido más consciente y ha
corrido con pericia, a partir de la famosa curva de estafeta, un tramo de unos
veinte metros, ante la mirada severa del toro y la inquietante cornamenta de
metro de anchura. En San Sebastián de los Reyes, Madrid, corría los minisanfermines
y luego participaba en el concurso de quiebros, ganando más de uno. En una
ocasión le llegaron a ofrecer una capea y no lo dudó, un cliente con un rancho,
trescientos kilos de morlaco. Lo toreó bastante bien, cumplió así uno de sus
sueños en la vida.
Esto de
saborear el peligro es una forma de sentirse vivo y de probarse el propio
valor, lo que acaba convirtiéndose en una actitud en la vida y en la asunción
objetiva de la propia capacidad y empeño para no quedarse nunca atascado. Este
sustrato social ofrece la tentación a más de uno de amoldarse, aunque tenga que
recurrir a la itinerancia por otros centros que forman parte de esta red y, en
su caso, a estratagemas que en cada sitio les alarguen la estancia. Los
proyectos anidan en su ánimo, por supuesto se irá a una habitación de alquiler
en cuanto cobre las primeras comisiones, está confiado en que se abrirá camino
y acabará recuperando el nivel anterior, calcula unos mil quinientos al mes.
Piensa sacarse el título de patrón de embarcaciones recreativas y entonces
hacer como un amigo de Valencia: comprarse un barco de dieciocho metros de
eslora e instalarse a vivir allí; el balanceo no le incomodará, menos cuanto,
como el amigo, le lucirá tanto que a cada poco se traerá una churri distinta.
Tampoco descarta que las hijas vengan a disfrutar de esta golosa atracción y
aparten por un tiempo la cómoda estancia en el chalé de Murcia junto a la
madre.
Lo
observado de esta experiencia le induce a pensar si estos centros no servirán
para el mantenimiento de la pobreza, a tenor del porcentaje de personajes que
se detecta inscrito a este tipo de vida, y, en su caso, para dar cobertura a
pequeños delincuentes como R Espinola, a quien vino a buscar el otro día la
policía. El joven de Vejer por lo visto ya tenía antecedentes de robo con violencia,
se encontraba con la madre y la hija, también de algún pueblo del interior. Le
gustaba esta última y por algún pequeño enfado repentino la tomó con un viejo
de unos setenta años que se le cruzaba en ese momento. Lo increpó diciéndole
que le ayudara con dinero porque estaba en la calle, harto de esta vida. No lo
dejó reaccionar, en seguida se abalanzó sobre él, en el suelo le apretó el
cuello con las manos y, debilitado, le quitó la cartera y huyó. Pasó por el
Centro para retirar sus pertenencias y cambiarse de camiseta. Obró con bastante
presteza y cálculo, seguramente salió pitando de la ciudad con los ochenta
euros embolsados. La policía retuvo una noche en el calabozo a la chica y luego
la soltó, no había intervenido para nada, ni imaginaba el paradero de él.
A propósito
de la madre y la hija, causan un efecto extraño, una complicidad morbosa que se
manifiesta, por ejemplo, en su desinhibición a la hora de morrearse juntas con
los respectivos novios.
Él es de Chueca, un
barrio castizo de Madrid, y, por desgracia, vivió el proceso de trasformación
de muchos amigos hacia la delincuencia. Todos eran hijos de padres con oficios
modestos, que le brindaron una buena educación: estudiaron en los escolapios.
La droga, el dinero fácil, la delincuencia les trasformó. Él supo mantenerse al
margen, nunca consumió, le bastaron sus habilidades comerciales, su tesón y su
deseo de aprender para prosperar. Le pasó alguna vez que alguno de aquellos
amigos le salió al paso al doblar una esquina de su barrio esgrimiendo una
navaja. Hasta que no se reconocieron pasaron momentos de tensión e
incertidumbre. Otros parece que se organizaron mejor y no se dedicaron al
asalto de transeúntes inocentes sino al atraco de alguna que otra farmacia o
joyería. Qué pena de barrio, de mala fama, con lo castizo, humilde y ejemplar
que había sido.