viernes, 26 de julio de 2013

Es la primera vez



  Es la primera vez que recala en un lugar así, y la experiencia, si no grata, está siendo sorprendente e instructiva. En Málaga agotó el dinero que le quedó tras el divorcio, las perspectivas comerciales allí declinaron, zanjó el contrato de alquiler de una vivienda compartida. Aquí ha encontrado un terreno virgen, ha abordado a varias empresas y le han encontrado creíble y competente, factibles las posibilidades que él les ofrece de ahorrar dinero en el gasto de la electricidad aprovechando las promociones de unas u otras compañías. Las técnicas de trabajo comercial difieren de unos a otros, a él le interesa fidelizar al cliente, para lo cual no va a presentarle otra opción a los tres o a los seis meses como hacen otros, esperará al menos un año. Ya hay dos empresas que le han dado el visto bueno, una tercera está por decidirse, le harán trasferencia de su comisión y con este dinero podrá alquilarse un cuarto en una casa compartida. Ya ha visto algunas, las fotos por internet. Las hay de llaves en las habitaciones o sin ellas pero con respeto de la privacidad de los inquilinos. Depende de la selección que haga el dueño el que la convivencia sea agradable y llevadera, normalmente basta que nadie se desmadre y haga buen uso de las zonas comunes (cocina, baños...). Subirse una churri, si se hace con naturalidad y discreción, no está excluido.
  No fue una churri, expresión muy castiza, madrileña, la causa de su divorcio. Al menos reconoce que no con la misma habilidad esquiva de comercial que soslaya concretar la nueva empresa para la que trabaja desde que se diera de baja en Iberoconsulting, sospechoso en alguien tan preciso en los datos que expone. Los motivos fueron desavenencias en la actitud hacia las respectivas familias, lo cual, después de veinte años y dos hijas, una de dieciocho y otra de catorce, es tan plausible como si sucede a los diez años, a los cinco o recién casados. El proceso de interrelación con la familia política nunca se termina, y menos con la presencia de un eslabón insoslayable: las hijas, que son a su vez nietas, sobrinas y primas. El reparto fue convenido y satisfizo a las partes: a cambio de no pasar manutención por las hijas, él ha cedido el dinero de las cuentas, su cartera de clientes (trabajaban en la misma empresa), la tienda de chucherías, etc. Del chalé de Murcia le pertenece la mitad, pero difícilmente podrá embolsarse su valor mientras esté ocupado. El BMW y la moto de 600 son suyos, aunque ni es tiempo de venderlos, por el reducido valor de mercado, ni le interesa traerlos por la retirada del carné.
  Esto de la retirada del carné se debe a su afán por los coches y la velocidad, sobre todo desde que hizo un curso gratuito en la escuela del ex piloto de competición Emilio de Villota. Trabajaba entonces en Madrid de comercial para la Canon, y aquel, después de su retirada como profesional, regentaba varias tiendas deportivas. Le vendió varias máquinas fotocopiadoras y de envío de faxes. No se esperó la oferta del curso de conducción. Pilotó un bólido por el circuito del Jarama, a las afueras de Madrid.
  Hace menos de un año, en Barcelona, alternando con un colega en un bar, le ofreció conducir el coche que se acababa de comprar: un Aston Martin, el deportivo de James Bond. Perplejo y entusiasmado, se aseguró: “No me lo digas dos veces”. “Ahí tienes las llaves -y las puso sobre la barra-. Date una vuelta.” Sobrepasó los 250 km/h, no se pudo controlar ante aquella preciosidad, no había bebido nada. El radar le sacó la foto y la Guardia Civil lo detuvo más adelante.
  La intrepidez y el peligro se reviven en su rostro ovalado y con perilla redondeada no solo con la pasión por los coches y la conducción temeraria sino con las carreras de sanfermines. Ha sido un asiduo los últimos diez años, iba con un grupo de amigos y, de la primera experiencia, recuerda el momento de aliviar el gaznate antes del tradicional cántico y de verse tendidos al día siguiente en un parque durmiendo la mona. Luego ha sido más consciente y ha corrido con pericia, a partir de la famosa curva de estafeta, un tramo de unos veinte metros, ante la mirada severa del toro y la inquietante cornamenta de metro de anchura. En San Sebastián de los Reyes, Madrid, corría los minisanfermines y luego participaba en el concurso de quiebros, ganando más de uno. En una ocasión le llegaron a ofrecer una capea y no lo dudó, un cliente con un rancho, trescientos kilos de morlaco. Lo toreó bastante bien, cumplió así uno de sus sueños en la vida.
  Esto de saborear el peligro es una forma de sentirse vivo y de probarse el propio valor, lo que acaba convirtiéndose en una actitud en la vida y en la asunción objetiva de la propia capacidad y empeño para no quedarse nunca atascado. Este sustrato social ofrece la tentación a más de uno de amoldarse, aunque tenga que recurrir a la itinerancia por otros centros que forman parte de esta red y, en su caso, a estratagemas que en cada sitio les alarguen la estancia. Los proyectos anidan en su ánimo, por supuesto se irá a una habitación de alquiler en cuanto cobre las primeras comisiones, está confiado en que se abrirá camino y acabará recuperando el nivel anterior, calcula unos mil quinientos al mes. Piensa sacarse el título de patrón de embarcaciones recreativas y entonces hacer como un amigo de Valencia: comprarse un barco de dieciocho metros de eslora e instalarse a vivir allí; el balanceo no le incomodará, menos cuanto, como el amigo, le lucirá tanto que a cada poco se traerá una churri distinta. Tampoco descarta que las hijas vengan a disfrutar de esta golosa atracción y aparten por un tiempo la cómoda estancia en el chalé de Murcia junto a la madre.
  Lo observado de esta experiencia le induce a pensar si estos centros no servirán para el mantenimiento de la pobreza, a tenor del porcentaje de personajes que se detecta inscrito a este tipo de vida, y, en su caso, para dar cobertura a pequeños delincuentes como R Espinola, a quien vino a buscar el otro día la policía. El joven de Vejer por lo visto ya tenía antecedentes de robo con violencia, se encontraba con la madre y la hija, también de algún pueblo del interior. Le gustaba esta última y por algún pequeño enfado repentino la tomó con un viejo de unos setenta años que se le cruzaba en ese momento. Lo increpó diciéndole que le ayudara con dinero porque estaba en la calle, harto de esta vida. No lo dejó reaccionar, en seguida se abalanzó sobre él, en el suelo le apretó el cuello con las manos y, debilitado, le quitó la cartera y huyó. Pasó por el Centro para retirar sus pertenencias y cambiarse de camiseta. Obró con bastante presteza y cálculo, seguramente salió pitando de la ciudad con los ochenta euros embolsados. La policía retuvo una noche en el calabozo a la chica y luego la soltó, no había intervenido para nada, ni imaginaba el paradero de él.
  A propósito de la madre y la hija, causan un efecto extraño, una complicidad morbosa que se manifiesta, por ejemplo, en su desinhibición a la hora de morrearse juntas con los respectivos novios.
  Él es de Chueca, un barrio castizo de Madrid, y, por desgracia, vivió el proceso de trasformación de muchos amigos hacia la delincuencia. Todos eran hijos de padres con oficios modestos, que le brindaron una buena educación: estudiaron en los escolapios. La droga, el dinero fácil, la delincuencia les trasformó. Él supo mantenerse al margen, nunca consumió, le bastaron sus habilidades comerciales, su tesón y su deseo de aprender para prosperar. Le pasó alguna vez que alguno de aquellos amigos le salió al paso al doblar una esquina de su barrio esgrimiendo una navaja. Hasta que no se reconocieron pasaron momentos de tensión e incertidumbre. Otros parece que se organizaron mejor y no se dedicaron al asalto de transeúntes inocentes sino al atraco de alguna que otra farmacia o joyería. Qué pena de barrio, de mala fama, con lo castizo, humilde y ejemplar que había sido.

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