El
policía se apea del vehículo, que queda obstaculizando el camino al Castillo de
San Sebastián. En el poyete está sentado Carita de Plata. A su espalda un paño
de arena de la playa la
Caleta.
-Buenas
días.
-Buenos
días.
-Huele
raro por aquí -dice el policía.
-A saber
lo que fumará la gente -Carita de Plata no esconde el porro; tampoco hace
ostentación del mismo. Las gaviotas retozan sobre el arrecife (quizás entre
ellas, la de las alas rotas de su poema). Las olas rebañan las lajas.
-Por lo
menos podía haber disimulado. Haberlo tirado.
-¿Por
qué? Si me está gustando mucho.
Carita
de Plata habla con la parsimonia de un gnomo gitante, afeitado el bigote, la
barba canosa y amplia.
-¿Sabe
usted que yo le podría causar problemas?
Carita
de Plata hace una mueca sarcástica, la boca despojada de dientes. Le repellizca
la chulería, le da pie a sacar la suya madrileña. Ahora sí hace ostentación del
porro. Da una larga calada. Sopla el humo, no directamente a la cara del
policía, sí creando una espesa y aromática nube alrededor.
-Oiga,
joven -habla pausando las palabras-. Qué problema me va a causar. ¿Ponerme una
multa? Si le hace ilusión: una o diecisiete. Lo mismo me da. No pienso
pagarlas. Soy "disolvente" -usa esta palabra a propósito, en vez de
insolvente-. Duermo en el Centro y como en las monjas. El único problema que me
pueden causar a mi edad y en mi situación es que me dejen embarazado.
El
policía que había quedado en el vehículo chista a su compañero para que lo
deje. Así hace, se retira sin más, entre escarnecido y prudente.
Carita
de Plata disfruta de su triunfo.
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