miércoles, 24 de julio de 2013

Aquello es un laboratorio



  - Aquello es un laboratorio. Desde las siete de la mañana a las once de la noche: terapia, terapia, terapia. Me colocan una silla enfrente, bajan las persianas para que todo quede en penumbra y me dicen: imagina que ese es tu padre. Te lo juro. Llegué a creérmelo. Me descargaba sobre la silla pensando que era mi padre. Yo debía odiarlo por ser alcohólico y haberme malcriado. ¿Cómo puede ser eso? ¿A mi padre? Bueno; supongo que era una forma de quitarme los resentimientos, de sacarme la rabia. Eso es lo que estoy haciendo ahora. Sacarme la rabia. A eso te enseñan. –Está visiblemente alterado, la voz es rasgada y rotunda, hace aspavientos bruscos y gesticulaciones para ilustrar lo que cuenta. Ha señalado a una silla imaginaria en medio del vestíbulo para recrear aquel episodio del padre. En los sillones hay dos oyentes más. Tiene un tatuaje a lo largo del anverso del brazo, una especie de dragón, que parece que dance en el aire y escupa fuego. – Después de un año machacándote sé un taco de psicología. He aprendido a ponerle nombres a los sentimientos, antes no tenía ni puta idea, mi interior era un caos. Ahora sé verme a mí mismo y decirme: me pasa esto, me pasa lo otro. Tengo rencor, rabia, miedo, soy deshonesto, hago pillería, entro en contrato, morboséo, salgo de padre, ironizo, pierdo el respeto, me victimizo. Podría abrir un gabinete. ¿Y todo para…? Mierda. Mentira que te quiten la etiqueta. La etiqueta de drogadicto la llevarás siempre. –Hace una pedorreta colocando en rosco el índice y el pulgar sobre la boca -. La etiqueta la puedes doblar, girar, poner bocabajo, disfrazar. Pero la llevas siempre encima. Y para un trabajo, centro, lo que sea, te la descubren. Estas marcado de por vida. –Para ilustrar la metáfora de la etiqueta hace uso de la que hay en el interior del cuello de su camiseta: la dobla, la gira, la voltea. – Eres un drogadicto aunque ya no consumas. –Pedorreta-. Y me echaron por medio pollo. Después de un año. ¡Medio pollo! Un año en aquel laboratorio y por medio pollo me expulsan una semana. Claro; salí quemado, y aunque pude retomar, se me cruzó una piba en el camino. Menuda piba. Un año sin mojar y aquella que me lo pedía a gritos, que se me abría de patas. Pues hala, ni diez minutos tardé en seguirla. –La agitación también lo lleva a ejecutar una especie de coreografía, tosca y exagerada. Es imaginable cómo ilustra el encuentro con la piba-. Y no era buena. ¿Quién era bueno, si hasta a mi padre debí despreciarlo? Por eso recaí. Ahora llevo seis meses sin drogarme, pero estoy quemado. Mi hermano no quiere que viva con él y con mi padre. ¿Por qué? Porque teme que estalle y le suelte en su cara, delante de mi padre, que ha consumido conmigo. Menudo cabrón hipócrita. Estoy quemado, en la calle, con 41 años. La vida no es justa conmigo, es una putada. Lo único que se me ocurre es quitarme la vida. –La voz se vuelve todavía más desgarradora-. ¿Sabe por qué no me quito la vida? Por cobarde que soy. El día que sea valiente, acabo con tanto sufrimiento. Me tiro de un sexto. Esto no es vida. Dando tumbos, sin saber dónde ir, cada vez con menos bolsas, tirando cosas. Rabia. Rabia es lo que llevo dentro. Mucha rabia. Al menos me enseñaron a sacarla, a exteriorizarla, y es lo que estoy haciendo ahora. Ya le había reconocido, ya. No me olvido de usted. Pero no quise decirle nada. Estoy pasándolo mal. Anímicamente estoy fatal. Deprimido. Y así no tiene uno ganas de conversar ni de nada. Me siento hundido, asqueado, rabioso… En fin. Algo me he descargado. ¿Y usted? ¿Sigue tocando la guitarra?

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