- Aquello es un laboratorio. Desde las siete
de la mañana a las once de la noche: terapia, terapia, terapia. Me colocan una
silla enfrente, bajan las persianas para que todo quede en penumbra y me dicen:
imagina que ese es tu padre. Te lo juro. Llegué a creérmelo. Me descargaba
sobre la silla pensando que era mi padre. Yo debía odiarlo por ser alcohólico y
haberme malcriado. ¿Cómo puede ser eso? ¿A mi padre? Bueno; supongo que era una
forma de quitarme los resentimientos, de sacarme la rabia. Eso es lo que estoy
haciendo ahora. Sacarme la rabia. A eso te enseñan. –Está visiblemente alterado,
la voz es rasgada y rotunda, hace aspavientos bruscos y gesticulaciones para
ilustrar lo que cuenta. Ha señalado a una silla imaginaria en medio del vestíbulo
para recrear aquel episodio del padre. En los sillones hay dos oyentes más. Tiene
un tatuaje a lo largo del anverso del brazo, una especie de dragón, que parece
que dance en el aire y escupa fuego. – Después de un año machacándote sé un
taco de psicología. He aprendido a ponerle nombres a los sentimientos, antes no
tenía ni puta idea, mi interior era un caos. Ahora sé verme a mí mismo y
decirme: me pasa esto, me pasa lo otro. Tengo rencor, rabia, miedo, soy deshonesto,
hago pillería, entro en contrato, morboséo, salgo de padre, ironizo, pierdo el
respeto, me victimizo. Podría abrir un gabinete. ¿Y todo para…? Mierda. Mentira
que te quiten la etiqueta. La etiqueta de drogadicto la llevarás siempre. –Hace
una pedorreta colocando en rosco el índice y el pulgar sobre la boca -. La
etiqueta la puedes doblar, girar, poner bocabajo, disfrazar. Pero la llevas siempre
encima. Y para un trabajo, centro, lo que sea, te la descubren. Estas marcado
de por vida. –Para ilustrar la metáfora de la etiqueta hace uso de la que hay
en el interior del cuello de su camiseta: la dobla, la gira, la voltea. – Eres
un drogadicto aunque ya no consumas. –Pedorreta-. Y me echaron por medio pollo.
Después de un año. ¡Medio pollo! Un año en aquel laboratorio y por medio pollo
me expulsan una semana. Claro; salí quemado, y aunque pude retomar, se me cruzó
una piba en el camino. Menuda piba. Un año sin mojar y aquella que me lo pedía
a gritos, que se me abría de patas. Pues hala, ni diez minutos tardé en seguirla.
–La agitación también lo lleva a ejecutar una especie de coreografía, tosca y
exagerada. Es imaginable cómo ilustra el encuentro con la piba-. Y no era
buena. ¿Quién era bueno, si hasta a mi padre debí despreciarlo? Por eso recaí.
Ahora llevo seis meses sin drogarme, pero estoy quemado. Mi hermano no quiere
que viva con él y con mi padre. ¿Por qué? Porque teme que estalle y le suelte
en su cara, delante de mi padre, que ha consumido conmigo. Menudo cabrón
hipócrita. Estoy quemado, en la calle, con 41 años. La vida no es justa
conmigo, es una putada. Lo único que se me ocurre es quitarme la vida. –La voz
se vuelve todavía más desgarradora-. ¿Sabe por qué no me quito la vida? Por
cobarde que soy. El día que sea valiente, acabo con tanto sufrimiento. Me tiro
de un sexto. Esto no es vida. Dando tumbos, sin saber dónde ir, cada vez con
menos bolsas, tirando cosas. Rabia. Rabia es lo que llevo dentro. Mucha rabia.
Al menos me enseñaron a sacarla, a exteriorizarla, y es lo que estoy haciendo
ahora. Ya le había reconocido, ya. No me olvido de usted. Pero no quise decirle
nada. Estoy pasándolo mal. Anímicamente estoy fatal. Deprimido. Y así no tiene uno
ganas de conversar ni de nada. Me siento hundido, asqueado, rabioso… En fin.
Algo me he descargado. ¿Y usted? ¿Sigue tocando la guitarra?
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