viernes, 11 de mayo de 2012

Rumanos. Dos veces van ya.

Dos veces van ya. Llegan tarde, hacia las once y diez, y cojudos, como dirían allende el charco. Tres rumanos el primero, uno palmeando la puerta bruscamente (aunque no haya timbre, ya podía moderarse), y a gritos. Malas formas. La puerta interpuesta, yo aplicándome en las normas. "Hay que llegar a su hora", etc. La frase clave para mi titubeo: "Al menos a la mujer déjala pasar la noche. Nosotros nos vamos a C. H.". Abro, inspecciono al trío, ella es mayor, la entro. Luego supe que era la madre del otro. ¿Cómo? Porque el golpeante de la puerta revino hacia las dos de la madrugada con reiterada insistencia, a pesar de la discontinuidad temporal. "¿Está T*?" O sea, su acompañante de hace tres horas. No me cree que no. Yo no sé por qué no estarán ahora juntos. "El hijo de tal". O sea, sospecha que lo habría dejado, por haber dejado a la madre. Pues no, entre otras cosas porque no ha aparecido; y me huelo que a él lo ha esquinado por jartible y patoso, culpable de verse en la calle.
  Al día siguiente, al abandono del Centro, la madre aguarda en los alrededores de la plaza Macías Rete. Espera que alguno asome a recogerla, al menos el hijo. Ni eso. Por la noche no aparecerá, ni ellos aparecen (vieja Cocleta, sin lengua, arrugada de lifting senil, de auténtico rumano; quizás una Helena de Troya raptada y envejecida).

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