jueves, 26 de diciembre de 2013

La boca desdentada



  La boca desdentada se contrae perfilando una sonrisa de felicidad instantánea, ahí en la cama, cubierto con la manta, calentito y limpio después de quitarle la mierda hasta las trancas incrustada de varias semanas, lo que ha revelado sendas úlceras en los glúteos. La prótesis dental en el vaso, el vaso en el cuarto de baño, la pastilla efervescente tintando de azul el agua.

  La sonrisa de felicidad de la boca hueca, sonrisa torpe y maliciosa, sonrisa chocarrera del que resiste con coraje sobrehumano y se burla de los desvelos de los demás, sonrisa exánime que contiene toda la esencia de un carácter irreductible, ha sido mi mejor regalo navideño.

  - Hijo puta. Me estás dejando sin pijamas, sin chándals, sin mantas… –le amonesto como colofón, y entonces me sonríe triunfante.

  Hoy se ha bajado los pantalones varias veces (la plasta primera era del neolítico), se ha dejado tentar la chorra (si tendrá razón y yo seré mariquita), se ha dejado limpiar, restregar y curar las nalgas fláccidas y ulcerosas.

  Esta cueva no es un establo con buey y mula, y para él es el día de san Juan, no la Navidad. Los niños, verdaderos inventores de los belenes, no incluyen, seguramente porque se lo impiden los mayores para participar de la ficción, figuras de viejos tirados en el suelo sin poder levantarse en medio de un charco de pis y caca; o viejitas que resisten en sus casitas con parcela y limonero la expropiación de una orden religiosa; o indigentes que acuden a centros de alojamiento huyendo del temporal donde luego otro les increpa porque ocupen una habitación de privilegiados; o parejas que se aman a escondidas. Los niños pecarán cuando sean mayores de lo mismo: de no permitir que los siguientes niños incluyan aquello que intuyen o ven con sus ojos prístinos y se les oculta o se les maquilla.

  La comida y mi ropa cobran hoy un nuevo sentido: ya no es confort, delectación gustativa o ambientación hogareña para preservar a los niños de las figuras de los belenes de la realidad. Es comida y ropa para rescatar provisionalmente a una vida solitaria de su propia consunción (“no valgo un duro”, “para estar así mejor morirse”, “nadie nos vamos a quedar aquí” etc.).

  Todos participamos de la placentera mimesis en el grupo de rostros superfluos, falaces y, sin duda, acribillados interiormente de rencillas, tiranías, manías y malestares, ocultas tras la falsa locuacidad y el liviano divertimento de un rato. Yo tampoco me merezco este regalo navideño. Pero como me lo han hecho, me lo quedo. Lo guardaré con celo en un cajón. Una sonrisa desdentada de felicidad momentánea.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Las píldoras de silencio



  Las píldoras de silencio son un constitutivo fundamental para la resolución de conflictos, cuyo capítulo primero es la prevención. Hay que dosificarlas, y no siempre contienen el mismo principio activo (benévolo, hostil, sereno, disciplinado, amable, reflexivo, risueño…).
  Además puede ser silencio de una sola voz (tenor, soprano, bajo…) mientras prosigue la música coral de las otras voces. Silencio que omite la réplica que debía merecerse quien se muestra imperativo: “¡Dame un colacao, que tengo prisa!”, o : “¡Encima un colacao express!”, como si hubiera habido recochineo al hacerle comprender (a un veterano ya) que ha aparecido por el comedor pasada la hora de cierre.
  El trato había sido amable y hasta deferente. Le hube comprado libros en su puesto del baratillo. Le hube regalado una bicicleta y un escáner para que lo vendiera. Había surgido una cierta camaradería. Las charlas eran rudamente afectuosas, sin dejos empalagosos, comprensiva ante la impaciencia por salir a un piso compartido en Puntales. Una vez le llamé “El profesional”. Desconozco si comprendió que me refería a León (Jean Reno) el indestructible asesino a sueldo bebedor de leche (sin colacao). Era por la expresión facial, las arrugas del entrecejo, el poso de bondad en su perpetua beligerancia contra las pequeñas contrariedades (el compañero de habitación enfermo, la temperatura del colacao, el cumplimiento de los horarios…)
  Sin afán compensatorio, al menos es de esperar parecida amabilidad y educación a la que se ofrece. La confianza corrompe cierta compostura, las paranoias la resquebrajan. Oliver, sonriendo sus cuatro dientes draculinos en la cabeza ahuevada, lo confirma: son paranoias.
  Desde que El profesional se ha ido a un piso compartido en Puntales, le ha cambiado la cara, trasciende otro ánimo. Los meses demasiado largos le han aportado al fin esta solución. Así le ocurre a quien sabe esperar. También Chary, la novia de Oliver, ha sido recompensada. El primer día de ocupación del pequeño piso del Patronato dice que se lo pasará recorriéndolo arriba y abajo, incrédula. La felicidad en su rostro maltrecho. Qué pena: ¿ahora que va a mejorar el paisaje de la plaza por obras nos abandonas?, bromeo.
  El profesional ocultó la buena noticia por la mañana cuando apareció en el tiempo de descuento. Otra vez su modo sucinto de provocación, pensé. Jorge, el obeso, repetía desayuno y reiteración de noticias televisivas dos mesas más adelante. Pasados cinco minutos, corté: “Con dolor de mi corazón…” Él hizo una mueca de asesino profesional y me lanzó una mirada aviesa.
  A veces he dado algún crédito a percepciones sesgadas como aquella que dejó caer una vez: “¡Qué buena gente eres cuando quieres…!” En todo caso decidí controlar mi peregrina displicencia de aquel momento, a pesar de que mi actitud estaba justificada. Había obviado que a personas inteligentes como él no hacía falta explicar que estaba burlando ostentosamente el horario. Las píldoras de silencio ulteriores no solo eran por cautela y prevención sino por disconformidad con su actitud, renuncia a aquella camaradería y anuncio tácito de alerta, pues podía malograr su estancia.
  El último día se despidió afectuosamente dando las gracias. Tras la postrera provocación tácita a la formalidad del horario reveló la felicidad de su marcha. La había reservado como arma arrojadiza en caso de cuadricularle las reglas que de sobra conocía. Me animó a que no me olvidara de visitarlo al baratillo: “Pásate por allí, picha, siempre que quieras”. Hablamos de recorridos de bicicleta.
  Las paranoias ratificadas por Oliver se disuelven. Aquí no hay conspiraciones. La liberación del ámbito no obsta para el reconocimiento del mismo, cuyos mantenedores no hacen sino procurar que funcione de la manera más decente.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Hace tanto frío



  Hace tanto frío que ignoran si es solo exterior, el que marcan los termómetros, o es también interior: la gelidez de un aislamiento que pocos vislumbran.
  La soledad de la lucha por la recuperación es ardua, por la reposición de una pizca de la armonía perdida en el pasado. Es como contrarrestar el arañar de pesadillas que reivindican su aprisionamiento. ¿Hay ahí fuera alguien que los comprenda? ¿Hay testigos? ¿Hay árbitros que vigilen las reglas y apunten un resultado?
  Milagrosamente algunos hallan el calor de una compañía.
  No es solo un beso apasionado a la puerta del Centro, es el trasvase de comprensión y energía entre vasos comunicantes a fin de reponer un moderado equilibrio y provocar la deportación de su lucha solitaria incomprendida y desesperanzada. Abrazados hace menos frío, aunque los coletazos de agitación del pasado y las secuelas del naufragio aún pervivan. Ellos han encontrado en el otro el no andar solos, el no verse señalados por sus culpas respectivas, el remedio paliativo justificador de sus yerros. A lo mejor alguien había previsto tal entrecruzamiento de soledades, a modo de experimento, para revolucionar sus perspectivas de una escalada a tientas. Nunca se sabe quién puede ser un refuerzo para seguir navegando a la deriva, eso sí, alejándose de la isla cuyo volcán escupía la lava quemadora, con la intuición de que pueda haber tierra firme tras la siguiente ondulación del mar.
  Oliver ha conocido los más importantes puertos del mundo, pero, sobre todo, la agitación permanente de las aguas bajo la base endeble de madera, los pantucazos de la proa, las embestidas en los costados, el zarandeo convulso del catre con la flaca seguridad de unas sábanas anudadas. Los atuneros tras el Yellowfin. Los mercantes tras la carga y descarga presurosa en los puertos de ciudades fabulosas e inasibles. El regreso al puerto-hogar y el hallazgo de su particular traición justificadora de un reingreso en el silencio y la apatía. Chary se descasó tantas veces como el alcohol la reprobara por su abandono en el último instante, en el instante de decir basta y atender al menor de los niños gracias a que la tía que lo acoge no le conculca su derecho de parque infantil y tobogán por las tardes. Oliver la acompaña.
  Dos páginas arrancadas de libros distintos que ya nadie leía. Unidas forman un incipiente texto cuya lectura serena y alivia, un texto solo comprensible para ellos, jeroglífico para el resto del mundo, con explicaciones interinas que se han ido escurriendo desde los márgenes, desde las extralimitaciones.
  Es imposible que ese beso a la puerta del Centro, tan visible y manifiesto, sepa alguien verlo cabalmente. Hace tanto frío…

jueves, 28 de noviembre de 2013

No se tiró de un sexto piso



  No se tiró de un sexto piso a pesar de que las cosas se le torcieron y siguen sin irle rodadas. Le negaron la incorporación al programa Luz y Agua, la asistenta no hacía más que marearle, o bien verificar que, si aquel laboratorio en el que había estado más de un año había sido insuficiente, mas lo sería este precocinado. No le han incluido en las entrevistas para “Durmiendo al raso”, cuando los que están en el programa no duermen al raso,  y él sí. El enchufe de “Hospital de mujeres” le espetó: “No pienso mover un dedo porque entres allí”.
  Tiró una puerta abajo de una patada de karate, mejor, de Taikwondo, de una vivienda vacía en la calle Santo Domingo. Era cinturón negro tercer dan. Las piernas, finas y flexibles, lo denotan. La pierna con que golpeó a la madre al dirigirla al hermano ha sido considerada arma blanca por la justicia, aún espera la celebración del juicio en Sanlúcar, con suerte no le cae más cárcel. Le fracturó el húmero. Le había dicho que iba a matar al hermano y ella se interpuso. ¿En qué cabeza cabe que tuviera intención de dañarla?
  Tiró otra puerta abajo de una patada similar cuando la policía le conminó a abandonar la vivienda ocupada en la calle Santo Domingo. ¿Por qué fue tan carajote de poner a nombre de su novia el piso que compró en Petrel, Alicante? Estaba pelado y él, manitas, lo fue apañando.  Le puso los cuernos y, por no buscarse más líos, regresó a su tierra.
  El mismo policía que había desmantelado su primer asentamiento descubrió el segundo y solo hubo de hacerle una indicación indolente. Él obedeció. En un bar cercano se le saltaron las lágrimas enumerando su mala suerte ante unos parroquianos conmovidos. No quería regresar al superpoblado suelo de Canalejas. El presidente de una asociación de vecinos en el Barrio Santamaría telefoneó a un amigo que le entregó las llaves de la puerta de entrada a un solar.
  La puerta verde, metálica, está incrustada en una tapia. Entramos.
  No hay techumbre, sí la inmensidad de un hueco que a duras penas refleja la compartimentación de antaño por tabiques y paredes semiderruidas en los flancos, y restos de losas sucias y semienterradas en el suelo y las paredes. Los edificios colindantes resistieron la demolición y son la imponente contrarréplica a la ruina que ha sido barrida con palas y recogedor. La grava la extendió él, de un montículo en un rincón, al lado de la hormigonera muerta por asfixia. No cae nunca la oblicuidad de los rayos de sol del Campo del Sur, quizás en verano. La perra del compañero le lame. Los cordeles de ropa en un lado exhiben la ropa lavada en la lavandería industrial cercana, por deferencia de una de allí que se ha enrollado y la desliza entre las sábanas hospitalarias. Detrás de una malla verde de obra colocada a modo de biombo está la tienda de campaña por treinta euros desembolsada por una buena samaritana después que los primeros días durmieran sobre colchones. El valor estimado de primera mano superaría los doscientos euros. Está extendida delante de un sofá traído a cuestas que no da sensación de salón hogareño sino de mobiliario adjunto a un contenedor para que la municipalidad encargada lo retire y lo incinere. En la tienda de campaña, ovoide como un iglú, amarrada con tiras de cuerda estiradas por ladrillos,  duerme el compañero cargado de morfina sus dieciséis horas diarias; la enfermedad no le permite mucho. Únicamente ellos dos habitan este solar.
  La policía, esta vez, alertada por algún vecino incomodado, hizo la vista gorda. La lámpara de la luz se ha quedado sin pilas. El agua en garrafas la conservan sobre una mesa improvisada en la pared. Detrás de la tienda asoman los huecos de un antiguo aseo y la cocina. En el primero ha puesto un ladrillo en el agujero abierto en el suelo por donde pasaba el bajante. Lo retira cada vez que caga. En el segundo, enfrente, ha improvisado un taller para montar la bicicleta que ha puesto a punto reuniendo piezas sueltas. Tienen algunas latas en conserva y galletas aunque acuden a diario a María Arteaga y a Santiago. Las duchas, tres veces en semana en la asociación Trille.
  El compañero se sorprende de que haga la cama por las mañanas. Aduce las enseñanzas del laboratorio aquél; algo le quedó. Por lo mismo recoge las colillas, las cacas de la perra, etc., manteniendo el lugar higiénico y presentable dentro de su sobriedad desoladora. Ha traído una maceta vacía, a lo mejor planta algo. En una mesita ha colocado un teclado y una pantalla plana de ordenador desechados; sin torre no funciona; y sin luz. Pero invita a una tosca sensación hogareña.
  Hasta dentro de tres años el dueño no se plantea edificar nada ni, por tanto, echarlos, si se comportan. En ese tiempo piensa que habrá encontrado una salida mejor. Ya no se droga ni se junta con mala gente. De seis a nueve de la tarde acude al centro de la calle Arbolí para prepararse el acceso a la Universidad. Recibe clases de historia, lengua, geografía, portugués… Hay una clase en que el profesor está para él solo. Los exámenes son en abril.
  Estos días de noviembre, reconoce, pasa frío; las mantas son insuficientes. La lona impermeable de la tienda de campaña protege de la lluvia, no del frío; no han podido asentarla varios centímetros en alto para evitar las corrientes de agua que se forman.
  Es hora de las clases. Toma la mochila estudiantil y se la carga al hombro. El compañero sigue durmiendo. Comparte con él la mitad de todo lo que pilla. El otro hace lo propio, aunque está más impedido.
  Salimos. No se ha quitado las gafas de sol en todo el tiempo. Ha hablado con el ímpetu que le caracteriza: sin desesperación, con un deje de amargura superada, con afán constructivo. Acaricia a la perra antes de cerrar con llave la puerta verde metálica incrustada en la tapia. Por encima, la vista solo advierte el inmenso hueco gélido y defectuoso. El reverso de un envoltorio inhabitable. La insinuación de un pasado reducido a escombros pertinentemente retirados.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

La obesidad no es un problema

  La obesidad no es un problema aunque pese ciento cuarenta kilos. Jorge ha conocido cuál es en los últimos tiempos, desde que se trata.
  -Sufro trastorno de ansiedad con agorafobia y esquizofrenia paranoide.
  Casi lo pregona al servirle el colacao del desayuno (seis cucharadas de azúcar, por favor; muy azucarado) sin que mi pregunta fuera directa ni impertinente. No se cohíbe porque le han convencido de que reconocerla es un paso crucial y no debe avergonzarse. Es tiempo de remontar, o mejor, de culminar la remontada que comenzara con la asistencia a la Comunidad Terapéutica de Puerto Real, no la antigua en el barrio Jarana, que se inundó, sino la moderna, adosada al Hospital. Tres provechosos años que, sin embargo, no impidieron que durmiera en las calles de San Fernando, Cádiz, Puerto Real, Puerto Santa María... Tenía treinta años y su mole no debía pasar desapercibida, ni su indigencia, ni su retraimiento y habla inconexa y perdida. En las entrevistas era perceptible (por lamentable) su deterioro físico y mental, en suma, su inhabilitación como persona. La obesidad constituyó un aliado contra el frío de las noches invernales, pero también una dificultad motriz, higiénica y respiratoria. La constancia derribó la barrera mental que lo tenía aherrojado a una supervivencia malsana, desentendido de su padre policía e, inevitablemente, de su madre ingresada en un piso tutelado en el Puerto de Santamaría. Le inculcaron el tratamiento farmacológico, cosa que descuidaba, y las manualidades terapéuticas. De la Comunidad pasó al Centro de Día, en San Fernando, a donde acude a diario. Aquí estudian si su perfil es para derivarlo a una Casa Hogar o a un piso tutelado; quizás el mismo de la madre.
  La sustracción a la calle la procura el Centro, a donde cumple satisfactoriamente las normas, pese a sus propias dificultades. La ansiedad es imposible que la aplaque completamente el intenso pastillaje que ahora no descuida y se le nota en los desvelos de madrugada buscando pasillos y plantas que le brinden una expansión relajadora. Temprano está ya despierto y caminando descalzo porque aguarda el toque de diana para abrir los batientes de la terraza a donde ha dejado el calzado para que se airee. No quiere perturbar por anticipado al compañero durmiente, lo que lo hace diligente y comedido, no aparentándolo su prontitud y arrojo comunicativos.
  No es la primera vez que el tiempo brinda cambios espectaculares en personas que pasaron por aquí antaño con una traza deprimente e insondable. Hoy habla, comunica, obedece a su hermano, a sus psiquiatras y a las asistentas sociales. Ha visto que le ha beneficiado. Expone lo que quiere, lo que necesita, y a cambio obtiene la ayuda que le despeja el camino y le acomoda consigo mismo dentro de una disciplina. La lucha solo es mérito suyo, mérito de esforzarse en confiar en los profesionales y los familiares que le quieren bien, en alejarse de lo pernicioso, en reconocerse la enfermedad y apostar por un camino de estabilización.
  La ropa le queda pequeña, las carnes fláccidas le sobresalen, la barriga le cuelga como un saco de patatas a punto de abrirse, los brazos gruesos parecen masa de harina macerable. La piel es blancuzca y el cabello pelirrojo y ensortijado. El rostro es infantil, los ojos destellan un furor inofensivo cuando se explica rotundo:
  -Tres años durmiendo en la calle.

  Tres años en los que ignoraba lo que padecía, en los que eludió un diagnóstico preciso y un tratamiento. El cambio ha sido radical, para mejor. Parecería nórdico si no hablara con acusado acento cañaílla.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

¡Porque yo también soy un tío!



-¡Porque yo también soy un tío!
  Lo de vestirse de niña ha sido desde este año, desde abril, después de salir expulsado del centro de Córdoba. Ponerse braguitas, sujetador relleno, pendientes, mallas ajustadas, minifaldas, minipantalones. Pelo largo teñido de rubio, pintura en los ojos, pintura en los labios. Había sentido atracción por el sexo masculino antes de declararse travesti y confirmarlo con psicólogos.
  Presentó informes después del sucedido con el ecuatoriano que le invitó a su cuarto a ver la televisión y le puso cachonda; el ecuatoriano no hizo nada, ella todo. Tras reflexionar se negó a seguirle el juego en días sucesivos y el otro se molestó y le acosó. Ahí empezó la confrontación y valoración con psicólogos y monitores. La expulsaron porque se enzarzó con uno de estos una noche en que insistía en que no hacía nada mientras el otro seguía insinuándose y tentándola.
  Al acomodar su vestimenta y sus gustos al sentimiento interior, se alejó de su ciudad natal para no afrontar las maledicencias de quienes siempre le conocieron de una manera, incluyendo familiares, amigos, antiguas parejas... Recaló en Plasencia y allí compartió habitación con mujeres, imitando sus coqueterías, imprimiéndoles su propia noción exagerada de la femineidad, es decir, esforzando su amaneramiento según su nuevo sentido de la naturalidad.
  En Cádiz compartió con una "hermana" el mal acogimiento aquí, especialmente en el casco antiguo, pese a la ancestral fama, a las cacareadas libertad y tolerancia. Escucha risitas a su paso, risas descaradas y pitorreras, entiende que llame la atención, pero es una forma de ignominia y se rebela. Ella no es una higona, una mariquita que se acoquine. De Diego ha pasado a ser Saray, pero también es Diego cuando se le plantan. El hijo de una gitana, en gloria esté, al que le estallan los bríos.
  -¡Me vais a comer la polla!
  En la calle San Juan de Dios, a los niñatos que la chuflaban. Les retó estrujándose las partes y luego arqueando el brazo en cuyo extremo destellaban las afiladas uñas. Aquellos se pusieron gallitos ensayando guardias boxísticas. De a uno les hubiera dado leña. Hacen falta dos o tres para hacerle pupa, se dieron cuenta. Las piernas atléticas, los brazos fuertes y afibrados, la cólera despavorida de quien se enfrenta a sangre. Ya pasó por cárcel de joven y ha corrido mucha calle, distingue la gente buena y la gente canalla.
  En Canalejas, en la acera del muelle a la altura del semáforo, anochecido, un pipado le encaró tras el desparpajo a su insidia solapada. Se iban a dar. Diego-Saray le esperaba el primer golpe y entonces le abría la cabeza. Pasó un coche de la Guardia Civil y notó el desafío galluno, enchufando lo pilotos azulados. Aquél huyó. Saray les agradeció a los guardias.
  Se ha violentado cuando le he negado que acompañe a Zuazo al médico y, después de este marcharse en la ambulancia, ha bajado vestida para irse. Lo iba a hacer de todos modos por la mañana a Sevilla. Adelanta las horas porque la cabeza le va a estallar. No soporta más estar aquí, aquí en Cádiz, quiere irse sin que nadie lo perciba. Expresa su agradecimiento y reconocimiento a lo poco bueno que ha tratado y que está aquí, en este Centro. Los visajes vehementes se han ido moderando con la charla, la excitación apaciguándose. Pero abandona igualmente, dormirá en un cajero hasta tomar el bus por la mañana a primera hora. Ya habrá cobrado la paga de los días diez.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Han sido cinco años

  Han sido cinco años de cuidados y ahora ella no lo mira mientras va del brazo de otro en los paréntesis que le concede su enfermedad. La madre de su hijo. La de los tiempos encamada expuesta a vómitos y convulsiones que él aliviaba día y noche. Eso es para pasarlo. La fidelidad y el encierro porque la había querido y no la iba a abandonar pese a los desprecios y vejaciones.
  -Ahora tienes que pensar en ti -le aconsejaron las monjas.
  Porque en él ha arreciado su propia enfermedad: esquizofrenia.
  Durante la venta ambulante de pescado que arramplaba en la lonja del muelle, la de la madrugada, la de pescado blanco, le dieron ataques, que, en su caso, se manifiestan con violencia. La policía le sosegó más de una vez, con buenas maneras, ya que su porte fortachón es también de nobleza y honesto medrar.
  Es que un pequeño problema lo agranda, lo magnifica, lo hace bola de nieve, nieve de púas que atropellan. Así opera la mente, traidoramente, en estos casos. Si presiente los síntomas se pone en guardia, toma precauciones, se aleja, busca oídos compasivos que le aguanten la inestabilidad de las palabras.
  El risperdal. Sí, también; la pastilla de los cojones. Después que le cedan la casa que las monjas le han prometido, regresará al psiquiatra. Igual también hay algo para el olvido de aquella mujer que enflaquecía, regurgitaba las entrañas, se moría y hoy le desvía la mirada, parcialmente recuperada y junta con un drogadicto. No quiere de él su pena. Mala interpretación le quedó tras cinco años de cuidados serviles que a él le han dejado escacharrado del coco.

jueves, 31 de octubre de 2013

La pastilla va haciendo efecto



  La pastilla va haciendo efecto y su verborrea de invectivas e iniquidades va decreciendo o más bien derivando hacia cuentos más amables e incluso chistes sin lógica en los finales.
  -Acababa algo así. El loro crucificado por el butanero le dice al cristo: ¿tú cuánto tiempo llevas aquí?
  No divaga sino que revienta toda su historia de azotes y calvarios espoleada por el envenenamiento que han hecho otras y que operan más por lo bajo insuflándole su propio malestar. Ellas tampoco están dispuestas a compartir cuarto con Saray, la aguerrida travesti cordobesa, siempre esgrimiendo la "descriminación". Al fin ha reprobado el mostrarse en paños menores con la braguita señalada por detrás y por delante o las mallas coloridas de bailarina y el insinuarse coactivamente.
  -Porque es un tío. Y le gustan más los chochos que las porras.
  Todo eso de que agredió a la alcaldesa de Arcos es cierto, trabajando de limpiadora. Y que se defendió de la intervención policial esgrimiendo un cuchillo. Y que se ha peleado con la tía octogenaria de la Viña. Por tanto, es un caso complicado.
  El trastorno mental es indefinido quizás porque ella misma ha hecho caso omiso a la recomendación de un examen más minucioso. Todo empezó con un corte brutal: el divorcio. Y aunque le dieron la custodia de los hijos, acabaron en Sanlúcar con el padre por decreto de los servicios sociales y su consentimiento.
  La pastilla solo sobrepuja momentáneamente esta olla que se destapa con la presión del envenenamiento que ella misma certifica con sus fijaciones. Porque la loca no calla, sino que acumula y acumula hasta que no puede más y revienta. Y las otrora amigas, hoy son enemigas incontestables.
  Es increíble como dentro del imparable torbellino comienza a haber un asentamiento, una coherencia, un aquietamiento, hasta amanecer la sonrisa en la boca de pintura descorrida y rudimentos de representación alegre sin el apoyo de la muleta rosa. No era, pues, una divagación aleatoria, inconexa. Hay una ilación como el envoltorio armónico y sinuoso de un ruido de fondo.
 
  A la noche siguiente está sentada en los escalones del colegio de Capuchinos, el antiguo manicomio. Los bártulos alrededor y los surcos de unas lágrimas de cólera en las mejillas tras haberla conminado la Policía Local a abandonar el Centro. Fue imposible ganarle otra batalla a la miseria.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Ha detectado algo anormal



  Ha detectado algo anormal en el muelle y coge perspectiva para verificarlo. Dos buques pegados. Uno de los dos sobra, y es difícil explicar por qué, Listán no lo hace.
  Controla los atraques pidiendo en la garita de información turística la relación de buques que arriban en el mes. Le interesa porque lo notará en las arcas, es decir, en el sucio trapo que apoya en el suelo con unas monedas.
  En el escalón de una antigua Agencia de Viajes cerrada está extendido su pordiosero camastro en Canalejas. Retoma la conversación mientras los colgantes del cuello le temblequean: un pendrive, dos huesos, varias monedas con orificios centrales. En la cartera de cuero marrón colgada del hombro la sempiterna cartilla del banco Sabadell, más manoseada que inscrita de dígitos que no asoman, el salario social ése.
  Bajo la gorra los ojos se abisman recordando, perforan los edificios, se inyectan de ira retrospectiva. La hilera baja de dientes sucumbe a la negritud del consumo de antaño, un consumo conveniente para ganar traficando, trayendo desde sudamérica, lo que le supuso dos años de cárcel en Lima. Por alguna razón abstrusa su apelación a la embajada española surtió efecto, y así dió pie a ser trinchado con 30 kilos de hachís en una mochila ya por estos lares, y, desde ese momento, a trabajar de confidente. Ya se entiende, se hace la vista gorda y de todo cuanto observe informa a cambio.
  -Diez toneladas iban en aquel buque. Y si no es por mí...
  No; los perros no las hubieran detectado. Fue necesario el soplo para buscar bien y saber dónde hacerlo. Desde entonces su observatorio sigue siendo esta zona de mucho tránsito y tan acostumbrada a su mole de oso marino sucio y desmañado que ya ni se le mira por el rabilo del ojo.
  Dijo una vez que el pendrive que le cuelga es información confidencial, acopio de los años, secretismo que desmantelaría la integridad de jueces, policías y otras personalidades. Es su salvoconducto para ser temido, para ser obviado.
  -¡Cuando quieras información, me la pides!
  Grita al despedirme. Me desconcierta, porque yo no viene a espiar a nadie.
  Habita en él la bestia. La mole pesarosa torna furibunda pesadilla que podría arrancar de cuajo un árbol. El coche de la Cruz Roja hace dos noches casi lo vuelca, lo retiró el conductor con presteza al ver que lo balanceaba, lo golpeaba y pataleaba. Lo siguiente hubiera sido estallar la ventanilla de un puñetazo y sacarlo por ella del cuello. El compañero en tierra casi encaja la trayectoria del brazo que esgrimió como un arco que se tensa.
  No degeneró porque faltaran a darle el zumo que debía acompañar al caldo caliente y al sándwich de pollo. Es que ese tal, de nombre inrecordable, conspira, y él ha descubierto sus mañas. El reparto de los lunes y miércoles le complace, porque lo hacen otros, el de los viernes, de un tiempo a esta parte, lo hace el susodicho con desprecio y pinchándole.
  Listán es un subproducto de conspiraciones y mafias. Ya no puede interpretar nada sino a través del tamiz de la venda corrupta que le obnubila y le ha quedado indeleblemente adherida. Es imposible sanear una mente que no se trata, que no se cuida, que ha enraizado hasta permanecer vigilante filtrando malos y buenos según un criterio de desajustes o simplemente descuidos.
  Los domingos se coloca en la puerta lateral de la iglesia San Agustín. En tres misas seguidas saca de diez a veinte euros. Eso, si no hay atraque de buques turísticos.
  Estaba entusiasmado al detectar la anormalidad de aquellos dos buques tan próximos en el muelle de enfrente. Para el que desatiende esta presencia habitual, atractiva, de suntuosos buques que nunca coge, le parece que la rareza vuelve a estar en su mente descabritada.
  Al día siguiente la prensa informa someramente de que en el muelle Alfonso XIII hubo de atracar el crucero FTI Berlín por sufrir una avería. Eso hizo que ocupara plaza muy próximo a otro que ya estaba.
  Pues sí; sí que la anormalidad observada por Listán era cierta. Quizás a su mente le reste todavía algún crédito entre tantas conspiraciones.

miércoles, 23 de octubre de 2013

No soporta el olor


  No soporta el olor del dormitorio.
  Dice:
 - ¡Los peos que se tira!
 Señala a Jesús Moreno, dormido, pálido, apacible y chupado de rostro, en la cama contigua a la suya, separada por sendas mesillas de noche, arropado por la colcha anaranjada hasta el cuello.
  No es solo ese olor sino el de la enfermedad adherida como una piel de caliza seca, insuficiencias de órganos vitales que perfuman un hedor de fosa para gatos atropellados en carretera.
  - ¿Por qué no abres la ventana?
  Jesús Romero se ha sentado en los peldaños de la escalera, se agita el pelo con la mano, la boca circunspecta rodeada de perilla, la mirada esquiva y frustrada.
  - Entonces le entra frío -. Reflexiona y añade hosco-. Si yo lo comprendo. Me tengo que aguantar.
  - Pues deja la puerta abierta un rato. Voy a traer el ambientador.
  Zuazo sale al pasillo con su mole de peonza invertida aplastada por la gravedad, la faja bajo la camiseta ocultado las bolsas para las heces, no siempre la enfermedad de Crohn provoca esta solución quirúrgica. He vigilado que no fumara con Yonathan el porro que habían preparado en la esquina de la plaza, el sospechoso cigarrito del último minuto antes del cierre. Al atisbarlos en la diagonal opuesta, en vez de a la puerta de entrada, la sospecha se hizo evidente. No sentí interrumpirlos, por el abuso de confianza.
  Asoma a la habitación de los jesuses y acciona la napia desde el vano de la puerta, se solidariza con el Jesús que está sentado en los escalones:
 - Sí que huele peste.
 No hay comentarios, huelga su veredicto aprofesional, su chulesca intromisión. Indiferente, se pierde en la oscuridad de su dormitorio, donde abultan sus compañeros en las respectivas camas.
  Traigo el ambientador y se lo paso a Jesús Romero. Rocía el espacio del dormitorio, crea una secuencia de nubes de motitas que en su caída suave pretenden aplastar como un pistón la predicada peste. En el lecho el foco irradiador permanece dormido, sumido en el cansancio de la jornada, las revueltas por los callejones a golpes de muleta, sin ver perfiles por la ceguera. Me devuelve el ambientador, y se encierra para acostarse en el hermético frasco-dormitorio de la mezcla.

  Por la mañana le alargo el cola cao e intento, frente a su sempiterna protesta por la insuficiente temperatura de la leche, demostrarle lo contrario tentando el vaso. Niega la posibilidad de rectificar o corregir. Se lo bebe a sorbos rápidos para demostrar:
  - Si estuviera caliente no me lo hubiera podido beber del tirón.
  A lo mejor su paladar está estragado como la pituitaria condenada al mal olor durante la noche.
  La fosca antipatía de Jesús Romero es inofensiva mientras no sobrepase el umbral de resistencia que está en concordancia con la esperanza de irse a un piso compartido en Puntales.
  Hoy toca baratillo, y me extrañó que no indicara levantarlo a las seis y media para coger el sitio y montar el puesto. Le pregunto al respecto.
  - Es que ya tenemos licencia.
  Me la muestra. Es un folio amarillo encabezado por su foto y los datos que lo acreditan. Las licencias las han expedido gratuitamente a los que han demostrado asiduidad, lo que favorece el no tener que pugnar por el sitio, cada cual tiene asignado el suyo. Ya le compré libros una vez, y me asegura que sigue teniendo.
  Después del cierre y de haber calmado un ataque de furor dominical que ha afectado a Saray, el travesti, transformándolo momentáneamente en una máquina asesina, busco en el baratillo a Jesús Romero.
  Me muestra el expositorio a ras de suelo y me pregunta si tengo una mesa de playa, o eso, o una tabla y sus apoyos. No puede extenderse demasiado y por eso le han quedado artículos guardados en una caja. Lo que expone son cables, clavijas, móviles viejos, etc. No veo libros.
  - Yo venía a comprarte un par de libros.
  - Espera. A ver en la caja.
  Remira por el fondo metiendo el brazo como el mariscador caletero en las grietas de las rocas.
  - El que me queda ya me dijiste que lo tenías. El Silencio de los corderos.
 - ¿No tienes más?
 Quedo cariacontecido. No he venido más que para gastar en los libros que él pudiera vender. Con desparpajo me explica algunas alternativas para otro día, que no me convencen. Le hago la broma.
 - Me parece que voy a seguir sirviéndote el cola cao frío por las mañanas.
 Su risa es una carcajada seca con mueca de complicidad.
 - Qué cabrón ¿no?

miércoles, 16 de octubre de 2013

Ha salido escopetada



  Ha salido escopetada de Sevilla, contrahecha, arrugada, voz temblorosa; su nombre: Lerena. A Saray, el travesti, de leotardos amarillos, microfalda plisada, blusa ajustada rosa, sujetador de encaje señalándose, coletas de pipicalzaslargas, le ha narrado el pésimo ambiente familiar del que ha huido, y otras revelaciones sobre sus hijos, sobrinos, parejas, etc. Saray, cordobesa, ha encontrado por fin una compañera de habitación que la acepte, pues las otras protestaron, debiendo reivindicar su feminidad aduciendo que en otros centros siempre se le ha integrado en habitaciones de mujeres. La piel es morena y áspera, el acento acusado, los visajes ampulosos sin llegar a vehementes; reservándose siempre una cierta timidez bajo el rudo donaire.
  Tras dos días de ausencia de aquel ambiente, Lerena siente que se muere, le entran temblores, angustia, ha de recostarse en los asientos del vestíbulo y requerir una ambulancia, que es avisada por teléfono. Al otro lado advierten de una presumible demora debido a la ocupación en esos momentos de los efectivos sanitarios.
  En el Centro se crea cierta expectación, aunque nadie agobia. Hay quien hace especulaciones al hilo de la parca información, Lerena no sabe explicarse bien, ignora qué le ocurre, nunca había sentido nada igual. El Centro parece a menudo una antesala o una postsala de hospital, recién se ha incorporado a la nómina de padecientes (Zuazo con la enfermedad de Crohn, Jesús Moreno con Sida, etc.) Benia Bouadallah, de origen argelino, del que siempre recordaré su participación como extra en la película El doctor Zhivago. Incluso se asemeja al protagonista, es un Omar Sharif avejentado, sin dientes, la mirada amplia y penetrante. "¡He perdido 30 kg.! ¡Por cáncer de pulmón!" Y, en efecto, es evidente su deterioro, y las nuevas dificultades para desenvolverse, precisando ayuda de bastón y de algún improvisado colaborador para levantarse del asiento, abrocharse el cinturón, conducirlo a la taza del váter, etc.
  Saray había recogido entre las confidencias de Lerena su adicción a la heroína, droga entorno al cual giraba la vida de aquel ambiente sevillano del que ha salido escopetada para venir a refugiarse aquí. Y ahora, durante esta situación de desgarramiento interior que siente que se muere, se le ocurre mencionarlo, dando Zuazo, que andaba atento, con la clave: "¡Eso es el mono!"
  La enfermedad de Zuazo hace que lleve una faja rodeándole la cintura, con una abertura lateral donde inserta las bolsas, tres al día (94 euros sin receta médica la caja, 4 euros con ella), que recoge las heces. "¡Esto es para toda la vida!" -dijo con fastidio asumido y voz poderosa. Andará por los 35 años, lo que agudiza el pesar de dicha tara, que, sin embargo, no le impide llevar una vida normal.
  Zuazo propone la solución para Lerena, que no duda en imponer, más cuanto la ambulancia tarda en aparecer. De su dosis particular de metadona (40 mg + 40 mg), entrega una pastilla, para que la ingiera. Lerena jamás había oído hablar de este sucedáneo.
  A la media hora aparece el técnico de la ambulancia con el vehículo aparcado en la plaza estorbando el paso. Aviso a Lerena, que ya se había acostado más recuperada, y la acompaña Saray. Entre las dos explican la mejoría que ha experimentado, y el origen claro del mal. El técnico da su conformidad, esbozando una docta explicación sobre la función de la metadona, y, en su caso, la conveniencia de que se ponga en manos de un facultativo para que se la recete y lleve el control de su dependencia. Le toma los datos, y se despide.
  A los diez minutos he de acallar a Saray y Lerena que andan en el cuarto de baño metidas comentando a viva voz las incidencias acaecidas y la gracia de su recuperación.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Eso es lo que yo necesito



  -Eso es lo que yo necesito. Disciplina. Nunca la he tenido.
  Dijo haberme visto en la ducha de la playa Santa María, de volver de un baño, pero que no me saludó, no recordaba mi nombre. Iba por el paseo, acompañado de una chica.
  Es joven, apuesto, sin duda fácil de atraer a niñas bien a las que liga, como la hija de la alcaldesa de M*. Moreno, cara alargada, habla rápida, a veces entrecortada, pero firme. Las formas de rapazuelo madurado. Había sido novio de aquella chica, atraída por ese halo de indisciplinado no sujeto a reglas que soslaya más o menos abiertamente. Era una forma de rebeldía frente a la madre alcaldesa.
  De todas formas él se ocupó: vendía Mercedes extranjeros, a lo mejor tres en un mes, luego ninguno en el siguiente, llevándose un diez por ciento de comisión. Por lo demás, ahora depende de los envíos inconstantes de un tío suyo; los padres hace ya siglos lo dieron por intratable.
  Las tareas menores de pillastre buscavidas que ahora le compete son: 1.- Compra de un kilo de mojama, y reventa troceada por calles, bares, conocidos... 2.- Rifa clandestina de una paleta de jamón y queso manchego... Tacha un número sobre la cartulina y escribe debajo mi nombre y el Centro, a cambio de un euro.
  Las habilidades de don Juan me recuerdan a aquel Jesús que camelaba con batallitas muy bien elaboradas y adornadas. Las pobres, a la sazón, mal prevenidas por los padres, reconocían al implacable buscavidas que solo quiso disfrutar y no apechar ninguna responsabilidad cuando las dejó preñadas.
  Víctor Águila reconoce que necesita disciplina porque nunca se ha sometido a alguna y se ha apuntado para ingresar en un centro que se la inculque. Podría volver a compartir piso y a desmañarse a cambio de disfrutar su juventud desgobernada y sin brújula. A él le acompaña el atractivo y encanto, a pesar de que Chary y Paqui, mayores, se quejen de que ande en calzones y descalzo y cosas parecidas que muestran su desdén por las normas de convivencia.
  Para vengarse él les dice a la puerta de entrada que ahí no se fuma porque la brisa empuja el humo al interior; entonces Paqui se descompone y su nariz ganchuda retiembla y sus ojos bizquean indignada. Las protestas de Chary se ven reforzadas por la mueca torcida y callada de su novio actual, de calva ahuevada, que no sabe si interponer una resolución viril al tema.
  El rostro de Yonatan refleja más picaresca desabrida e informal, no acompañándole ningún atractivo. Es redondo, diabólico y remarcado por dos salcillos inquietantes. La boca hace muecas asqueadas cuando no profiere desatinos malsonantes:
  -Ahora toca irse a la puta calle.
  El ejemplo de Víctor Águila ha debido influirle con los días e imbuirle alguna diplomacia para que alargue también la estancia con la excusa de su afán reformatorio. Entre tanto acude a la lonja del muelle pesquero con un serón para llenarlo de pescado sobrante que le apartan y luego vende de bar en bar. La innata insumisión queda confinada a raptos controlados en la sala de televisión que son serenamente sofocados como un anticipo del ejemplo que en el futuro y en centros más especializados hayan de recibir, siempre que su juventud callejera resuelva definitivamente reprimir sus ansias de libertad sufragada con aquellos inseguros conatos de honestidad para no descarrilarla con asaltos, estafas o robos indebidos.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Tendido en medio de la plaza



  Tendido en medio de la plaza, boca arriba, los brazos y piernas en aspa, sorbe profunda y aturdidamente el frescor de los algarrobos animados por la leve brisa que corretea como huyendo de un molino gigante.
  Ha notado la apertura del Centro y ya está, tambaleante, remontando los montículos de solería provocados por las raíces. Lleva meses en el programa de Luz y Agua, últimamente protestaba displicentemente de los mosquitos nocturnos, y la asistenta de allí pidió explicaciones aquí. Las explicaciones al insecticida, que no fulmina. Hasta de madrugada se ensañó con ellos a vozarrones que hube de acallar. Sin duda la mala sombra debía enriquecer la sangre y convocarlos en detrimento del resto de durmientes. El otro vigilante, que lo ve en tal estado en este su turno, le indica que se de una vuelta para despejarse y recuperar algo de sobriedad, a lo cual obedece a regañadientes, pues por supuesto niega tal estado.
  En el vestíbulo se encuentra Jesús Moreno dirigiendo su vista deficiente al infinito borroso de los muebles, el bastón apoyado en la baranda de la escalera, la escualidez de enfermo terminal abrigada en sí misma, la voz reflexionando en alto sobre el calor y las cosas del verano. Enfrente Paqui, hoy descansada del voluntariado en la Asociación Equis de Mujeres y en la Cruz Roja, la nariz picuda, resoplando y aireando la pechera con movimientos ondulantes de la camiseta, las hijas en sus cuarteles generales.
  No ha pasado ni media hora cuando Francisco Cantero regresa del oreo propio inefectivo con lo cual el vigilante vuelve a reprenderle por su estado de ebriedad malformada. La negativa es insistente, como si no supiera distinguirla o es que está últimamente demasiado implícita en el carácter de él.
  -En ese estado no puedes permanecer en el Centro. Vas a tener que coger tus cosas y marcharte.
  La paciencia del vigilante se ha agotado, sin que deponga la corrección y las maneras. El otro se queda perplejo, el aval de estar suscrito al programa de Caritas presupone una inmunidad que no puede soslayarse así sin más. Sin más, claro, porque no se adivina en su colocón que debe incluir algún género de estimulante más allá de la bebida o alguna mezcla de pastillaje reactivo. Hay en sus soledades y protestas prepotentes de los últimos días una rabia acumulada que, desgraciadamente, explota ahora.
  El vigilante está sentado y parapetado en el mueble de recepción, lo cual le propicia una indefensión añadida ante la subsiguiente reacción inesperada. Francisco Cantero sortea el mueble, penetrando por la bocana que hace una ese y también accede al aseo y a la consigna de las maletas y comienza a propinarle puñetazos y a insultarlo furiosamente. El vigilante se protege como puede, del forcejeo rompe la camisa, el asiento a ruedas acaba resbalando por el desequilibrio del peso desplazado y cayendo. En el suelo le llueven patadas.
 Paqui, alarmada, histérica, ha salido fuera y, en la plazoleta, ha telefoneado a la Policía Nacional. Jesús Morena escucha las trompadas sin poder intervenir por su flaqueza de enfermo. Del primer piso baja Mustapha y un Manuel de Chiclana que intervienen para arrancar al atacante de su obcecación violenta. Con palabras de calma y diplomacia e interponiendo sus cuerpos logran conducirlo fuera, el otro descompuesto, los ojos fieros, la voz rotunda:
 -Hijo de puta. Te voy a matar por echarme a la calle. Peazo maricón. De esta no te salvas. Yo no vengo bebido ni pollas.
  Manuel de Chiclana tiene la picardía, al conocer por un intercambio fugaz con Paqui de dos palabras, que ella, descompuesta la mirada, ha avisado a la policía, de advertirle que se quite de en medio porque aquella está asomando por la esquina. Francisco Contera no ve más allá de su fiera obnubilación y hace caso sin mucha prisa.
  El vigilante se recupera condolido. Los nervios y la humillación le han afectado más que los golpes, cuyos efectos, no obstante, comprueba frente al espejo: una leve tumefacción a la izquierda de un ojo, un moratón, más doloroso, en el muslo.
  A la media hora suena el móvil de Paqui, preguntando la policía si sigue siendo necesario intervenir. Ella entrega directamente, sin contestar, el teléfono al vigilante. Este queda enterado de que acudirán si aquél reaparece y también lo harán si desea denunciar la agresión. Lance del trabajo, quizás piense; o desdén burocrático. Prefiere apechar, sin más.
  Por el resto de la tarde mantiene cerrado el Centro por precaución. Los usuarios brindándole comprensión y apoyo.