El abogado de la Cruz Roja le confirmó la
aprobación: el viaje a la
Argentina de aquí en dos semanas, el billete pagado y cuatro
cientos euros de bolsillo, el compromiso de no regresar en tres años. La
noticia debía ser buena, a la mañana del lunes debía personarse ilusionado para
tratarlo de cara, no fue así. La inquietud se apoderó de él, el desasosiego a
la hora de dormir, la ansiedad: He de echar un pito, dijo a Dilia Iris, y salió
de la tienda de campaña a interceptar algún transeúnte nicotinado. También
Dilia ha tramitado esa vía, el abogado le refirió que su caso era distinto, la
única manera de repatriarla sería componiendo una expulsión desde comisaría y
sancionándola el juez. Por la mañana también acudiría a verlo.
Otras veces Dilia ha
detectado este estado de nervios en que se sume, lo que no quiere decir que lo
haya entendido. Fumándose el pito le masajea los pies y el cuello a ver si se
relaja, Fede extendido todo a lo largo del interior de la tienda de campaña.
La han enclavado en
los fosos de Puerta Tierra, al principio en un rincón más cercano a la avenida
que corre a lo alto y perfora la muralla por los arcos, hasta que asomó la
policía local y dijo que aquello era patrimonio artístico y no podían
permanecer allí. Se mudaron a Cortadura, se pusieron entre las dunas de la
playa, al cabo regresaron, escogiendo de la misma explanada de césped la
protección de un eucalipto opuesto a la avenida, más próximo a la estación de
tren, al puentecito de acceso a la nave acristalada que encierra el bufido
perenne de los trenes. En vez de tenerla montada todo el día, esperan a hacerlo
entrada la noche; por la mañana temprano, sobre las siete, la deshacen.
A Fede no le relajan
los masajes de Dilia ni el cigarro que acaba de terminar, preferiría un porro
de hachís, como fuma a diario, pero no son horas de acudir a alguno de sus
amigos veinteañeros de la plaza de la Candelaria. Dilia
no sabe por qué le invitan sin más, lo que es ella no le costea un vicio que no
comparte, a lo sumo unas cervezas. El dinero le ha llegado sin querer, es más,
la tienda de campaña la ha comprado ella. Recaudar cincuenta euros a través de
los contactos de Fede, de los afectos que había dejado a su paso por el Centro,
etc., se volvió complicado. La mejor oportunidad parecía la promesa de una que
desde el centro Luz y Sol le buscarían, pero a los dos días le comunicaron que
estaba apulgarada, deshecha, inútil. Dilia contemplaba esta tentativa ingenua e
infructuosa, por su aparente afabilidad y carisma podía haber cosechado amigos
que sumaran esa cantidad, amigos no de calle, sino profesionales vinculados a
este ámbito que hicieran con él una excepción; porque costear un artículo tal
no dejaba de ser una excepción, un capricho, había que fijarse no más en los
numerosos indigentes que ni se planteaban alcanzar este lujo. Pero ellos
querían intimidad, y Dilia al fin propuso, venciendo su orgullo, pagarla ella
de una vez, sin tener que mendigar, con el dinero que había recibido
recientemente de una ex pareja. Fueron al Decathlon y la escogieron por setenta
euros, en dos minutos se monta, es verde y de forma cilíndrica acostada.
Dilia Iris había
hablado por el móvil (celular) con su hermana, la que vive en norteamérica, y
le había contado, a la única, su situación: Mal, Estoy durmiendo en la calle.
Le rogó que no lo dijera a nadie, no quería preocupar, ya saldría de esta. La
hermana ignoró el secreto, lo contó a un ex de Dilia, no el padre de su hija,
un hondureño que dirigía una empresa constructora, aún enamorado de ella. De
haber rechazado su propuesta de acompañarlo en su andadura americana no viviría
esta situación, pero la respetaba. Hablaron por teléfono, él le pidió que
omitiera si tenía alguna relación, solo le interesaba ayudarla, ingresarle
dinero en un número de cuenta, activarle una tarjeta de crédito. Dilia cedió,
así pudo comprar la tienda de campaña, y manejar para gastos, y disponer para
el billete de vuelta inmediato. De todas formas él la prefiere en España, como
cabeza de puente, por si se embarca en negocios trasatlánticos, en nuevos proyectos
de construcción.
Los nervios de Fede
le angustian, los masajeos a la postre le importunan, la noche es cálida y él
se revuelve constantemente y se encrespa. ¿Qué tiene la noticia de la aprobación
del viaje a la Argentina?
¿Que no quiere separarse de ella? ¿Que en verdad lo rehuye? Así no puede
dormir, la discusión se avecina, los caracteres chocan, él destapa pequeñas
ofensas, ella decide buscar dónde dormir hasta que se tranquilice. Camina hacia
el hospital Puerta del Mar, son las tres de la mañana, había pensado en el
Centro, pero desistió.
Las calles vacías,
los edificios de la avenida dormidos, moles cuadriláteras cuyos ventanales son
ojos indiferentes que espían, las luces de los semáforos emitiendo para nadie,
marcando el flujo vial del silencio, las farolas titilando como estrellas
impostoras, algún barrendero en la distancia con cascos puestos peinando la
acera, mirándola de soslayo intermitente, extrañado de su andar enfadado.
Cada vez previene
mejor el riesgo de explotar, porque ya le ha pasado varias veces,
sorprendiéndola hasta el desconcierto, nota la pulsión de su violencia
arreciando. Lo ha aguantado porque como dicen en su tierra, aunque se saquen
diez de diferencia, con treinta y tres años ya tiene los huevos rayados. Evita
replicar y replicar, que es justamente lo que él le reprocha, que rehúse una batalla
viperina, mientras él le restriega intimidades que le ha confiado: Sos igualita
que vuestra madre, le asestó una vez.
En Tierra de Todos
él quedó en la sala de ordenadores mientras ella acudió a clases de inglés.
Como el nivel le resultó elemental, se salió y fue a departir con una asistenta
social que le había cobrado afecto. Al reunirse con Fede se lo explicó tal
cual, pero él entró en sospechas, no le gustó que hubiera abandonado las clases
de inglés, no se creyó lo de la asistenta. Le puso de mentirosa, de esconder
tratos con otros, le dio igual que pudieran oírle, elevó el tono, la llamó
india por primera vez, que en su tierra significa propensa a coquetear con
otros.
No es tanto esto
como que ella necesita charlar, y Fede ha demostrado cansarse: Hablemos, le
decía en momento de solaz, prodigándose caricias, De qué, Da igual, y él
permanecía silencioso y absorto, con esa mirada triste y penetrante que
encierra un furor adormilado. Necesita expandir su don de gentes, y que él
confíe en que no le va a traicionar.
Una tarde se sintió
mal, palpitaciones en el pecho, y como ya arrastra una leve afección cardíaca
acudieron a Urgencias. Ni que decir que las horas corrieron entre la espera y
las pruebas que le fueron haciendo, en la sala gente más o menos condolida,
quejosa, los rostros compungidos, guiándose de la megafonía, que iba llamando
por turno a las distintas pruebas. Para desentumecer los miembros, en el
trascurso de la espera Fede se salió a la calle y ella merodeó por la sala y
por pasillos. Entonces se llevó una sorpresa, reconoció un rostro, lo había
visto en la televisión, un personaje local, cantaor flamenco, Rancapino. Se
acercó a saludar, estaba acompañado de parentela gitana, mostró su admiración y
por favor unas fotos, aun el sitio inapropiado, enarbolando la cámara del
móvil. Siguieron de charla y en esto apareció Fede, brazos en jarra, chulesco,
saludo desdeñoso a la compañía. Le pidió con voz neutra: Necesito ir al baño,
¿Me acompañás? En un aparte, le reprochó platicar con extraños, ella trató de
explicarle, pero él ya se ofuscó. Así que le pidió que se marchara, sus nervios
la iban a descomponer, cuando acabaran las pruebas y la consulta médica iría a
su encuentro. La tienda de campaña la habían emplazado en aquel tiempo en Cortadura,
Dilia fue a reunirse con él al cabo de dos horas, estaba oscuro, la espuma de
las olas brindaba una claridad rizada allá en la playa, buscaba entre las
dunas. Sorteó el fuerte, la residencia militar, no lo veía, ni a él ni a Robbie,
el homosexual, que había instalado su tienda a la par. Estaba confundida entre
las pocas referencias, avanzó más de la cuenta, así que retrocedió y al fin dio
con el sitio, hollando la arena de playa, sorteando abrojos. No le recibió
preguntando lo que hubiera dicho el médico, sino hostil y sospechoso de haberse
apeado de un coche de gitanos que había parado cerca y para disimular había
dado un rodeo. Nuevamente incisivo, desconfiado, celoso, agresivo. Si había
venido andando, ¿qué decía de un coche de gitanos? Robbie medió, impuso la
calma.
Algún recelo le quedaría
respecto de esta intercesión que Dilia no se esperaba que fuera a guerrear con
un marica que al final le plantó cara. Ocurrió en el comedor de Santiago, donde
se reparte cena. Dilia se demoró y al salir estaban en la calle enzarzados en
una fuerte discusión, coléricos, Robbie chupado, Fede con los ojos fieros, a
pique de liarse a trompadas de no ser porque ella se metió por medio.
Vivir así, en una
constante inspección de con quién ha estado y qué ha hecho, en la amenaza del
restriego de mezquindades, de comportamientos pasajeros sin relevancia,
sobrecargados de intencionalidad, no es vivir, no es propio de una pareja, del
espacio que cada cual necesita, del deseo de hacer feliz. Mi flaco, dice ser,
con voz envolvente irresistible: cuando se pone meloso es único, solo que le
falla el machismo argentino. De casualidad ella había visto unas cartas
mientras abreviaban las mochilas, una escrita a la novia israelita, la leyó a
escondidas y le atemorizaron los términos: Algún día volveré con vos, Sos lo
que más quiero en el mundo y a vuestro hijo como un padre, Siento tanto mal que
te he hecho, tanto daño... ¿Qué daño sería ese?
El vigilante jurado
del hospital está descuidado a estas horas de la madrugada, así que Dilia se
acopla en la sala de espera de familiares de enfermos y duerme. Duerme mal,
azarada por todos estos repasos, que no tiene con quien desahogar ni compartir.
La hermana había tenido un carácter vehemente, visceral, en contraste con su
lado apacible y encantador, por tanto, se siente preparada para manejar a Fede,
y estos escaqueos forman parte del espacio que deben prestarse para la
relajación, al menos, así lo considera ella. Alrededor recostados gente
pueblerina que no tiene donde quedarse en la capital, extendida en las
sillones, improvisados lechos donde dormitan más o menos profundamente, las
ropas de vestir hecha amasijos de almohada, la luz hiriente de la sala.
Al amanecer se
encamina a su encuentro, deja atrás el desperezo de los familiares en la sala,
espera que esté más calmado y vayan juntos a ver al abogado de la Cruz Roja, cada cual con
su tramitación. Pues está peor, descompuesto, los ojos hundidos, airado, le reprocha
si ha venido por la tienda de campaña, ya que la costeó ella con el dinero de
su ex pareja, que se la lleve, él no la necesita, no hay nada entre ellos, no
se deben nada, se acabó: Andáte, Que te corran, India, Largo de aquí.., y según
se aleja, ella desistiendo de razonarle, le sigue gritando, india, loca,
cruzando su voz el tráfico mañanero de la avenida.