lunes, 31 de diciembre de 2012

Levantándolo media hora antes.



  Levantándolo media hora antes de la hora estipulada permite darle tiempo, en caso contrario rebasará con creces la hora de abandono, por más prisa que se de. La luz, aunque la deje encendida, la apagará. No ve, pero lo relumbra. El fruncimiento de entrecejo es constante protección contra las luces incómodas. A más fruncimiento, más le daña, y la luz de la habitación es de las más perniciosas, por eso la apaga lo primero. El brazo lo asoma como un tentáculo entre la puerta y la jamba, pues el interruptor accesible está fuera. Luego esgrime la botella y en un rincón fuerza la próstata durante media hora a gemido pelado; el llanto nadie lo oye; el dolor es agudo. Las sombras amortiguan el lamento mañanero en su rincón a pie de cama, alguna ropa colgando de la percha, la meada no siempre dócil entrando por el orificio; por eso dispersa gotas y ráfagas que van impregnando de mal olor el espacio; no procede en el cuarto de baño, excusará que es que no le da tiempo a llegar, aun siendo costumbre por no entorpecer el tránsito de otros, ya que él necesita su tiempo. Ya nadie comparte habitación, el último, Menacho, reposó en el hall la última noche. Después se le ha dejado solo.
  En el lavabo la ablución principal es de la cabeza, principal y única, en la que gasta restriegos continuos, trayendo el agua en el hueco de la mano. La erosión de los muchos años de práctica le ha pulido la frente y las mejillas, ha desbastado protuberancias, bruñido de límpida palidez el rostro nonagenario. Después de secarse con cuidado de un exceso de fricción de la toalla, se peina el poco pelo del cogote como si pasara reiteradamente el arado por unas tierras de fina ceniza. El pelo está ya asentado pero él insiste en el repaso con sinusoides de carrusel que acaban en la nuca. El refresco de la sobaquera es leve.
  La ropa se la viste encima del pijama para preservar el calor de la cama y contrarrestar el frío callejero. Del último tránsito hace varias semanas se negó al apoyo de la auxiliar que le hacía sufrir lo indecible al curarle una úlcera. Las perneras del pantalón de pijama las revuelve por encima de las rodillas como si fuera a mariscar, antes de cubrirse con los pantalones, para lo cual se sienta en el borde de la cama y empieza a rebañar la tela. El torso lo cubre con una especie de sudadera y el anorak destintado celeste, por supuesto, encima del pijama. Entre sus cachivaches una bolsa roja colgada y el neceser verde también de colgarse; dos bolsas de plástico: en una tetra bricks que irán a la basura, en la otra la botella de la orina; y la vara de ciego.
  A paso quedo se aventura al ascensor y luego asoma al hall donde en los sillones termina los preparativos, hoy enfrascado con más calma en ellos, pues vienen del Ayuntamiento a recogerlo. Por fin se ha solventado su situación. O por fin él ha cedido, según se mire. Su tenue pestilencia la añorarán quienes se le cruzaron. La propia alcaldesa Teofila ha firmado para soslayar obstáculos (ya no importa la actualización del DNI, la solicitud de PNC, el certificado de exclusión social, etc.). Ingresa en la residencia San Juan de Dios, con todos los gastos pagados.

La nave de ocupas. No todo estaba contado en el artículo.



  No todo estaba contado en el artículo en el que salió cuando vivía en una nave abandonada, la foto de portada en la que Pecci aparecía mostraba un habitáculo penoso, profuso de ropa y objetos apañados, las paredes húmedas y descascarilladas, ninguna ventilación. El periodista le indicó que buscaran una distinta a la suya para suscitar pena, porque la suya estaba reluciente, bien que se afanaba en tenerla así, cuidada, limpia, con mobiliario reparado a conciencia. A pesar de la precariedad se habían organizado bien, había unos veinte ocupas, contaban con la anuencia del vecindario de alrededor, nada denso de viviendas, sí supermercados y almacenes. Incluso la policía local conocía aquel asentamiento y lo respetaba, no habiendo recibido órdenes en contra. La provisión de agua y luz era factible con un par de amaños y hasta el propietario los visitaba para ver cómo iba todo y animarlos. ¿Qué pasó entonces para que después de dos años los desalojaran?
  La misma publicidad del artículo ya suponía un apunte reivindicativo de la falta de viviendas y aquella nave de los antiguos talleres de formación de astilleros, perfectamente compartimentada, era el muestrario, mediante varios ejemplos como el de Pecci, de que la necesidad obligaba, pero con buena voluntad y digno sentido de la supervivencia podía sobrellevarse. En sus propias palabras, Pecci estaba de puta madre. Hasta del supermercado les traían los excedentes caducados, se respiraba armonía alrededor, incentivaban el espíritu solidario de las gentes, en tanto ellos mostraban no ser un nido de corrupción y alimañas. La publicidad mostró ejemplos de personas golpeadas por el infortunio que se habían organizado como una comunidad cargada de sensatez, pues todas las tentativas de hallar salida por las vías habituales fracasaban. No había trabajo y se les hubo agotado el paro de cuando lo tuvieron.
  Afear la imagen del lugar, o más bien contraponerla al noble ánimo superviviente, quizás no fuera buena idea, aunque peor hubiera sido declarar que vivían bien y solo necesitaban que los dejaran en paz. Lo mejor hubiera sido permanecer en el anonimato suscrito solo a una visibilidad del inmediato entorno, no más allá. En una ciudad desarrollada, no dejaba de ser una situación anómala la subsistencia prolongada en aquel tipo de situación.
  Sin embargo la orden para el desmantelamiento no vino exclusivamente del escrúpulo de algunos personajes públicos que decidieron que una imagen así no podía prosperar, fuera de que, con la misma, no se interesaran en reubicar a aquellos irregulares inquilinos. Vino también del abuso que ellos mismos hicieron. Al final, sí se corrompieron. Sí se avasallaron, sí se drogaron, sí se robaron. En el artículo se había mencionado y mostrado un habitáculo que había sufrido un fuego provocado: lenguas de humo negro había impresas en la cal de las paredes, lo cual había empujado a huir al inquilino hacia alternativas igualmente precarias pero menos peligrosas. Solo se habló de unos asaltantes desalmados que aprovecharon la ausencia del día o la subrepticia noche para prender fuego. La verdad es que todos se conocían y, por tanto, a los culpables, que reaccionaron de forma vengativa a una serie de desencuentros. Así se las gastan.
  En palabras de Pecci: En Cái siempre acabamos cagándola, Somos nosotros mismos quienes la fastidiamos, empezando con enfrentamientos y abusos. Durante dos años estuvieron bien organizados, luego se corrompieron, luego la imagen encocoró a algunas autoridades. La Policía Local los desalojó y selló las entradas de la nave.
  En época en que proliferan desahucios por impago hipotecario la ocupación de casas deshabitadas, naves, antiguos cuarteles militares es una solución para quienes frisan la ley con naturalidad al anteponer sus derechos existenciales. Habrá a quien esta invasión le repela, lo mismo que solo le apenen someramente los suicidios por aquel motivo. Entre ver quienes ocupan casa y quienes se suicidan cada cual mostrará su predilección.
  Por eso Pecci apoya a las familias que acampan frente al Ayuntamiento para reivindicar una vivienda o ser beneficiario para resistir en las que tienen y de las que están a punto de ser desalojados.
  Sin embargo, fiel a sus propios enunciados, acaba fastidiándola, hasta terminar su propia estancia en el Centro, de la cual culpa a los guardas, que se han chivado o no le han advertido con tiempo. Después de dos meses se le ha percibido bebedor apocado, con repuntes de reacciones airadas, sin apreciar que estaba siendo tolerado, por ejemplo, en el abundoso equipaje destinado a la venta ambulante los domingos. No es cabal la alternativa que se le ofrecía, pero aun poca, también se pierde, por cagarla.

Santi, el tercero en la lista de espera.


 
  »Estoy el tercero en la lista de espera. El viernes por la tarde me telefoneó la asistenta: Santi, Me ha avisado Pedro R., Estás el número 3, Posiblemente la semana que viene ingreses.
  »Iré a Almería, lo prefiero en vez de Córdoba; por el mar. Ya estuve en el CPD de Tarifa; el otro que hay en la provincia de Cádiz es Punta Europa, Algeciras. A Pedro R. le advertí: Como esta vez me den el alta forzada a los tres meses me suicido, Cojo una inyección y me meto matarratas por la vena... Por favoritismo. ¿Sabes lo que es favoritismo?, me preguntaron. ¿Que no sabes lo que es favoritismo? Santi: ¿Tú no querías estudiar abogado en la cárcel? ¿Y no sabes lo que es favoritismo? No. Hacer favores. Tú has hecho favores, y eso es antirreglamentario... El centro es llevado por los internos: la comida, la limpieza... Yo era el encargado de lavandería. Uno me pidió lavar una ropa extra. No puedo. Venga, Santi. Hagamos una cosa: Cuando nadie te vea deslizas la bolsa de ropa sucia bajo mi cama. Así me fui comprometiendo. Hasta que se chivó un nota… Hijo de puta, maricona, chivata. Me voy a follar a tu madre y a dar por culo a tu mujer, Ayer quisiste mamármela y te dije que no, maricón, por eso te has chivado, Estuviéramos en la cárcel te rajaba la cara, hijo de puta… Se quedaron pasmados… Quise que figurase expulsado, no alta terapéutica, llevaba sólo tres meses; pero me la dieron; y normalmente se logra entre nueve meses y un año. Por eso le dije a Pedro R. que me suicidaba como esta vez me dieran el alta forzada.
  »Me trasladaron a El Dueso, Santander. Anunciaron por los altavoces: Santiago Moreno Viagas preséntese en el módulo 1. El nombre lo reconocieron varios de Cádiz: Hombre, Santi, El que mató al Manteca, Bienvenido... Me ofrecieron compañero: ¿Con quién quieres compartir celda?, Pues uno que no sea malote. Se llamaba fulanito. El primer día me dice: ¿Te piensas drogar, Santi? Sí. Por favor, no lo hagas en la celda, me quité y prefiero tener la droga lejos. Así que, al tigre; como casi todo quisqui: uno fumando, otro plata, otro pastillas (el panorama de drogadicción en un tigre es sórdido y repugnante). Al mes y medio quise ir solo a una celda. ¿Era posible? Había una que nadie la quería: la de Rafi Escobedo, al que acusaron de asesinar a los Urquijo. El no fue y... En ella había aparecido ahorcado, se había suicidado en apariencia. Del brazo colgaba una jeringuilla con cianuro, eso lo había matado. Los funcionarios lo colgaron para que pareciera un suicidio. Pagué por la celda. Las celdas se compran.
  »¿Que cómo entra la droga en las cárceles? Mujer, le escribes: Tráeme 100 g de coca, 100 de heroína, 200 de hachís y 40 pastillas de tranxilium y tranquimazín. El día del bis a bis las pasaba a escondidas en el coño. Le pasan la raqueta. Pita: pi, pi... A ver, quítate el cinturón; quítate lo otro... Y no deja de pitar..., hasta que lo dejan por imposible. El marido le ayuda a sacarse las bellotas y éste, embadurnado de nivea, se las mete en el culo; o bien se las traga; aunque es preferible lo primero. En el caso de tragarlas tardas más en expulsarlas, un par de días o así, a lo mejor hasta debes recurrir al médico para que te ponga un enema: Es que llevo varios días estreñido... Pero das demasiado el cante. Terminado el bis a bis en el patio te abordan los compañeros: Dinos, ¿Qué te trajo tu mujer?, Nada, Venga, Enróllate, ¿Qué te trajo?... Te enrollas con un grupo y ese te acaba protegiendo, impidiendo que otros te acosen: A este, ojito con molestarlo.

En las inmediaciones de San Severiano.




  En las inmediaciones de la iglesia de San Severiano, cogidos del brazo. Ella espigada, más alta que él, que tiene gafas y mira arrugado. Pasan por el lado de un coche que tiene el capó sembrado de las deyecciones de las palomas del árbol de encima, desplazadas por los estorninos del gigante árbol del Instituto Hidrográfico. Reparan en él y se ríen al imaginar al dueño cuando haya de enfrentarse a su lavado. Menuda papeleta la de ponerse a limpiar, todo por la torpeza de aparcarlo debajo de ese árbol.
  La risa se prolonga mientras caminan del brazo, y es una risa, la de él, desatada, boba, divertida, ni que tuviera coche y fuera experto en encontrar aparcamientos no expuestos a deyecciones de palomas; la de ella, condescendiente, sin ruido, estirada de mejillas.
  Para ilustrar la escena y comprender el sentido de la felicidad que los embarga hay que saber que, aunque él tiene reconocida una discapacidad del 40 %, lo cual explica cierto exceso de gesticulación y los rasgos infantiloides y los temblores cuando se pone nervioso, le procura a ella un afecto que no había encontrado en ninguno de sus anteriores novios, el primero el padre de sus dos hijos, esfumado como humo azotado por un viento de paso a las edades de 2 y 4 años de los niños. El último novio, el de Chiclana, ya con los niños en 9 y 11 años, retirados por la Junta, le maltrataba y ello le supuso un bajón de hasta intentar un suicidio con la ingesta de pastillas y ser atendida en el hospital. Los abuelos son los que le prepararon la encerrona para retirarle la custodia de los niños. Su reclamación de poder visitarlos al menos una o dos veces en semana la ha encomendado a un abogado de oficio.
  Espigada, el pelo recogido en una coleta, ríe sin ruido la divertida mofa del coche deyectado que hace él, en quien ha encontrado un respiro ingenuo a tanta perversión que es la que le ha hecho percibir una solapada desconfianza a su alrededor que la ha llevado a reaccionar encrespándose como un ave erizada y a negar que robara nada de la casa de él como le acusara el abuelo de 87 años y por eso la echó.
  -¡Cuando el dueño vea qué asco! Menuda pechá de restregar le espera. Ja, ja.

domingo, 30 de diciembre de 2012

En la puerta de la iglesia de San Antonio.




  En la puerta de la iglesia de San Antonio, sol de invierno sobre la plaza. En seguida de los primeros euros se acerca a dos barracas que tiene enfrente, pero no son los primeros whiskies de la mañana. El tempranero le quitó el temblor del amanecer, así como el de madrugada el del desvelo. Si le falta hace memoria de dónde habrá podido esconder alguno de reserva. Pide permiso al vigilante para fumar un cigarrito a la puerta de la calle, que no duerme, está muy muy mal; la voz ronca y atrompetada, el rostro salpicado de burbujas de carne, plieges solapados que dificultan la placidez de los ojos. La noche es fría, los algarrobos retiemblan adormilados. Anoche vino bebido y no recuerda; ahora encima las imágenes confusas se las invaden bichitos y otros entes alucinatorios. Está muy mal, y aguarda a entrar en Girasol, donde hace muchos muchos años se quitó de la heroína. Mira fijamente el contendor anaranjado del reciclado de aceite usado, debajo queda una franja donde cabe la mano. Ya está. Acaba de recordar. Cruza la plaza y mete el brazo. En efecto, anoche guardó uno aquí: saca el botellín de whisky, se lo zampa; a lo mejor hay más si se tiende y extiende el brazo por lo bajo. Regresa con el vigilante y al poco comienza a sentir el efecto y se calma, mira el temblor de mano como cesa; y concilia el sueño. De mañana le fían en un bar y toma el tempranero, antes del acopio a la puerta de la iglesia de San Antonio. Las viejas no lo saben, cómo lo van a saber, si no no le echaban. Alguno le ha revisado el campo de batalla de los botellones el fin de semana y detectado un culo de vodka o whisky y hasta media botella. Él se lo cambia por un euro y se lo bebe en dos tragos.
  Tiene 59 años y el único ingreso el bote de los restaurantes en los que trabajaba en Roquetas del Mar, deferencia de los compañeros; pero últimamente se han olvidado, por, seguramente, correspondencia con el olvido propio, que ni siquiera los llama para reiterar su agradecimiento. Le desearon se curara y así regresara pronto a sus funciones de metre excepcional, entendido, preocupado por satisfacer a la clientela, a la que henchía su desparpajo y erudición marisquera. Siempre la coexistencia con la bebida fiel la sobrellevó hasta que últimamente le ha llevado a disparatar y discutir mucho. Así no puede. Por tanto, no es trabajo que le falta. Es la adicción, que lo tiene envenenado.
  La dibuja como un ciclo y la retrospectiva le devuelve a la niñez cuando era maltratado por el padre, venía de la calle zumbado de beber, le zurraba a la madre, la pobre, ya murió, y a él, el mayor. Más bestia que hoy con noventa años aún vive y solo la hija menor, la santa de la familia, se hace cargo de las atenciones que requiere en la residencia donde está ingresado. Es un amasijo de huesos y arrugas. Da pena verlo. Quién lo va a querer de lo malo que fue. Él se escapó de casa a los catorce años harto de las palizas.
  Las secuelas quedan como una aspereza imborrable en la memoria del alma y por eso la vida de éxito laboral la corrompió el alcohol y le hizo divorciarse de la primera esposa, con tres hijos, y de la segunda, en Granada, con uno. Discute por naderías, lo ve claro cuando está sobrio y tembloroso, eso que no busca líos. Mi Mari, dice, es excepcional. No les cuenta a los hijos su indefensión, su sufrimiento, su crudo pedir a la iglesia y mezclar al whisky el vino en los bares. El destrozo estomacal es consciente. En navidad los visitará a Sevilla, a donde viven. O no. Ellos creen que sigue trabajando.

Fede. El abogado le confirmó el viaje.



  El abogado de la Cruz Roja le confirmó la aprobación: el viaje a la Argentina de aquí en dos semanas, el billete pagado y cuatro cientos euros de bolsillo, el compromiso de no regresar en tres años. La noticia debía ser buena, a la mañana del lunes debía personarse ilusionado para tratarlo de cara, no fue así. La inquietud se apoderó de él, el desasosiego a la hora de dormir, la ansiedad: He de echar un pito, dijo a Dilia Iris, y salió de la tienda de campaña a interceptar algún transeúnte nicotinado. También Dilia ha tramitado esa vía, el abogado le refirió que su caso era distinto, la única manera de repatriarla sería componiendo una expulsión desde comisaría y sancionándola el juez. Por la mañana también acudiría a verlo.
    Otras veces Dilia ha detectado este estado de nervios en que se sume, lo que no quiere decir que lo haya entendido. Fumándose el pito le masajea los pies y el cuello a ver si se relaja, Fede extendido todo a lo largo del interior de la tienda de campaña.
  La han enclavado en los fosos de Puerta Tierra, al principio en un rincón más cercano a la avenida que corre a lo alto y perfora la muralla por los arcos, hasta que asomó la policía local y dijo que aquello era patrimonio artístico y no podían permanecer allí. Se mudaron a Cortadura, se pusieron entre las dunas de la playa, al cabo regresaron, escogiendo de la misma explanada de césped la protección de un eucalipto opuesto a la avenida, más próximo a la estación de tren, al puentecito de acceso a la nave acristalada que encierra el bufido perenne de los trenes. En vez de tenerla montada todo el día, esperan a hacerlo entrada la noche; por la mañana temprano, sobre las siete, la deshacen.
  A Fede no le relajan los masajes de Dilia ni el cigarro que acaba de terminar, preferiría un porro de hachís, como fuma a diario, pero no son horas de acudir a alguno de sus amigos veinteañeros de la plaza de la Candelaria. Dilia no sabe por qué le invitan sin más, lo que es ella no le costea un vicio que no comparte, a lo sumo unas cervezas. El dinero le ha llegado sin querer, es más, la tienda de campaña la ha comprado ella. Recaudar cincuenta euros a través de los contactos de Fede, de los afectos que había dejado a su paso por el Centro, etc., se volvió complicado. La mejor oportunidad parecía la promesa de una que desde el centro Luz y Sol le buscarían, pero a los dos días le comunicaron que estaba apulgarada, deshecha, inútil. Dilia contemplaba esta tentativa ingenua e infructuosa, por su aparente afabilidad y carisma podía haber cosechado amigos que sumaran esa cantidad, amigos no de calle, sino profesionales vinculados a este ámbito que hicieran con él una excepción; porque costear un artículo tal no dejaba de ser una excepción, un capricho, había que fijarse no más en los numerosos indigentes que ni se planteaban alcanzar este lujo. Pero ellos querían intimidad, y Dilia al fin propuso, venciendo su orgullo, pagarla ella de una vez, sin tener que mendigar, con el dinero que había recibido recientemente de una ex pareja. Fueron al Decathlon y la escogieron por setenta euros, en dos minutos se monta, es verde y de forma cilíndrica acostada.
  Dilia Iris había hablado por el móvil (celular) con su hermana, la que vive en norteamérica, y le había contado, a la única, su situación: Mal, Estoy durmiendo en la calle. Le rogó que no lo dijera a nadie, no quería preocupar, ya saldría de esta. La hermana ignoró el secreto, lo contó a un ex de Dilia, no el padre de su hija, un hondureño que dirigía una empresa constructora, aún enamorado de ella. De haber rechazado su propuesta de acompañarlo en su andadura americana no viviría esta situación, pero la respetaba. Hablaron por teléfono, él le pidió que omitiera si tenía alguna relación, solo le interesaba ayudarla, ingresarle dinero en un número de cuenta, activarle una tarjeta de crédito. Dilia cedió, así pudo comprar la tienda de campaña, y manejar para gastos, y disponer para el billete de vuelta inmediato. De todas formas él la prefiere en España, como cabeza de puente, por si se embarca en negocios trasatlánticos, en nuevos proyectos de construcción.
  Los nervios de Fede le angustian, los masajeos a la postre le importunan, la noche es cálida y él se revuelve constantemente y se encrespa. ¿Qué tiene la noticia de la aprobación del viaje a la Argentina? ¿Que no quiere separarse de ella? ¿Que en verdad lo rehuye? Así no puede dormir, la discusión se avecina, los caracteres chocan, él destapa pequeñas ofensas, ella decide buscar dónde dormir hasta que se tranquilice. Camina hacia el hospital Puerta del Mar, son las tres de la mañana, había pensado en el Centro, pero desistió.
  Las calles vacías, los edificios de la avenida dormidos, moles cuadriláteras cuyos ventanales son ojos indiferentes que espían, las luces de los semáforos emitiendo para nadie, marcando el flujo vial del silencio, las farolas titilando como estrellas impostoras, algún barrendero en la distancia con cascos puestos peinando la acera, mirándola de soslayo intermitente, extrañado de su andar enfadado.
  Cada vez previene mejor el riesgo de explotar, porque ya le ha pasado varias veces, sorprendiéndola hasta el desconcierto, nota la pulsión de su violencia arreciando. Lo ha aguantado porque como dicen en su tierra, aunque se saquen diez de diferencia, con treinta y tres años ya tiene los huevos rayados. Evita replicar y replicar, que es justamente lo que él le reprocha, que rehúse una batalla viperina, mientras él le restriega intimidades que le ha confiado: Sos igualita que vuestra madre, le asestó una vez.
  En Tierra de Todos él quedó en la sala de ordenadores mientras ella acudió a clases de inglés. Como el nivel le resultó elemental, se salió y fue a departir con una asistenta social que le había cobrado afecto. Al reunirse con Fede se lo explicó tal cual, pero él entró en sospechas, no le gustó que hubiera abandonado las clases de inglés, no se creyó lo de la asistenta. Le puso de mentirosa, de esconder tratos con otros, le dio igual que pudieran oírle, elevó el tono, la llamó india por primera vez, que en su tierra significa propensa a coquetear con otros.
  No es tanto esto como que ella necesita charlar, y Fede ha demostrado cansarse: Hablemos, le decía en momento de solaz, prodigándose caricias, De qué, Da igual, y él permanecía silencioso y absorto, con esa mirada triste y penetrante que encierra un furor adormilado. Necesita expandir su don de gentes, y que él confíe en que no le va a traicionar.
  Una tarde se sintió mal, palpitaciones en el pecho, y como ya arrastra una leve afección cardíaca acudieron a Urgencias. Ni que decir que las horas corrieron entre la espera y las pruebas que le fueron haciendo, en la sala gente más o menos condolida, quejosa, los rostros compungidos, guiándose de la megafonía, que iba llamando por turno a las distintas pruebas. Para desentumecer los miembros, en el trascurso de la espera Fede se salió a la calle y ella merodeó por la sala y por pasillos. Entonces se llevó una sorpresa, reconoció un rostro, lo había visto en la televisión, un personaje local, cantaor flamenco, Rancapino. Se acercó a saludar, estaba acompañado de parentela gitana, mostró su admiración y por favor unas fotos, aun el sitio inapropiado, enarbolando la cámara del móvil. Siguieron de charla y en esto apareció Fede, brazos en jarra, chulesco, saludo desdeñoso a la compañía. Le pidió con voz neutra: Necesito ir al baño, ¿Me acompañás? En un aparte, le reprochó platicar con extraños, ella trató de explicarle, pero él ya se ofuscó. Así que le pidió que se marchara, sus nervios la iban a descomponer, cuando acabaran las pruebas y la consulta médica iría a su encuentro. La tienda de campaña la habían emplazado en aquel tiempo en Cortadura, Dilia fue a reunirse con él al cabo de dos horas, estaba oscuro, la espuma de las olas brindaba una claridad rizada allá en la playa, buscaba entre las dunas. Sorteó el fuerte, la residencia militar, no lo veía, ni a él ni a Robbie, el homosexual, que había instalado su tienda a la par. Estaba confundida entre las pocas referencias, avanzó más de la cuenta, así que retrocedió y al fin dio con el sitio, hollando la arena de playa, sorteando abrojos. No le recibió preguntando lo que hubiera dicho el médico, sino hostil y sospechoso de haberse apeado de un coche de gitanos que había parado cerca y para disimular había dado un rodeo. Nuevamente incisivo, desconfiado, celoso, agresivo. Si había venido andando, ¿qué decía de un coche de gitanos? Robbie medió, impuso la calma.
  Algún recelo le quedaría respecto de esta intercesión que Dilia no se esperaba que fuera a guerrear con un marica que al final le plantó cara. Ocurrió en el comedor de Santiago, donde se reparte cena. Dilia se demoró y al salir estaban en la calle enzarzados en una fuerte discusión, coléricos, Robbie chupado, Fede con los ojos fieros, a pique de liarse a trompadas de no ser porque ella se metió por medio.
  Vivir así, en una constante inspección de con quién ha estado y qué ha hecho, en la amenaza del restriego de mezquindades, de comportamientos pasajeros sin relevancia, sobrecargados de intencionalidad, no es vivir, no es propio de una pareja, del espacio que cada cual necesita, del deseo de hacer feliz. Mi flaco, dice ser, con voz envolvente irresistible: cuando se pone meloso es único, solo que le falla el machismo argentino. De casualidad ella había visto unas cartas mientras abreviaban las mochilas, una escrita a la novia israelita, la leyó a escondidas y le atemorizaron los términos: Algún día volveré con vos, Sos lo que más quiero en el mundo y a vuestro hijo como un padre, Siento tanto mal que te he hecho, tanto daño... ¿Qué daño sería ese?
  El vigilante jurado del hospital está descuidado a estas horas de la madrugada, así que Dilia se acopla en la sala de espera de familiares de enfermos y duerme. Duerme mal, azarada por todos estos repasos, que no tiene con quien desahogar ni compartir. La hermana había tenido un carácter vehemente, visceral, en contraste con su lado apacible y encantador, por tanto, se siente preparada para manejar a Fede, y estos escaqueos forman parte del espacio que deben prestarse para la relajación, al menos, así lo considera ella. Alrededor recostados gente pueblerina que no tiene donde quedarse en la capital, extendida en las sillones, improvisados lechos donde dormitan más o menos profundamente, las ropas de vestir hecha amasijos de almohada, la luz hiriente de la sala.
  Al amanecer se encamina a su encuentro, deja atrás el desperezo de los familiares en la sala, espera que esté más calmado y vayan juntos a ver al abogado de la Cruz Roja, cada cual con su tramitación. Pues está peor, descompuesto, los ojos hundidos, airado, le reprocha si ha venido por la tienda de campaña, ya que la costeó ella con el dinero de su ex pareja, que se la lleve, él no la necesita, no hay nada entre ellos, no se deben nada, se acabó: Andáte, Que te corran, India, Largo de aquí.., y según se aleja, ella desistiendo de razonarle, le sigue gritando, india, loca, cruzando su voz el tráfico mañanero de la avenida.

viernes, 28 de diciembre de 2012

La imagen de un invidente solitario.

  La imagen de un invidente solitario por las calles, nonagenario, de piel blanca, lustrosa calva y orillado pelo cano. La varilla fina y alargada anticipando los obstáculos, el paso quedo, entrecortado, la no-mirada acuosa, desvaída (a lo mejor es una ceguera blanca, como en el ensayo de Saramago), extendida hacia el frente más para ser advertido que para advertir. Los olores (la humedad de una calle, el tufo a pescado del mercado, los puestos de flores de una plaza...), los sonidos (los niños de una espaciosa plaza, los portones de una iglesia, el ajetreo de una calle empinada...), los obstáculos (un banco de piedra, un zócalo rugoso, un suelo adoquinado...) componen la cartografía familiar que lo ayuda a ubicarse y a viajar en el tiempo dilatado que marca su reloj biológico: sin prisa, sin pausa, alcanzando con retraso los hitos que para los demás significan puntualidad.
  Hay áreas que contemplaron su figura con más asiduidad según la imantación producida por el lugar donde vivía o trabajaba en cada época, empezando por aquella en que la vista no estaba tan deteriorada y acudía a la calle Novena, a la tienda el Marco Dorado, donde la madera cincelada era el alma de los artilugios que vendían. En algún momento aprendió a ser atento, deferente, pormenorizador de detalles que fundamentaban la esencia del producto, dependiente de los de antes, de los de oficio y vocación, de los de recreo lingüista y apego al cliente que buscaba exquisiteces.
  También en algún momento aprendió a deponer la corrección en pos de una formidable rebeldía, inesperadamente emanada de alguien así, en apariencia frágil, educado, de voz suave y tibia, ya la varilla como apéndice tentacular irremediable. Su nueva área de expansión eran los alrededores de la calle Vea Murguía, adonde se ubicaba una residencia geriátrica que comenzó siendo un lugar de acogida de menesterosos con el nombre de: Asociación Jesús Abandonado. La pulcritud ya entonces parecía regañada con ciertas triquiñuelas que buscaban rendirle una mayor eficacia y sin embargo salían malparadas: por ejemplo, la botella en el linde de la cama para orinar en ella sin necesidad de desplazarse a tientas hasta el baño; solo que la puntería le fue fallando o el pene encogiendo o el temblor aumentando. El olor que impregaba el dormitorio motivaba la queja irascible del vecino y, naturalmente, de la auxiliar que a la mañana sufría el trompazo de una amarga pestilencia y un caótico charco en el suelo. Es costumbre que a la postre le ha venido a perjudicar en el Centro donde el compañero, el polilingüista José María Carrasco, rociaba insecticida para contrarrestar el mal olor, arguyendo, ante la suspicacia de Federico, que es que había bichitos bajo la cama, para matarlos. Cuando en aquel entonces la residencia geriátrica de Vea Murguía se clausuró, las calles y parques que acogían su tránsito despacioso pensaron que emigraría a San Fernando a la residencia Vitalia, a donde destinaron al resto de ancianos. Ni por pienso. La temeridad de recalar en las calles y su mala costumbre de pésima posada fue todo un acto de rebeldía o de apego incondicional y hasta la muerte a esta ciudad que es la suya.
  Al poco tiempo se ancló en una pensión de la calle Compañía, reproduciéndose su estampa de bondadoso insurgente por los alrededores, con especial atención a la noche, ya que regresaba oscurecido, a ritmo procesional, construyendo con la palpación de sus manos el portón definitivo que había de abrir a duras penas para acceder al patio interior y a su dormitorio de la primera planta. Quizás llegase de algún acto cultural, pues se le vio apostado en las primeras filas del patio de butacas en algún concierto o conferencia, las manos reposadas sobre los muslos, la varilla descansada oblicuamente y la atención puesta más allá de un run run que le sirve para acunar el pensamiento. Es como si no hubiera estado cuando se le pregunta y responde con elogios tópicos y escuetos, afanado más bien en reanudar la marcha, en enristrar sus adminículos y abordar el espacio por donde reiniciar su andadura; él solo había parado allí como en el banco de un parque escogido al azar donde se reposa momentáneamente; los sonidos armónicos o no, los cuentos elaborados o no, coherentes o fragmentados e inconexos; siempre el arrullo de una paz envolvente. Hasta que la dueña de la pensión, después de años viviendo, acabó denunciándolo por no pagar, por los retrasos acumulados que nunca llegaron a más de tres meses, y, sobre todo, por desembarazarse de él y evitar sustos seniles (una caída por las escaleras...) y recuperar un dormitorio que se había convertido en pocilga.
  El Centro no ha podido ofrecerle un cobijo durante el día, pero para ello han hecho una excepción en Luz y Sal y hasta allí llegaba empleando la cartografía inusitada elaborada con los años en su cerebro gracias a la cual no se extravía; o es una varilla-radar de invidente la que usa. Porque llegar, llega. Y allí se acoplaba en un sillón y dejaba transcurrir las horas en esa pausa que es un viejo hierático, despierto pero ausente. Los argumentos que le llueven le han de resbalar porque a toda oferta se opone: nada de actualizar sus papeles para solicitar el ingreso en un geriátrico, aunque sea en la misma ciudad (mientras pueda valerse por sí mismo, dice, nada de residencias), y, por último, nada de lavarse (al modo como el auxiliar tiene concertado), porque le duele la úlcera, porque tiene que permanecer encamado hasta una hora indeterminada (el auxiliar llega tarde)... porque prefiere sus comedidas y persistentes abluciones, salvando ciertas partes más sensibles...
  Y acaba siendo defenestrado porque él incumple el axioma aquél atribuido a Julio César de que es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es. Y él es un viejo, y así lo ven. Y como tal habría de someterse a las ofertas que la sociedad le ofrece para no causar molestias. Por eso es un rebelde nonagenario. Por eso es un héroe, y prosigue, recalcitrante, caminando a su paso quedo por las calles con la apariencia de encorvado que le da la joroba en el lado derecho de la espalda, con la vista extendida hacia un horizonte turbio, con la varilla blanca y rígida de invidente rozando el suelo y anticipando los obstáculos.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

De paso hacia algún centro



  De paso hacia algún centro donde postrarse siempre y cuando les fallen las fuerzas de flaqueza para salir a jalear las calles. El síndrome de inmunodeficiencia adquirida es contenido por un dique de retrovirales y hay quien vive resueltamente como si nada, por ejemplo, Manuel Becerra que se jacta de esta resistencia de la vida, quizás porque una parte de ella la vivió como regente de un puterío que arrastraba consigo oleadas de amenazas y peligros; es lo que tenía la purificación y deyección seminal de algunos pudientes de Marbella.
  En otros en cambio la resistencia declina y el cuerpo pierde su fuste debido a una succión paulatina de las carnes que los va enflaqueciendo y esqueletizándolos: son como viejos tempraneros, pajizos, huesudos, inhábiles. Jesús Moreno ha pegado un bajón y ahora se ayuda de muletas para alcanzar titubeante la esquina en los Callejones donde se aposta y saluda con energía de concelebrante orgulloso a los convecinos; hasta para permanecer allí horas hace falta una resolución, una actitud. La barba desaliñada otrora le robustecía el aspecto mientras ahora sirve para disimular la palidez de víctima de un contagio embarazoso que lo vuelve torpe en sus funciones saludantes, funciones que desempeña como el aduanero que da su beneplácito para que uno prosiga la circulación por ese entramado de callejuelas características donde (sin cobrar pasaje) se puede disfrutar de una vendedora de periódicos con delantal sentada en una silla de tijera o de un chumbero que pela con cuchillo romo los higos de su finca en Chiclana o de un pescadero que expone las caballas caleteras en una caja de corcho blanco y pringoso.
  Isabel Gil ha marchitado tanto que resulta irreconciliable con aquella otra que me hizo de cicerone la primera vez que entré en el centro Luz y Sal de visita; aun no habían comparecido las trabajadoras, sí las monjitas y voluntarias; me mostraba las salas como algo suyo, disfrutado por merecimiento. Hoy, después de un periplo indeterminado, aparece con una consunción morbosa que, sin embargo, no quita para verla exquisitamente vestida y colorida como una baby Jane que reivindicara, si no un pasado esplendor artístico, sí familiar, hogareño, dedicada a la atención de sus hijas, como "hase cuarquié madre". Lo que fuera que la alejó de ellas no impide que hable sin añoranza porque ellas son sus hijas y eso no se lo quita nadie. A Rachid le confiesa que aún se siente con mucho amor interior por repartir, lo cual suena al hilo discursivo aprehendido en centros por los que ha transitado donde la religiosidad focaliza el tratamiento terapéutico, más que a flirteo con el marroquí de la gorra de visera vuelta como los baloncestistas del Bronx, quien la escucha con la atención de feligrés encariñado pero escéptico, ya que la ve tan deteriorada que (piensa) no le da más de uno o dos años de vida (el reparto de amor tendrá que ser en breve plazo). La nariz pequeña y ganchuda vuelve monocorde y congestionada el habla que airea los apuntes testimoniales de un pasado al que renunció por su mala brújula, viéndose como se ve hoy, aunque positiva al fin y al cabo. En el desayuno pide tres cucharadas de azúcar con el colacao y retira el vaso con la mano izquierda ya que la derecha está agarrotada y sin fuerzas de presión. No es que sea golosa, es que el paladar ha perdido su sensibilidad a lo dulce, que no a la dulzura de la vida ni a la percepción de las malas ubres de Antonia Abreu, con la que discute a uñas porque llega fregada de vino y quisquillosa.

viernes, 21 de diciembre de 2012

Santi, cirrosis



  »Hinchado el vientre. No, no me pinchan para extraerme líquido. Me inyectan esta ampolla. Catión. Tres veces al día. El ATS me conoce: Venga pa dentro, Santi. Me pasa, no importa la cola, es una urgencia, explica. Tengo el culo agujereado, duele el líquido al inyectármelo. Pongamos que vivo hasta los 70, tengo 62, ¿Cuántas inyecciones me quedan, a tres al día durante ocho años? Menudo se me va a quedar el trasero.

Travesti francés.




  El travesti francés Melanie y Antonia Abreu no se ponen de acuerdo en tener abierta o entornada una balda de la ventana, como un juego de niños, en la oscuridad de la habitación, mientras tratan de conciliar el sueño, la una la abre, la otra lo entorna, a hurtadillas u ostensiblemente. Antonia se indigna, se encoleriza porque el relente nocturno le provoca tos y temblequera, así que pide ayuda con las aletas de la nariz inflamadas de la rabia y las arrugas vibrándole: ¡Además duerme en pelotas, con los güevos al aire, la maricona esa!
  Melanie aduce el mal olor de Antonia, que dice no se ducha, él es una persona muy delicada y no puede soportar la sudoración. Habla bien español, con acento francés, alterado; el pelo largo, ondulado y canoso, sin tinte, le culebrea; la nariz borbónica, la mirada perdida; viste un fino vestido floreado, no parece pijama. Antonia replica: Quien no se ducha eres tú, maricona, que mira las pústulas en los brazos, De eso yo no tengo. En efecto, Melanie presenta unas ronchas en los brazos fornidos, varoniles. Pasaría por una representación grotesca y bien avenida en el carnaval gaditano, si fuera febrero, a excepción de que no abusa de afeites. Tengo que moderar y resolver que la ventana se quede entornada, consta en nuestro control que Antonia se ducha diariamente, eso no es argumento y de la sensibilidad de la pituitaria nadie tiene la culpa. Acepta sin quedar conforme y anuncia que al día siguiente se marcha, no quiere problemas. Se acuestan y tras la puerta del dormitorio escucho unas andanadas subrepticias cruzándose entre las camas. Toco unos golpes y exijo silencio.
  A la mañana Melanie baja resuelta a cumplir su anuncio, no quiere problemas, prefiere la calle antes que el insoportable mal olor de Antonia Abreu. Comprende que ella es persona mayor, es de aquí y se le dará más credibilidad a sus protestas. Saca las maletas y de ellas la indumentaria del día, que, después de ducharse, será de un negro estilo Western, con sombrero rosa chillón. A un conato de ofuscación y réplica por parte de Antonia, que la escucha desbarrar de ella, le hago un gesto de contención, así que se frena.
  Finiquitando los desayunos, José María Carrasco me hace un guiño antes de dirigirse a Melanie en francés, que se desvive en ordenar nerviosamente, ya vestido de Sheriff, la ropa de las maletas. El otro se sorprende de que alguien se le dirija en su idioma, y responde arguyendo lo mismo que en español.
  José María Carrasco ha trabajado en Tánger de guía turístico y en otros lugares del orbe, domina el inglés también, y las fiebres que provoca el vino. La nariz picada, los ojos saltones, el pelo rizado y cano, siempre una chaquetilla abierta. Su intención es azuzarlo un poco más, enrabietarlo como a un gato al que se busca encrespar por diversión. Melanie se percata, y prosigue en español, sin cuidado de que le entiendan su malestar. Es suficientemente inteligente como para sospechar la chufla, más cuanto, poco después, aprovechando que Antonia desayuna, José María Carrasco se acerca a ella y rodeándola por el hombro le advierte que ella es su novia. Las pestes con que responde Melanie ya no se le entienden.
  Antes de marcharse y desear buena fortuna y que les den, a mí me refiere que ha estado por muchos centros de Europa: Francia, Italia, Portugal, etc., y no había conocido a nadie que le tratara tan ecuánimemente y con tanta paciencia como yo. Eso quiso decir.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

El sol del amanecer.




  El sol del amanecer, las nubes que cobran un tinte carmesí, el mar que pica espumoso, en constante batida de los bloques del Campo del Sur.
  El drago del parque Genovés, los gansos que se echan a nadar o se atusan las alas, la cueva de piedra, los niños en el parquecito, la abigarrada composición de árboles, ejemplares de todas clases que entreveran sus copas y dan sombra a los senderos de tierra, el paseo principal con sus pinos recortados con moldes de peluquería canina.

  El relucir de estos paisajes inunda sus ojos solitarios, es como si fueran recién descubiertos, recién plantados ante unos ojos núbiles, reclaman ser interpretados y por eso en un blog de dibujo intenta reproducirlos con lápices de colores. El resultado es tosco, descolorido, borroso en algunos casos. Pero la gente se los alaba, y él, irónico, los ve excesivamente obsequiosos; es el primero que los descalifica: Si son una mierda. Yo disculpo a la gente: Lo dicen para animarte.

  Su vida ha estado marcada por el alcohol, silencioso veneno, droga envejecedora a ritmo vertiginoso, secuestro de la voluntad, sierpe estranguladora. Abatido en las calles, defenestrado por la familia, ahuyentado por la falta de trabajo, consumidor de peñas, repudiado de vecinos, maltratado de jóvenes botelloneros (le rasgaron la ropa con una cuchilla de afeitar, lo dejaron en calzoncillos, tirado sobre un charco, embriagado en un cuasicoma etílico y apaleado...). El tiempo de resucitar parece que ha llegado, sale vestido de chaqueta a los grupos de Luz y Sal, a los grupos de ARCA, a los paisajes que plasmar borrosamente en un portafolios. En el maletín dice que, además, lleva los billetes: humor irónico, pudoroso, retraído, de los que no quieren destacar y ahora entienden que la dignidad se comienza a repescar asumiendo el propio arreglo, aseo, autoestima, correspondencia al profesional (aunque sea solo esto) afecto (por algo se dedicarán a ello, aunque les paguen). Curiosamente siempre hay algo que no encaja, un detalle que lo descarta como ejecutivo: ese deambular por los parques, ese quedarse absorto contemplando el amanecer, la mirada alicaída, el pelo descuidado, el bigote a lo Groucho Marx sin mesar. Ni una gota más o si no volverá a caer en espiral por el precipicio del ahogo que golpea como meteoritos de imágenes que se estrellan, flagelan e hieren en su despedida de la lucidez peregrina.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Fede y Dilia. La dejó tirada.



  El rostro de Dilia es una mezcla de perplejidad, desconcierto y enojo. Suma muchas experiencias vividas en las últimas semanas, el paso por el Centro, el escalafón social más bajo, la más abrumadora; ahora salpicada por el desplante de Fede: "Me dejó tirada."

  La asociación sobrevenida venía a paliar la soledad errática en la espera de un destino claro: a Fede le aguarda a mes vista, ya que optó por firmar la conformidad en la Cruz Roja al viaje a la Argentina; no ha de volver en tres años, a contar desde que parta. Dilia lo ha postergado, en su caso a Honduras, confiada en las próximas entrevistas de trabajo: cuidadora interna de ancianos o niños, limpiadora, etc.

  Lleva consigo un manual de relaciones de pareja, lo está leyendo a ratos, vislumbra reminiscencias de las suyas pasadas, y la última malograda con Fede. Aún retiembla. Le resulta insólito el desenlace.

  Ya tuvo relación aquí en España, con un hombre casado. La esposa lo descubrió y le agredió, ella permaneció serena, prefirió retirarse cabizbaja, despedirse, la continuidad era inviable, para ella no hubo engaño, tan solo respeto por la clandestinidad que él quiso. Fede se extrañó de no haber respondido a la agresión, si fuera él no lo dudara. Dilia no da crédito: "¡Pero eso no es así...! Tenés que conteneros, no podés pelear siempre..."

  La diferencia de altura es acusada, así que ella le mira de abajo arriba, treinta y cinco centímetros, ahora compendia la suma de las pequeñas extravagancias tiránicas, celosas o mezquinas. Lo de dejarla tirada en la playa casi lo podía haber barruntado, pero nunca pensó que llegara a tanto, a lo sumo que generara una discusión vehemente, dura.

  Recién salidos del Centro, él venido de la calle, con la manta que yo les prestara (a ella para disimular, no a él que no está inscrito, aunque fuera quien la solicitó), en la Caleta, acomodando los bártulos, ella necesitó buscar donde orinar. Él ya receló: "No tardés", la mirada de mansa a incisiva con un destello de enojo. En domingo y temprano es difícil donde encontrar, y lo poco bares de hombres, anduvo largo trecho por los recovecos del barrio de la Viña. Le turbó la advertencia y el modo, y recordó cuando en la playa de Cortadura hizo lo propio, salir a buscar, y al regreso se topó una discusión acalorada y absurda. No daba crédito a aquel acoso: que por qué se tardó tanto, que adónde había estado, que lo había dejado allí plantado, sin saber... Ella esbozaba una risa desconcertante y nerviosa, se siente más madura que él, no solo por sacarle unos años, sino por la forma de afrontar esos reproches infundados. Igualmente, en una ocasión que marchó a Jerez a visitar a Xabi, ella se quedó con un grupo de conocidos, que acabó en coro amigable en la playa, de charla y bromas. De pronto recibió llamada al móvil, descolgó y afrontó progresivamente la continua insistencia por saber quién la acompañaba, gente del Centro, decía ella, sabés que me junto con hombres, mujeres, homosexuales, soy sociable, nadie en especial...  Ya, pero quién exactamente. Dilia se azaró, notaba falta de confianza, excesivo y encabritado celo, asfixia de su espacio vital, que hasta dentro de la pareja es necesario y pertinente. Los acompañantes notaron el tono subido de la conversación telefónica, ella se avergonzó y cortó. En otra ocasión era un partido del Barcelona que fue a ver a casa de Carmen, Ramiro y su hijo, la familia en pleno pasó por el Centro el último diciembre, aquí los conoció y trató, ahora viven en Candelaria, adonde realizó unos arreglos eléctricos, se quedó a dormir alguna vez o a platicar. Ella prefirió no acompañarlo, declinó la invitación de ver el fútbol, él no se molestó pero le advirtió en aquel tono con deje amenazante al fondo de la mirada tierna y perdida: "Que luego no me entere que viste el partido con otros amigos..." Desde luego, no era su intención.

  La vez que la madre le telefoneó a ella, y ella, tras saludar, le pasó el móvil, generó luego otra discusión. Aquí podía radicar parte de su infructuosa estabilidad en las relaciones, a pesar de que por su atractivo y verbo atrapó a bastantes chicas. La psicología de Dilia quedó alerta, se molestó de hablar con su "máma" o bien la confianza que ella le inspiraba, que hacía despertar una complicidad propia de mujeres que quieren al mismo hombre, aun de muy distinto modo y perspectiva. Fede empeñado en demostrar lo injusta que había sido, lo cual son argumentos para un desapego imposible y cobarde, Dilia intentando la reconciliación, el entendimiento. A Fede le molestaba que hablara en favor de la madre, pero era solo por sondear su punto de vista, era exagerado que se mostrara tan a la defensiva, que le irritara el mínimo consejo apaciguador, se notaba estrellarse contra un muro o arcón que protegía muchas contrariedades y amarguras de niño caprichoso e inmaduro. En el tema del dinero era tajante: "No le debo nada a ella, todo préstamo se lo embolsé", lo cual, para Dilia, aunque no fuera cierto, está de más en una relación filial. El concepto "deber" dinero a unos padres es distinto y relativo.

  La suma de todas estas actitudes extrañas se agolpan ahora que han roto, en qué territorio personal de machismo e intransigencia no se había involucrado. Probablemente no controlaba esa obsesión, sentido de pertenencia o pasmo de fidelidad. El referente de la madre, madre-abogada-rica, con novio y chalé de piscina y perros en Neoquén, la humilladora benefactora al cubrir los avales crediticios de sus empresas israelitas, tapar desfalcos, pagar viajes, convidadas, etc., el pasado de separación matrimonial, y por tanto, el derrumbe de un modelo estable y profundamente arraigado. Había observado también su empeño en ensamblar comentarios anteriores que habían quedado en el aire, para él deslavazados, incongruentes, que anudaba con deje de reproche, los había olvidado y de pronto le salpicaban, era kafkiano, devastador.

  Después de errar por los vericuetos del barrio de la Viña, de descargar la vejiga, regresó a la playa la Caleta, al sembrado de bártulos, la cólera inesperada en el rostro de Fede: "Sabés que llevo toda la noche sin dormir, que os espero a vos para descansar y os perdeis." Probó ella a justificarse, pero sencillamente él se marchó, dejándola tirada. El resto del día con la carga de aquellos bártulos, especialmente la manta, que había de devolver al Centro. La incredulidad precedió a la indefensión y esta al llanto, más acusado e incontenible cuando al par de horas encontró a Roberto el homosexual en la plaza Candelaria y con él se sinceró. Le saltaron lágrimas a raudales. De pronto advirtió la presencia acechante de Fede, quizás la había seguido, volvió el rostro, renunciaba a posibles disculpas, no estaba presta, demasiado castigo para tan poca culpa, se acabó. No sabe hacia dónde tiró, cuando levantó el rostro siguió viendo la amanerada y sinceramente amistosa gesticulación de Roberto, que le ofreció guardar en su actual y provisional casa los bártulos. El resto del día lo pasó más tranquila, reflexiva, desahogada, convencida de que el final fue pertinente y apropiado. Se adormiló en la playa Santa María y el sol le puso las piernas coloradas como una gamba.

  "No sé si confesar algo que le dije respecto a vos, a lo mejor le sentó mal y se lo guardó, como él es así, tan raro y desconfiado, no la vaya a tomar contigo. Me da vergüenza" -ríe, se tapa el rostro ruborizada, flotan las palabras afectuosamente entonadas. "Le dije que vos me gustabais... Como persona, su modo de ser..." -ha dicho, y parece haber desembuchado un secreto íntimo, la risa pudorosa se contagia. "El no comentó nada, pero como se queda con todo."

  El teléfono suena, lo atiendo, es el director que me advierte de la leche que falta para el desayuno de mañana, no le avisaron a tiempo los compañeros de tarde, y hoy es domingo. No importa; ya compré yo cuatro litros en el Covirán de los chinos, previsor.

  La conversación se ha desplazado, enfriado. ¿Por dónde íbamos? Ya nada. Es tarde. Ahora está dispuesta a intentar el sueño junto a Rosario Díaz, que parece enferma, habla sola, incesante, febril. Pero no tiene fiebre, lo compruebo, acompañándola a la habitación, palpándole la frente. Es su natural gemido, siempre evanescente, monocorde, ya en la vigilia o el sueño.

Y me dijeron que murió.



Y me dijeron que murió;

y repasé el video del móvil donde cantaba. Lo mostré,

era joven, comentaron. A la puerta del Centro, improvisando,

con uno agitanao, pelo y barba a lo Demis Rusos, que le tocaba

la guitarra. Él con gorrita, nariz respingona, palma alzada.

Había entrado en declive, vuelta a beber, y a asomar por el

Manteca y las terrazas de San Juan de Dios para cantar y recabar

unas perras y quizás ligar, aunque la tripa le afeara, no de la

cerveza, sino de la cirrosis.

Los pantalones siempre ajustadísimos, la cartera abultando en el

bolsillo de atrás, repleta, las ganas de vivir sano de otro tiempo diluidas

en los vapores mañaneros a la puerta del California. Rememorando correrías de

estupendas mujeres extranjeras que se anexaban al typical hispanish cantaor,

juerguista, simpático. Durante la tregua le pagaron una dentadura postiza, de tono

oscurecido para que no delatara el brillo de lo nuevo. Luego un tiempo inmaculado y

sordo en un centro de Tarifa, del que se apeó en seguida, porque él no necesitaba,

era capaz de, por sí solo, sin apoyo. Ya ves.

Después de las prebendas caritenses e institucionales se perdió en el

abandono interior para asomar eventualmente con apariencia de artista gozoso y

maldito, fascinado por un final de

embotada conciencia y voz empalagosa, doblada por el usurpador

que le impedía reconocer una sonrisa de conmiseración.

Porque él no necesitaba, era capaz de,

por sí solo, sin apoyo. Ya ves.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Tito de Cái



  Está haciendo un curso de carretillero, y como en el baratillo hay una carretilla a la vera de un árbol no hay como hacer una demostración:
  -¡Bueno!, vamos a dejarlo, que está bien aparcada -dice con voz áspera y cascada sin abandonar el deje de simpatía.
  La gente circula arriba y abajo indagando en los puestos algo que le pueda interesar. En el estrecho cerco que nos hemos abierto maniobra una carretilla invisible para, de todas formas, demostrar la pericia alcanzada en un curso que tiene su parte teórica y su práctica. La maneja como si derrapara, hiciera el caballito o quemara el escape de una moto, todo en ese estrecho cerco por cuyos flancos fluye la gente y en el cual queda incluido su acompañante, aquel que leía Luis de Góngora hasta la saciedad, hoy más retraído y menos convencido de que su terco empeño no fuera un deleite impostado.
  Está más apuesto, el pelo recortado por los laterales, destacado en la coronilla, las gafas nuevas, de montura de pasta reluciente, granate. Es bajito y los surcos de su rostro lucen tan morenos, ásperos y marcados como la tierra roturada y en barbecho bajo el solano. Resalta la vena en el cuello, esa que hincha en son demostrativo y bromista que le trasforma en un Hulk en pequeñito.
  Rocoso, de mineral enterrado mucho tiempo en la vida disipada que le excluyó de la tolerancia familiar; luego queda aquello de: pero que nos quiten lo bailao, como compartió con Ángel Aguero. Así que reconoce esta itinerancia en las calles y la inevitable resolución como quieras rescatarte: hay que someterse a aquellos programas tan duros, claro que son duros, terapéuticos, no rendirse, es la única forma de encarrilarte de nuevo. Por eso critica el abandono de Antonio Torres, lo considera una rendición precipitada, claro que se pasa mal, que jode que te ordenen y estar pringado todo el día como un esclavo; pero es que no hay más cojones... (no distingue que haya métodos desigualmente eficaces según las personalidades de cada quién). El ha pasado por los suyos, largos meses, emergiendo al fin con la voluntad férrea de reconducir sus pasos: voluntario en un centro de día de la cruz roja, a cuyos viejos ayuda con la sopa boba o los desplazamientos; voluntario en la regata de los buques escuela (simpática la foto de promoción con la alcaldesa); cursos de informática, hostelería, carretillero... La vitalidad de un joven que quiere retomar por donde alguna vez escogió la senda equivocada o simplemente más apetecible y desfachada que le llevó a desmanes y a la cárcel.
  La simpatía que irradia la soportan las mujeres a las que mima y besuquea y raro es la que no acaba fastidiada y reprochándoselo; pero es solo una inicial camaradería, una particular celebración de la vida que replica contra la austeridad y defenestración a que están abocados; es una opción, la opción de manifestarse alegres frente a la precariedad de sus vidas actuales. Lo mismo que eludir los desbarres de Avelino Fdez Millo cuando viene pipado y le da por cagarse en sus ancestros simplemente porque está sobresaturado de ese constante esfuerzo por optimizar la mirada de este submundo que no es más que un grotesco alarde de premiarse ellos mismos por su fatua resistencia. Podría afrontar sus chulerías, vaciles, amenazas... pero prefiere no caer en las réplicas equívocamente viriles de otros tiempos (en la calle a puñetazos...). La simpatía molesta a quienes no están para muchas sonrisas sencillamente porque prefieren no socavar su soledad con estridencias que solo entusiasman al principio, cuando aun son una novedad que distrae del pesar de uno mismo.
  La familia lo reintegra a pasitos en su devenir fragmentado pero unívoco donde él era la pieza más descalabrada. Ha acudido a la celebración del cumpleaños del padre octogenario que los ha reunido a todos en una casa en Chiclana, entorno a una parrilla y bebidas que él no prueba, limitándose a fantas. Hacía mucho tiempo que él andaba al margen.
  Al final nos dejamos arrastrar por el flujo de mirones del baratillo después de este encuentro saludable y simpático. Las expectativas son buenas, la voluntad férrea, el ejemplo encomiable.