viernes, 13 de enero de 2012

Buchaca en Texca

  Ocupa actualmente ese emplazamiento que constituye una lujosa cueva para pernoctar, una suite gratuita, por la que han venido desfilando muchos durante distintas épocas. Recuerdo a Carmita (y la vez que allí mismo unos gamberros la rociaron de pintura), algún polaco, etc.
  Hablo de Texca, la tienda de ropa y saltos de cama, mantas, cobertores, sábanas estampadas y de encaje, en calle Pelota.
  La manta mugrienta que cubre al Buchaca, pestilente y grasosa, renegrida y áspera nada se parece a las que lucen tras los escaparates: límpidas y mullidas, suaves y calurosas.
  Líase en ella desnudándose de cintura para abajo, la rocía de polvo de talco creyendo que así la desinfecta, aguarda largo rato semitumbado, antes de disponerse a dormir, por comodidad para respirar; el buto-asma a la mano; el café traído por la inesperada mano amiga. Ya no hay zapato que guardar, va descalzo desde que se le hincharan los pies; en el derecho, se extiende la hinchazón a la pierna e incluye brazo y mano.
  El Sinogán 25mg lo terminó hace tiempo, no ha acudido desde hace meses a su psiquiatra en el Centro de Salud Mental, el dr. Trujillo, ni a la enfermera Flor.
  La no ingesta de la medicación y la vida sin techo han propiciado su deterioro físico y mental. La conversación le escuece, es dura, cortante, no obedece consejos, los rechaza enojado o asiente bruscamente para que no se alarguen.
  Entiende lo que le dicen, pero es incapaz de elaborar las respuestas. Acusa un tic nervioso del rostro, no llega a fijar la mirada, cabecea como un borrico disconforme, tozudo y malhumorado. La piel se le ha endurecido, estirado y adquirido el color de un café tiñoso y cargado. El pelo rizado es puro estropajo y lija a un tiempo, oxidada pelambre de aluminio.
  Instado a acudir a una asistenta social, lo rechaza; lo mismo al hospital, al Centro, etc. Recordando el tiempo que compartió piso con Pintiño, desalojado por finalización de contrato, renuncia a intentar una vida semejante: los 300 euros de paga por enfermo mental se consumían en seguida: el alquiler, la luz, el agua... Encima había humedad y padecía las naturales tensiones de convivencia.
  Administrarse los 300 euros para todo el mes le ha obligado a ciertas renuncias: no tomar cerveza, no consumir tabaco. Eran hábitos que practicaba con Pintiño en la boyante etapa del piso de alquiler. Allí aumentaban el capital común pidiendo en la iglesia castrense. Los 300 euros, a razón de 10 euros al día, los deja para exclusivamente comer.
  Deploraba los comedores sociales. Decía bastarle aquellos diez euros para alimentarse: un menú diario es suficiente; más si de él aparta en una fiambrera para la noche. Pero la calidad alimenticia declinó; el dinero escapaba hacia otros menesteres: cafés, talcos... Ahora acude al comedor de la calle Santiago.
  Aquí también se provee de ropa. Vestir un cuerpo sucio, castigado, hinchado, curtido a la intemperie, con ropa limpia, causa raro contraste. Antes iba a Jesús Abandonado, hoy cerrado. Los trabajadores de allí lo atendían por haber sido antiguo huésped, durante casi diez años. Una famosa directora, de porte y maneras hombrunas, dio por cambiar el sentido de la antigua asociación benéfica, y todos los enfermos mentales fueron despachados. Tuvo suerte de evitar la calle entonces, alquilando un piso junto a su sempiterno socio y también defenestrado huésped Pintiño.
  Cinco años de alquiler han pasado rápido. A Pintiño le recogió un hermano de Sevilla; tuvo más suerte.
  El año de estancia en la calle pasa factura. Reconoce que no estaba acostumbrado a la misma. Es últimamente cuando parece precipitarse hacia un creciente deterioro, el cuerpo le ha dicho basta.
  Como una paloma que se retrae en un rincón para dejarse morir a la vista de todo el mundo, así hace él. La decadencia, el deterioro, es progresivo. Su estampa despatarrada y denigrante a la puerta de la iglesia de San Agustín, es ignorada.
  Un viandante piensa que si alguien estuviera dispuesto a saltar de un piso para suicidarse, le retendrían que exigir una cuantía, para limpiar la mierda que dejara estampada en la acera. Ha querido decir que indigentes como Buchaca, abandonados a sí mismos, deberían pagar por adelantado por empañar e infectar la calle de mierda.
  No es extraño este sentimiento de repugnancia. La compasión está pasada de moda, es progre o afeminada. No hay redaños para acercarse e interesarse por sus circunstancias y la manera de evitarlas o paliarlas. No los hay para convencer al suicida de que no se tire o al indigente de que cuide su higiene y salud. Acercar a este último un café caliente cuando anochece o convidarle a un almuerzo de calidad al medio día es una memez.
  R. Oitaben amaneció muerto bajo un amasijo de trapos andrajosos un domingo por la mañana. La policía local acordonó el espacio entre los dos kioskos donde pernoctaba. La ambulancia no tardó en aparecer, sí el forense y el juez de guardia. La gente discurría ante aquél bulto barruntando si se trataría de una de las chatarras oxidadas de la venta ambulante.
  El destino de Buchaca se presume similar.

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