viernes, 30 de diciembre de 2011

Dione juega al futbol en la playa Victoria


  Dione Modou juega al fútbol en la playa Victoria, con unos ingleses, siempre se congregan unos cuantos, con deseo de echar el rato. Él viene casi todos los días desde que está en Cádiz. Los ingleses, a los cinco minutos, jadean. Él está sobrado de forma. Claro. Es negro. De Senegal. Veinte años. Desde niño tuvo que correr delante de los leones… (la broma la acepta de buen humor, es muy sociable y salado).
  Hace cuatro años desembarcó en Tarifa, en una patera. Ya se imagina la odisea. Ha aprendido rápido el idioma, no en Madrid, a donde primero fue, de lo cerrada que allí es la gente, en Andalucía (Huelva, Almería…). Quiere quedarse en Cádiz. Le gusta esta ciudad. Y quiere jugar al fútbol.
  Ha hecho pruebas con varios equipos regionales y de tercera. En todos causó impacto. En uno estuvo seis meses jugando, sin contrato, cobrando en negro (a él no le importa, no es racista). Pero siempre hay problemas de papeles o de vivienda.
  Así que en la siguiente prueba, una vez admitido, exigió se le arreglasen los papeles, para no ser abortadas sus ilusiones en unos meses. Lo mandaron a paseo.
  Es risueño, ojos saltones y afables, pelo crespo, negro de noche de luna nueva y nubes sobrecargadas, complexión atlética. El balón en sus manos no puede dejar de jugarlo, en plan malabar, en plan foca de circo. Tiene su equipo favorito, español, por supuesto, que defiende con sobrados argumentos. No lo mencionaremos, por respeto al contrario.
  Una noche cayó de bruces y acudió la ambulancia. La primera inspección médica decretó: crisis de ansiedad y cefalea. Persistió una fiebre repentina, delirios y desmayos. El balón bajo la cama, triste. Ibechi, su presunto amigo, también negro, más tirando a marroquí que a senegalés, no lo acompañó, sí una pareja joven de cordobeses: Alejandro y Belén.
  Estos pospusieron el regreso a Córdoba por acompañarlo. Alejandro había sufrido un cólico y había recibido su visita. Estaba en deuda, pues (la juventud se entiende, se comunica…, no importa el país). La pareja discutió, Belén no tenía claro tanto desvelo. Resultó una actitud repelente, pese a la armonía y candidez de su rostro y su gordura.
  Alejandro pasó toda la noche al lado de Modou, mientras le hacían pruebas. Esperaba, le hacían pruebas, pasaba la consulta… Varias veces se repitió esta secuencia.
  A la mañana siguiente, el diagnóstico médico decretó meningitis. Quedaría aislado y en observación durante unas semanas. Al cabo se recuperó y regresó al Centro.

Al principio resultaba molesto



  Al principio resultaba molesto, por el mero carácter nervioso, ávido, vuelto hacia afuera, como un pulpo al que se invierte la caperuza (en algún momento de su vida) y no puede volverla del derecho.
  Infinitas manías: levantarlo a las seis de la mañana, sin aparente motivo, para largo entretenimiento en la ducha, desayuno tempranero, incursión en consigna, fumada en la extrapuerta, renuevo constante del agua del botellín, etc. Eludía explicar por qué la salida tan temprano. Una vez dijo: "Para no cruzarme con toda esa gentuza" -despectivo. Pasado el rato rectificó: "Para gentuza ella, gentuza yo ¿verdad? Está claro. No he querido decir eso" -pero lo dijo.
  Habla en voz alta, trompetera, la usual extroversión gaditana, en versión adaptada a treintañero de la viña, cabraloca en vías de recuperación. Cuando susurra, por imperativo mío, también susurra en alto. Pródigo en yerros, y a continuación disculpas atolondradas e insistentes, más cansinas que aquellos. Las manías del desayuno: temperatura de la leche, nivel de cola cao, limpidez del cristal del vaso... no las comprendí hasta que supe que había sido cocinero.
  La ronquidera nocturna es resignadamente tolerada por los compañeros de habitación, sin que por ello excusen meneos de cama y cuerpo para intentar mitigarla. "Las pastillas..." -justifica él. Las ojeras mañaneras dan cuenta de la abismación onírica.
  Moreno de tostado nacido, pulseras de cuero, aro en una oreja, pelo cuidado, tirando a punta, señaladas patillas... Bahameño gaditano. Por las mañanas padece alexia -el término no está bien escogido-: le falla el habla tras la dormida nocturna. Y con lo que habla, tiene que ser frustrante. A menudo es fácil intuirle lo que pide, por costumbre repetitiva. En el momento de atrancarse, de probar distintas modulaciones de voz, a ver cual resulta audible, da tiempo a componer su deseo. Si hay gente en derredor, en puro acoso solicitante, él no elude añadirse como el más pintiparado. Eso sí, luego pide disculpas: "Per..  per… dona... Atiéndelos a ellos primero..." -se percata de que estaban antes.
  Una noche asomó Andrés Garrido –barrigudo, cincuentón- cagándose en sus muertos porque se había orinado en su mesilla de noche y además algunas salpicaduras le cayeron. Tomó vehemente el cubo de la fregona.
  Lo encontré en la taza del baño, le interpelé, runruneó respuestas ininteligibles. Andrés Garrido terminó de secar la catarata úrica. Es la segunda vez que le pasa. Es sonámbulo.
  Por la mañana me preguntó: "¿Algo pasó anoche? Noté que me hablabas, que me ordenabas..." Sí; que se acostara, ya había hecho lo que tenía que hacer, la sentada en la taza del váter era inútil, además de inopinadamente confortable para tan gran sueño. Pidió disculpas a Andrés Garrido por lo de la meada. "Lo siento, lo siento..." -histriónico. "Si yo fuera tú, estaría mosqueado, no me faltarían ganas de darte de guantadas". "No pasa nada..." –le disculpó el otro. La anterior vez se meó detrás de la puerta de la habitación.

  Desde que entró a trabajar en el Foster Hollywood de la plaza San Juan de Dios tolero más sus manías -nunca se me notó el fastidio, la verdad es que había pasado a jugar con él a no despertarlo a su hora: ¿me quedé dormido?, así debió ser, uf, las pastillas...-. De cocinero en el Foster son cuatro, los gritos menudean, nunca había trabajado en una cocina donde se chillara tanto, generalmente solo hablan los jefes de cocina. Comida a base de pollo, chicken tal, chicken cual. La plaza acoge mucho turista, y se nota. Llena la terraza, lugar de solaz y distensión visual entre el aroma portuario y el consistorial. No sale de la cocina, no trabaja cara al público, le traen en un apunte el pedido, lo pincha en un alambre delante de la jeta y a maquinar con las manos untosas. Le pagan semanalmente, descansa un día a la semana, termina -es época estival- a las dos de la madrugada, un poco más tarde viernes y sábado.
  Al regresar de noche al Centro conserva consigo el tren de trabajo notándosele al dirigir la preparación de la cena apartada para él. Los refinamientos previos que obligan a rectificar la presentación del plato, contrastan con el amasijo de pan, servilleta de papel y restos que me devuelve. El botellín de agua hay que llenárselo, previo desalojo de la ya estanca -alguna vez hice como que la desalojaba, pues la discusión sobre el malgasto de agua que hacía no me daba vencedor ni por asomo-. La botella de tres cuartos de litro se la lleva a la habitación para afrontar las sequedades nocturnas, después de ver cualquier extracto de programa televisivo, fumar en la puerta de la calle y retirar el neceser granate de consigna.
  Da prioridad a la rehabilitación de la droga. Esto es, si le avisan del centro en cuya lista de espera está inscrito, abandona de inmediato el curro. Para él no es difícil encontrarlo. Lleva muchos años de cocinero por muchos bares y restaurantes.

martes, 27 de diciembre de 2011

El Diógenes de la ropa

  Aún no tiene los sesenta y aparenta setenta : delgaducho, enchepado, andar lento, cansino sin ser soporífero, la cabeza gacha pero los ojos avispados, observando al sesgo todo cuanto le rodea, sin perder detalle, registrando las pequeñas incongruencias de sus compañeros de vagabundaje. Dos rasgos resaltan notablemente al primer vistazo: la labia y el variopinto ropaje.
  Alguien del servicio social, o asistencia médica, o apoyo psicológico, o grupo terapéutico dijo que padecía la enfermedad de Diógenes, que consiste en hurgar en las basuras. En efecto; pero hay que precisar para comprender que es algo más que eso, o va más allá de eso, de donde la conformidad con dicho encasillamiento haría perder una visión más completa y justa.
  La traslación de las costumbres adquiridas antaño a su presente situación hace parecerlo rocambolesco y excéntrico. Al manejar dinero, mucho, y gastarlo sin que le duelan prendas, el vestuario lo conformaban prendas de marca; las que ofrecen las tiendas de prestigio: Zara, Springfield. Su esposa e hijas estaban encantadas; no podía negarles a ellas tan característico y regocijante proceder en las mujeres. Las combinaciones eran chillonas, surrealistas, chocantes; pero las llevaba con entera normalidad. Hoy no tiene peculio para permitirse esos lujos, pero lleva incrustada aquella costumbre. Las roperías de los centros de beneficencia o los montículos de los rastros o de los baratillos suplen aquellas tiendas. Y como entonces, la ropa apenas le dura una semana, o poco más en el caso concreto de alguna prenda favorita; no se molesta en lavarla: cuando ya el sudor y la suciedad han impregnado sus señales odoríferas y mugrosas, la tira y cambia.
  ¿En qué trabajaba para permitirse aquél lujo, y otros que añadir? Era agente inmobiliario. Pero a la antigua usanza, sin formación ni título, a lo que daba el buen tino y olfato negociador. Compraba la casa a menor precio del que luego la vendía; en la transacción se sacaba los cuartos. Empleaba mañas como decir que una casa ya era suya sin serlo todavía, asegurándose así la inversión del comprador. Tras una buena operación: a viajar, con su mujer, eso sí, y a renovar el vestuario.
  En los hoteles tomaban las mejores habitaciones, suites incluso. Luego él se perdía, ¿dónde andaba? En la cocina del hotel, departiendo con los empleados. Quiere esto decir que no se las daba de rico, que se sentía más cómodo entre la gente llana.
  Comprar y luego vender. Hoy no deja de ensayar aquel método. Las latas de pintura adquiridas en el baratillo se las compran en una tienda a más valor; en la transacción gana sus euros, los justos para regalarse una copichuela en el bar, en tanto espera el ingreso de la paga a principios de cada mes. Si no hay suerte, no importa: le fían; le conocen tiempo ha; aunque ya no se excede como en otra época; esto es, corta cuando nota los primeros síntomas de embriaguez.
  Mal negocio es una separación. Les fue bien durante más de dos décadas, gozaban de prosperidad, hasta para regalarse aquellos viajes. Ay, pero los niños...
  El cuidado de los niños la absorbió a ella, quien, por otro lado, para no perturbar su ser, le concedió entera libertad para moverse como antes hicieran juntos. Así cogió confianza y libertad, y más libertad, y más... Los hijos le dieron libertad.
  Descubrió las discotecas. Qué hermoso sentirse joven, codearse con la juventud, sobre todo del sexo opuesto. Disimuló cuando se echó una amante, pero ella acabó descubriéndolo y todo cambió. Los niños ya mayores: ¿para qué seguir juntos?
  Reconoce que fue su culpa. A ella le abrumaba pensar que podían haber dudado de su honra, ya saben cómo es la gente de Cádiz, que todo lo larga. Él despeja las dudas: fui yo el que falló, el culpable.
  Hoy se ven, se tratan. Ha surgido otra relación. Aunque, por descontado, no se rejuntan. Los hijos tienen sus propias vidas, ella tiene las propiedades y él se desenvuelve estupendamente en el Centro cambalacheando, mientras espera a entrar en una residencia de mayores.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Santi, apresado en Barcelona.

  » El abogado, un capitán de artillería, se enrolló conmigo. Éramos un grupo de cinco, entre ellos Pilar, que fue la que me introdujo. Se dio a conocer de manera curiosa. Yo paraba en el bar Ópera, enfrente del Liceo. Al salir se me acercó por detrás y me tiró de la camisa para tapar la culata de la 38 mm. que había quedado al descubierto: “Oculta eso, que tú no eres policía...” Me habían estado estudiando, y les parecía apropiado: “¿Te parece venir a Mallorca a volar un cuartel de la guardia civil? No tendrás que hacer gran cosa y ganarás un pastón. Abandona las putas y los robos de bancos.” Dije que sí. Pero no llegamos a viajar a Mallorca. Un día íbamos por la plaza Cataluña, yo llevando escondida bajo la camisa una ristra de bombas cuando, de pronto, se detuvo y me dijo: “Dame una y espérame en El Corte Inglés.” Atentó contra un vehículo policial que había por allí: mató a cuatro policías. Le dieron garrote vil en el 72. También conocí a Salvador Puig Antich; pero éste pertenecía a otro grupo, al MIL (movimiento ibérico de liberación); anarquista catalán; entonces todavía no existía la ETA ni el GRAPO. Cuando le fueron a dar garrote vil hubo movimientos en contra, tuvo repercusión internacional. Fue el último ajusticiado por Franco. El fiscal pedía para mí pena de muerte, se quedó en cadena perpetua. “No te preocupes -me dijo mi abogado, el capitán de artillería-. Franco está al caer y habrá amnistía general.” Y así fue. A los cinco años recuperé la libertad.

Sofío frente a Quorum


  Tempranero de ocupar escaño frente a Quorum, la librería de la calle Ancha. La guitarra roja, descansada, de pie, en la esquina; la funda, acostada en el suelo, con monedas sueltas encima y los discos en venta.
  -Te compré uno.
  -No; yo te lo regalé; tú quisite pagámelo -acento bosqueño.
  Ahora ya no para en el Centro, no desde que Patri le expulsó de Luz y Sal, en principio una semana; desestimó regresar. Solo así (gracias a Patri) se zanjó una estancia que no debería haberse prolongado tanto.
  Dione Modou llegó a decir: Ese tío ta loco. Loco. Ta siempre metiéndose con la gente.
  Y Kamo Pogossian: Ve a lo tuyo -recriminatorio-. Calla la boquita y ve a lo tuyo, deja los demás en paz -después nos rociaba con One Million, regalo de su hija, tras viajar a Dinamarca.
  Pernocta en la obra que hay interrumpida detrás del cementerio. Se ha convertido en lugar de ocupas: una naciente colonia de indigentes. En algunas partes, el esqueleto del edificio está recubierto de la epidermis de ladrillo. Son las zonas más resguardadas. La quietud del parcial abandono, la incerteza de su reanudación, el apropio por este poblado de durmientes, hace que apuren el amanecer, gracias a que no atronan las hieráticas grúas ni demás cachivaches.
  -Hay quien se lleva los puntale.
  -¿Cómo?
  -Hi. Pa vendé chatarra. ¡Cómo está el personá!...
  Está el primero a la apertura de los baños públicos en el Campo del Sur. Pulcro: para adecentarse los innumerables colgantes, lubricar los tatuajes, rizar la coletilla cana de la nuca, destacando de la cabeza rapada, repasarse los dedos gruesos y bastos. Viste la sempiterna chaquetilla negra sobre la camisa de color llamativo. Los pantalones vaqueros.
  Los comentarios reprobatorios de la actitud de los demás siempre le gustaron. Aunque el del robo de los puntales no parece que sea gratuito, es dudoso que roben los mismos que allí pernoctan. Sería tirarse piedras sobre el propio tejado. Y ojo: ya estas casas carecen de tejado.
  Leo a tiza sobre la funda de guitarra una dirección web: elsofioblogspot, etc.
  -Ahí he colgao alguna de mis canciones.
  No es de ir de terraza en terraza, tras los turistas, al estilo de Juan Luis Tejada. Prefiere no incordiar, eximirse de la sucesión de artistas -guitarra, acordeón, malabarista...- que al dueño del negocio mosquean.
  -Si yo fuera el dueño, me jodería ese desfile, por abusar de la clientela. No dejaría actuar a ni uno. Ja, ja.
  Pasan pocas personas por la calle Ancha, son las diez de la mañana, hacia la mitad de la calle está el indigente del perro, el carro de la compra con colchón doblado, el cartón petitorio, el olor a sudor estanco -este no acude a los baños sociales-, el de la bici enana, las cachazas y el andar fláccido, el joven y con toda la vida por delante -y un déficit intelectual inconcretable.
  -Esperaré a las once, para que antes no llueva -señala el cielo.
  Es temprano para castigar los oídos de los viandantes. Fino sentido del humor, mezcla de lo rústico que perdura en él -defenestrado de El Bosque- y el colorido y ajado bohemio en que se ha convertido -los tatuajes muestran el desgaste de los años.
  Dice que una radio le hizo una entrevista, y que le van a avisar para otra en la tele local. Le doy dos euros para que se acuerde de mí cuando se haga famoso -me los quiere rechazar, amistosamente.
  Asentado en Cádiz. Parece que ha depuesto sus periplos mundanos.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Dione. Lazos con el mar.


Lazos con el mar, durante ocho días.
Montañas de agua, por todos lados.
Mojados todo el tiempo. Exánimes
de apenas alimento. Sed salada.

Modou, 15 años.
Otros treinta en el barco.
El patrón se orienta por GPS.
(Hay que evitar las costas de Marruecos y
Mauritania…) Apaga el motor
cuando hay tiburones (qué siniestras
las aletas). Disfrutan cuando
hay delfines (espectáculo formidable).

Noches sin dormir, vaivén
amenazante, gemidos acongojados,
chapaleo contra la tabla (agua,
agua, agua…)

Eternos ocho días de patera.
Miedo, frío, me cuentas, sed engañada
con agua de mar, inanes, de haber tirado
el alimento a los dos días, por orden el patrón
(¿truco para arribar famélicos?
¿de verdad creían estar cerca?)

El segundo de siete hermanos (los otros se quedan).
El padre pagó la aventura, el sueño africano,
la Europa prometida.

Los fantasmas de Mbrouvaille, cerca
de Dakar, no son supersticiones, aquí
se corporeizan de noche, bajo el síndrome alucinatorio.
Desatan sus lenguas, pierden la cordura, caminan rectos,
hasta rebasar la borda, caer al agua, los demás absortos,
aherrojados a la pesadilla.

De día achican agua, los tentáculos de espuma
que arañan el casco e irremisiblemente lo anegan.
Los débiles apenas vomitan un hilo de bilis, una
convulsión vacía.

(Perdidos en la ciudad, programa de televisión,
nos reímos. Los destellos del aparato apenas mitigan
su mimesis total con la oscuridad de la noche.)

A doscientos metros de la costa canaria, la Guardia Civil
los detecta. Lo celebran sin efusión. Están exangües,
la Cruz Roja los envía al Hospital.

Menor de edad. ¿De qué país
dices ser? Según las leyes de repatriación.
También las embarazadas se quedan
(hablan de un semental en la costa).
El patrón se juega la prisión.

(Risas cuando la tribu keniata visita
el museo de cera y cree que son muertos
disecados. Terror tribal en los rostros.)

Le costearon el viaje a Madrid,
Tarragona, Puerto Real, Cádiz…
Juega al fútbol y vende baratijas en Columela,
la Secreta le pide los papeles, en un despiste
corre. Envía dinero a los padres.

Cumple los 20 años en el Centro,
le regalan una bici con la rueda pinchada,
le traigo una cámara.
Le doy leche con galletas o la
cena sobrante, lo que huelgan mis
estrictos compañeros. Nació
con hambre, hambre ancestral, milenaria.
El silencio es una mala vitamina.

Me cuenta entresijos,
yo toco unos hilos, algo mejoro,
al cabrón de turno, le leo la cartilla.
Tú tranquilo, no pierdas el control,
no la cagues.
Y si te embroman con que la derecha
os echará de España, no te marches
a Inglaterra, esto es un nido
de víboras, ya lo sabes.
Quédate. Te ayudaremos.
Lo mereces.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Fede. Después de apabullarme.

Después de apabullarme con el “loquillo” (alargar la elle al pronunciarlo)
con aquello de que “vos dormís en casa a la salida y aquí nadie durmió por
culpa de no botarlo…”
Comoquiera que al “loquillo” lo boté…; ya repuesta la cordialidad, y dada
la naciente simpatía, le espeté: “Vos parecés Cortázar… el de Rayuela (alargar
la y griega…” “Julio”, dijo él. “Sí; no me salía el nombre”, dije yo.
El mismo alto, el mismo ademán calmo de andar pauso, la misma voz musicada
jazzswinguera, el mismo entrecejo decaído, la misma sonrisa a medias de tinta de 
máquina, el mismo humo de tabaco de Oliveira y la Maga… la voz de “toco tu boca…”
pero sin defecto de frenillo…

Pero esto fue después de celebrar anoche su cumple al tocar las doce. Dos cola caos
calentitos y un par de galletas viendo el final de Hulk, para él y su amigo gitano
de mejillas carnosas y melena lacia que partió a la mañana para Algeciras y ya no lo
verá más en la vida.

martes, 20 de diciembre de 2011

Mente desbaratada

Mente desbaratada.
Todos nos hiciéramos el loco –dicen.
Pero este es de verdad, de los de mente descabritada.
Se esfuerza en manejarla, pero piafa, cocea y relincha como caballo desbocado.
¿Qué hay desatado en ella? Las pastillas debieron amortiguarla, si no las
rehusara. La percepción de las cosas es tan vívida, la avidez de raciocinio
tan intensa, que pierde el control, al excederse de escrupuloso.
Ora le sobreviene un súbito llanto, incontenible, nervioso, de sarro
en las comisuras de los labios y ojos arrugados: “Así no se puede vivir,
me voy a tirar de lo alto…”; ora una furibunda amenaza, de ojos inyectados
y voz recia: “Aquí me voy a cortar el cuello para que carguéis con el muerto”.
Ha roto un reloj; despiezado, por los suelos, recogemos los restos, que acaban en la basura. Maquinaria revuelta no hay quien la recomponga. Como su cabeza.
Vestirse de prendas callejeras es un suplicio y un dislate de conversación amable. Eyecta una protesta: “¡Mis calzoncillos cagados, y no hay de repuesto!”.
Al menos encuentro un chaleco para abrigarlo.
¿Qué hay en la mente de un loco?
Realidad distorsionada,
obsesiones, miedos, fobias,
el ruido y la furia del Benji de Willian Faulkner.

Rostros legañosos y tatuajes bostezantes comienzan a farfullar
y emitir una rabia razonable al levantarse.
Él calla, momentáneamente…
Enmudece para dirigirse por escrito: “A qué hora se desayuna…”; pucheros y
malestar de niño-bobo y corajudo.
El despabilamiento colectivo es una queja unánime.
- Todos nos hiciéramos el loco –dicen.
Descuelga una diatriba a cuento del medio cigarro en conserva que le queda. Más
ruido y furia. No hay nada que hacer, no puede seguir aquí. Lo mando a tomar las de
Agudos en Puerto Real.
“Usted ha estado de visita, vale. Yo, de paciente.”
(Recuerdo celadores fortachones en mono blanco y enfermos en pijama celeste,
deambulando. Ni cables, ni nada cortante.)
Le he ofrecido para el bus. Me rechaza la ambulancia para poder despejarse en el camino. “Entonces, ¿estoy expulsado?” (no imagino qué clase de guardián espectral
sea yo en su realidad distorsionada).
“Usted va a acabar de volverme loco. Avíseme a una ambulancia.”
“Ahora, no; ya no procede.”
“¡Pues aquí en la puerta (de la calle) me quedo a dormir y a cagar!”

miércoles, 14 de diciembre de 2011

El odio más acérremo.

    El odio más acérrimo es, sin duda, el que se pueda suscitar entre un padre y un hijo o viceversa. Lo he comprobado en el caso de Víctor Romera. Todos los parientes más allegados: padre, tíos, abuelos..., han sido guardias civiles, policías o militares. La tradición familiar quiso su padre inculcársela. Austero y espartano comandante del ejército de tierra, logró que su primogénito ingresara en la guardia civil, pero no su segundo hijo que, rebelde, desechó la mínima inclinación por todo lo militar o policial. La presión del padre llegó a ser torturante, tanto que acabó despreciándolo y dando vivas muestras de que jamás se doblegaría a su voluntad. Puesto que una de las formas de presión, que con orgullo y ostentación restregaba en sus narices, consistió en negarle cualquier ayuda o incentivo económico que no tuviera por objeto complacerle, pronto resolvió dedicarse a tareas que le lucrasen, haciendo hincapié en negocios sucios, ilegales, conducidos en secreto con habilidad e inteligencia, lo cual le valió para ganar importantes sumas de dinero, que a continuación le sirvieron para desdeñar la usura del padre. A sus hermanos, en particular al que había ingresado en la guardia civil, le daba semanalmente doscientos euros para que lo gastara con su novia, y a su hermana costeaba los caprichos propios de las mujeres. La situación llegó a ser tan tensa que el padre lo expulsó de casa.
    Ha estado desde entonces trabajando incansablemente por muchos lugares de España, ganando grandes cantidades de dinero y gastándolas tan rápidamente como  las ganaba. El padre le había espetado al marchar: “¡Prefiero verte en la cárcel o muerto! Donde esté seguro de que no andarás por ahí libremente”. Sus hermanos igualmente lo desdeñaron contagiados del odio paterno. La hermana es la única que aún le quiere. De hecho, ha amagado seguir sus pasos, es decir, trabajar fundamentalmente en la hostelería, aunque él lo use de tapadera. El padre ha rechazado esta actitud suya y le ha advertido que si trabaja no le costeará los estudios de la carrera de derecho, como hasta ahora, tendrá que costeárselo ella. La hermana no se ha amedrentado, puesto que, además, confía en que Víctor Romera le ayude económicamente si lo necesita. Por lo pronto es él quien le ha buscado el trabajo. En la cocina del mesón Criollo, donde él está de Jefe de Cocina. Cuando se despiden después del trabajo Víctor Romera le pide que le traiga el próximo día algo de ropa o comida. Duerme en el Centro, si se le puede llamar dormir a acostarse de madrugada y estar en pie otra vez a las ocho de la mañana. Por eso su rostro denota cansancio. Durante el día, al principio, se colaba en el edificio donde viven los padres y, en el colchón que en la azotea había dispuesto la hermana, se echaba a dormir. Pero como el padre lo descubrió y echó de allí, ahora busca un rincón en la playa o en un banco en el parque.
    El espíritu de Víctor Romera está envenenado por el odio; y cuanto más tiempo trascurre, más odia. Desearía vivir en paz, pero su padre, allá donde va, hace lo imposible por ver satisfecho el deseo con que lo despidió la primera vez. Por eso su odio ni siquiera le evita el deseo de matarlo. Un día mencionó de pasada conocer a ex miembros del Grapo. Ellos y sus particulares sentimientos coinciden en el deseo de matar militares, incluido el padre; además, lo pagan bien. A quienes desempeñan esta labor, que él haría con gusto, les llaman sicarios. En verdad, Víctor Romera mantiene una mudez muy significativa cuando se le pregunta si ya ha hecho de sicario alguna vez.
    Víctor Romera es de  talante tranquilo, callado. El mismo odio le presta una desconfianza natural hacia la naturaleza humana que le evita disputas y contratiempos espurios. Sin embargo, como de todo hay, aparecen de cuando en cuando personajes altivos y dominantes que no soportan a hombre tan reservado e incansable trabajador y, como se suele decir, le buscan las cosquillas. Su paciencia, que ya es grande, acaba agotándose, y entonces estalla furibundo y arremete con violencia a trompadas. Recalca que no usa ninguna clase de arma; sencillamente, las manos. Hace una demostración de flexibilidad que  impresiona: carece de hueso en la nariz; los dedos de su enorme mano los superpone uno sobre otro sin que se quiebren; invierte los brazos, se agarra con las manos y realiza unos giros harto aparatosos; las piernas es capaz de colocarlas del revés. Resulta como un muñeco de goma irrompible y, a la vez, mortífero. Los golpes sobre él no deben hacer efecto y, sin embargo, los suyos deben ser contundentes y dolorosísimos. Tanto más cuanto sus descargas irán acompañadas del odio innato e iracundo que dormita en su espíritu y que explota a la menor excitación o contacto. En el agredido imagina ver a su tiránico padre, y entonces, su exacerbada cólera no tiene límites.
    Uno de los lugares donde trabajó al salir de casa fue en Granada. En el barrio del Albaicín había una casa dedicada al cuero y él entró allí a trabajar: de talabartero. Principalmente hacían arreos para las caballerizas que se empleaban en la plaza de toros. El número de caballos esa de treinta; su peso rondaba los cien kilos. El trabajo era artesanal; es decir, con las propias manos y unos pocos artilugios componían los arreos, a partir de una plancha de cuero. Víctor Romera dibuja en el aire los movimientos de corte, plegado y cosido que practicaban. Se muestra satisfecho con los conocimientos que adquirió. Los caballos destinatarios eran podencos; los usados para la llamada suerte de varas. Víctor Romera tuvo la oportunidad de ver a más de uno de estos destripado por la cornada de un astado. A la vista de las entrañas y la sangre conoció que tenía un temperamento frío allí donde otros se azoraban y vomitaban.
    El desprecio que por él sentía su padre se había hecho extensivo al padre de su padre, a su abuelo. Este era dueño de grandes extensiones de terreno en la Alpujarra. Repudió a su nieto por no haber sabido ganarse sus respetos (para lo cual le hubiera bastado con seguir la carrera militar) y haberse dedicado a un oficio de gitanos. Por eso jamás le invitó a que lo visitara. Para reafirmar su gran riqueza Víctor Romera dice que su abuelo era dueño de más tierras de las que él tenía conocimiento.
    Tanto sueño y cansancio acumulado le hacen parecer, cuando camina por las calles, sonámbulo. Dice que según el lado de la calzada por el que transita lleva abierto uno u otro ojo, mientras el otro lo mantiene cerrado. Prefiere la calzada, y no la acera, para no tener que subir y bajar peldaños cada vez que cruce una bocacalle. Para escenificar esto imita con mucha gracia su propio andar, el cual resulta entre festivo y destartalado.
    El pasado domingo pasó cerca de la iglesia Castrense y oyó de pronto que una voz le llamaba: “¡Vito!”. Se desperezó vagamente de su abstraído caminar, alzó el ojo entornado e identificó a quien le llamaba: su madre. Iba del brazo de su padre y ambos se disponían a entrar en misa. Víctor Romera saludó fugaz y torpemente y prosiguió su camino.
    Recuerda que los padres tuvieron sus más y sus menos por su causa. Cuando definitivamente Víctor Romera se marchó le dijo a su madre que no mataba al padre por ella, porque no dejase de dormir caliente el resto de su vida. La madre, como la hermana, no esconde su amoroso aprecio por el hijo.

martes, 13 de diciembre de 2011

El rostro de pliegues


El rostro de pliegues
como de gato viejo, afable y filósofo.
Una corona de pelambre alrededor de la barbilla.
Es armenio.

Los tatuajes desvaídos
en el dorso de las manos y el cuerpo
datan de cuando estuvo en el ejército,
en la guerra de Naborno Karajad.
Dentro de un año
cumple veinte de refugiado;
con la nacionalidad lograda,
visitará a la madre
(en todo este tiempo solo habló por teléfono
o la vió por Cam).

El asesinato del padre
emparedado entre dos camiones
provocó la estampida familiar;
iban a por todos
(menos la madre;
a las mujeres las respetan).

Pertenecía a un partido militar
opuesto a la tiranía.

Habla cinco idiomas.
Con Marek el polaco, charló en ruso.
Con Vaclau, en alemán.

En Coppenhague le aguardan los hijos,
la ex, el cuñado, la hermana y los sobrinos.
En Navidad dispararán cohetes
al tocar las campanadas; es la tradición.
Tomará el avión desde Jerez.

A la vuelta tiene casa,
pagada a medias entre
la administración pública y la paga
por el cáncer operado.

Volverá a las partidas de dominó
en el Pichón, en calle la Palma.
A los cafés tempraneros al lado de los coñacs
de los parroquianos asiduos; senilidad gastosa en política
y fútbol.
A compadrear con Gonzalo, el cirrótico,
ex voluntario de Gerasa, de casa
abierta al marginado (porque él
lo fue… y sabe lo que es esto.)

Acepto el café y tostada para celebrar
la despedida. 


Marcos y Cecilia. Entraron en distintos días.

Entraron en distintos días.
La primera vez que personalmente se inspeccionaban.
Él grande Oso de la Antártida, el andar pausado.
Me gusta cuando, parsimoniosamente, se sube la montura
de las gafas. Alto, grueso, carnes fláccidas.
Ella una gacela enfermiza del Serengueti: aunque no, no creáis
que para las hienas sería presa fácil.
Pelo corto, ojos saltones, enrojecidos.
Cada cual tiene sus defectos; incluso yo diría más: sus
desperfectos... (mentales).
Pero curiosamente, como piezas de puzzle, encajan.
Unas manitas en el hall, en presencia de todos, después de
una conversación menospreciativa, sin mucho ardor.
Unas palmaditas, él con la derecha, ella con la izquierda,
y vámonos juntos.
A los dos días él ya pide por ella: "Un cola cao para mi mujer",
y se lo adereza cumplidamente, a pesar de sus rechistos.
Porque claro, ella está disconforme con ciertos detalles preparatorios. Él, con paciencia y pesaroso esmero, resuelve a su manera. Y advierte: "Baja la voz, que nada más a ti se te oye protestar".
En definitiva, antojos y reproches maritales de primer orden.
Él rebuzna algún exabrupto por lo bajo: "Joder qué pesaíta eres, coño". Inclusive lo convierte en salmodia con variantes. Más para que lo oigamos el resto y advirtamos que no es un calzonazos.
Al rato de una pseudo riña, ella está llorándole las penas pasadas, cuya rémora aún sufre, y él la consuela, escuchándola tiernamente.
Así es el amor en el centro: un rompecabezas que a veces se resuelve sin demasiado esfuerzo porque hay dos piezas que encajan y se consuelan mutuamente.
Pero no creáis que durará mucho.
Es demasiado empinada la vida desde aquí como para remontarla juntos.

lunes, 12 de diciembre de 2011

El primo del Kiko

El invierno atenaza.
A menudo hay contiendas territoriales
(hasta navajas ha visto
en el aparcamiento de San José).
El verano y el otoño lo pasa
durmiendo a la intemperie
en la obra del cementerio
(más cuatro lituanos, dos alemanes;
con un arpón escondido en el
regazo: ¡como alguno se atreva!...)

Siempre advirtió con 
voz mesurada, ronca, ladina:
“Como a mi primo lo busquen,
lo encuentran”. Y como lo buscaron,
se sacó dos derechazos
y noqueó al gallito.
Él abandonó por cansino
y beodo (no recuerda cuando
desarboló un bar a trompadas;
porque se lo contaron…).

La piel más áspera que
hace ocho meses
(ocho meses de calle).
Las lagunas mentales más agudas.
Ha olvidado los términos.
Ha recuperado la jerga desfachada.
Hasta la primavera
que vuelva a aparcar coches.
Que vuelva a vender pescaíto.
Hombre de calle.

Mohamed. Pelo crespo, bigote liso.

 
Pelo crespo, bigote liso, rostro atezado, propio del marroquí. Las manos ennegrecidas. Risueño, sonriente. El habla susurrante, envolvente. Duerme en la Caixa, sobre cartones, metido en un saco. Utiliza una tarjeta antigua para entrar en el habitáculo del cajero. La silla de ruedas, en un rincón, semioculta, sin verse desde la calle a través del cristal. Se acuesta del lado de la pierna mala, la escayolada, así no le duele. Hace años un niñato le arrolló con el coche. Desde entonces se ha operado ocho veces. No dice que duerme en la calle. Da una dirección falsa, la de un edificio imponente, a donde la ambulancia lo recoge para conducirlo a rehabilitación. A las seis de la mañana el repartidor de prensa pasa el diario por debajo de la puerta de cristal. Cuando se despierta le echa un vistazo a los titulares y a la página de los sucesos. Al acabar lo desliza a su vez por debajo de la segunda puerta. A las siete de la mañana el director del banco le saluda y, aunque él se incorpora, le advierte que no corre prisa, que se tome su tiempo antes de marcharse. Les resulta entrañable este encuentro mañanero. Los sábados y domingos no le toca madrugar, porque el banco no abre. Así disfruta más tiempo dentro del saco.

Naufragios

Fco Heredia: He sufrido tres naufragios. Uno a las cuatro de la mañana, yo en calzoncillos, el barco lo ves hundirse desde el bote salvavidas, los güevos de corbata. Mientras no aparece un barco que te rescate, allí a la puta deriva. No le tengo miedo a la mar, me da igual donde morir, en tierra, en mar... Salí follao, y al saltar al bote, uno histérico agarrado a mí, ¡el barco se hunde y tú con él! Cabrón, al final, a la fuerza, entre dos pa dentro. Hoy se abren solos los botes salvavidas, antes allí, nunca usados, nadie sabía botarlos. Explotó una caldera, una ola casi nos vuelca. Llegó un mercante. Todos nos salvamos.

Eugenia P. (ríe, asiente, remacha): Si volviste, es que te gusta. Sarna con gusto no pica, es un oficio como otro cualquiera. El albañil en lo alto un andamio, el minero bajo tierra. Riesgo, sí; pero te gusta.

Fco Heredia: En el año 82, el barco se hundió, y todo mi dinero con él. Desde entonces no ahorro, dinero que gano, dinero que gasto.

Eugenia P.: Pues yo si quiero pescao, saco la caña. Ja, ja.

Fco Heredia: ¿Sabes lo que son 90 días en la mar? Cada 40 días tocas puerto un día. Quince personas, las mismas caras, los mismos cuentos, los mismos pedos. A los dos días ya te sabes toda la parentela de todos.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Kiko el ruina

Kiko el “ruina”.
Así lo llaman, porque mal acaba,
quien se le arrima.
Esto es exagerado, claro.
Es que es un chico conflictivo,
y si vas con él,
pues te metes en sus líos.

No es un macarra de alto standing,
de buena cuna y moto cara. Eso sí,
tiene clase y hechuras.

Al abandonar la escuela
adoptó un aire entre indolente y chulesco.
Además, se dijo: “¿Para qué currar
si puedo coger lo que quiero?”
En efecto: se apodera de un coche
estando presente o no el dueño; ídem
una moto. Móviles, gafas de sol o ropa de marca
los toma por la jeta.
Como le encares, te pega una piña.

Sus salidas nocturnas suelen acabar en pelea.
A veces las busca, otras se las sirven en bandeja.
Casi siempre sale airoso, porque es de constitución
fuerte, sin ir a gimnasios. No es musculoso,
sí fornido. Un cuerpo a lo tarzán en blanco y negro,
sin ser tan alto, tampoco bajo.
Naturalmente tiene causas pendientes.
Hasta ahora se ha librado de la cárcel,
aunque el calabozo de la poli bien que lo conoce.

Al margen de su violencia, que no es gratuita,
sino acorde con su filosofía entre soberbia y altruista,
es un tío guapo. El semblante relajado, inexpresivo,
no hace muecas, ni fruncimientos de tipo duro.
Las chicas están locas por él, se lo disputan.
Tiene facilidad para enamorarlas.
Le vienen a durar una o dos semanas.
Para cambiar, solo tiene que irse con otra,
y hacer que la actual descubra que es cornuda.
Entonces se deja insultar o abofetear.
Él nunca pegó a ninguna.
Tanto una lo quiso, que ni por este medio
se la quitó de encima.
Ella confiaba en que lo enmendaría.
Menuda ilusa. Al final abandonó la empresa.
Es su manera de vivir la vida.

Él descuida si las deja preñadas,
lo hace a pelo, que se apañen ellas.
Ojo; las ama de veras.
Les regala palabras bonitas,
incluso les hace promesas, que rara vez cumple.
Lo que ocurre es que pasado un tiempo se aburre.

Se entiende la fascinación por un tipo así:
altivo, temerario, protector, problemático.
La voz sin estridencias, con deje de listillo y pícaro,
seductora.

A mí me resulta un buen tipo.
Tiene esa cosa de héroe de las calles,
con su filosofía de pasota violento y amor a las mujeres.
Yo también le caigo bien.
Tito, me llama, cuando me ve,
esbozando una media sonrisa.
Una vez le planteé, pese a mis canas,
qué pasaría si yo me metiera en un lío de discoteca.
- Tito –me dijo con voz calma, leve fruncir de cejas
y mirada dulce y matadora-. Como alguien
te ponga la mano encima, me lo cargo.

Migajas para paganos

  Una mujer sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, cuya hija estaba poseída por un espíritu inmundo, o sea, endemoniada, oyendo hablar de los poderes de Jesús, se acercó a él, pese a la oposición de los discípulos, y le suplicó que echase de su hija al demonio. 
  "No está bien quitarle el pan a los hijos para echárselo a los perros", le contestó Jesús, a modo de negativa, reticente a prodigarse en sanados, curaciones o milagros con quien no perteneciera a su pueblo...

  (Debe ser esta la interpretación de su negativa. Es decir, no iba Jesús a sanar a alguien no perteneciente al pueblo judío. Al principio me despisté pensando que Jesús, conocedor de la vida y circunstancias de toda persona con sólo dirigirle una mirada a la par dulce y penetrante –¡qué suburbios del pecado no descubriría en nosotros radiografiándonos de esa manera!–, recriminaba a la mujer la sustracción del pan a sus hijos para dárselo a los perros. Así, a consecuencia de tal gesto mezquino, practicado supuestamente durante algún tiempo, merecía justamente pagarlo en la persona de su hija, atormentándola el demonio. Vanos debían venir siendo sus esfuerzos por ayudarla, cuando, desesperada ya, enterándose del paradero de un realizador de prodigios, no dudó en llegarse hasta él y probar suerte, aun no siendo ella judía. Luego resultó favorecida, presumiblemente por su fe, pues dirá Jesús: “¡Oh, mujer, qué grande es tu fe!”, aunque bien podía haber sido habilidad en la respuesta. Pero no nos adelantemos... Antes deseo comparar esta historia con un episodio a la puerta de la iglesia San Francisco, a donde, esquinado, se coloca el indigente Guillermo en compañía de un perro grandón y cachazas, un perro bien alimentado, según le asegura a la señora Rosa –no concuerda el bonito nombre de esta señora con su venidero gesto–, que hasta él se ha acercado para preguntárselo. No convencida, se aleja y se pierde entre dos calles, exhibiendo los justos perifollos que la distinguen, en contraste con los harapos del mendigo, para regresar al poco con una fresca y exquisita longaniza, adquirida en una carnicería cercana, que arrima al hocico del perro. Bien. La señora Rosa no es sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, de hecho acude a la iglesia, tanto que precisamente salía de la de San Francisco cuando se acercó a Guillermo. La señora Rosa va y arrima comida al perro y no a Guillermo, que bien podía considerarse si no hijo, al menos hermano, y si no, rigurosamente hablando, congénere o cohomínido –valga la expresión–. Hay pues, en su gesto, un menosprecio del hombre frente al animal, en la preferencia por aplacar el hambre de este, antes que la de aquél. Acaso no lo haya hecho con intención, simplemente es que tiene un perrito faldero en casa, acostumbra a prodigarle exquisitos cuidados, costumbre propia de estos tiempos –la de tener un perrito en casa y prodigarle exquisitos cuidados– y no soporta la existencia de un perro indigente, privado de hogar y de aquellos cuidados. Si pudiera lo llevaba consigo, lo adoptaba, le abría las puertas a un mundo nuevo, a un mundo desahogado, abundante y ocioso, en donde le bastaría gimotear para ser adorado y saltar de alegría cuando le tocara devorar las albondiguillas vitaminadas compradas al efecto, nada de sobras del almuerzo de los humanos, que eso trastocaría su dieta. Veamos ahora. Si la hija de la señora Rosa estuviera endemoniada –de momento sólo casada e independizada–, y de pronto pasara Jesús por la plaza de San Francisco –desatando el consiguiente revuelo al ser reconocido–, y hasta él se acercara y a sus pies descalzos se postrara y con lágrimas le implorara que expulsara de su hija al demonio, y Jesús le contestase: "No está bien quitarle el pan a los hijos para echárselo a los perros", ¿no caería entonces la señora Rosa en la cuenta de que su hija penaba por haber despreciado ella a un ser humano en favor de un perro? A lo mejor no, pues para obtusos y recalcitrantes, nada como los humanos. La frase encajaría perfectamente como reprimenda a su gesto. Sin embargo, en la época de Jesús no había tales favoritismos hacia los perros, al suponer una grave amenaza para la salud pública, no conociéndose las vacunas antirrábicas y antiparásitos. Así pues, Jesús lo que hacía implícitamente en su respuesta era comparar a los sirofenicios, cananeos o, en cualquier caso, paganos, con los perros, por lo que, como tales, no merecían el favor de un exorcismo. En el presente caso, la señora Rosa sufre un desdén parecido al que en primera instancia sufrió la sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, pues el perro de Guillermo rechaza la longaniza amorosamente adquirida para él, que es como decirle en su tácito lenguaje perruno: "No está bien quitarle el pan a los hijos para echármelo a mí", aunque ella no hubiera entendido esta salida de tono de haberla proferido, entre otras cosas, porque ni su hija está endemoniada –al menos no lo estaba la última vez que la visitó y le regaló un sonajero para el nieto–, ni es a Jesús a quien se acerca e interpela. No obstante, el desdén canino está ahí, y para corroborarlo Guillermo se constituye en intérprete de sus mohines: "Ya le dije que estaba bien alimentado", nada de albondiguillas vitaminadas, pero sí la mitad de todo lo que él come, lo que depende del grueso de las limosnas recaudadas, así como de las sobras escamoteadas en los comedores sociales. "No tiene hambre", zanja. Y ya debe ser cierto, pues ni un perro hogareño se privaría de este manjar, aun después de su dietética ración. La cuestión en este punto es si, habiendo tenido hambre, el perro se habría aguantado y habría rechazado de igual forma la longaniza, ejemplificando así el comportamiento que ha de mostrar un verdadero amigo, como se dice del perro que es el mejor del hombre. Ahí querría haber visto yo el rechazo del perro, entonces sí cabría haber entendido en sus mohines el mensaje implícito: "Tengo hambre, mucha hambre, y con gusto la aplacaría engullendo esa golosina, pero no está bien que le quites el pan a Guillermo para echármelo a mí". Como nos fiamos del mendigo, nos creemos que el perro esté bien alimentado y, por tanto, no hay nada más que hablar. A continuación, la señora Rosa reincide en su desprecio, pues, para no echar a perder la longaniza, ahora sí se la brinda a Guillermo, que es como si la sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, se hubiera ido en busca de otro milagrero a solicitarle el mismo favor, de haber admitido la respuesta negativa de Jesús sin comentario por su parte, que es ahí donde demostró su fe, y por eso aquél se mostró sorprendido y le dijo: "Oh, mujer, qué grande es tu fe”, quedando curada la hija al momento. O peor aún, es como si la sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, después de haber ido en busca de los otros milagreros, no habiéndoles solucionado su problema, pese a las componendas que desplegarían –problemas así hoy los resuelve fácilmente la administración–, hubiera vuelto a Jesús a rogarle, o, sencillamente, como si hubiese venido a él después de haber probado con otros milagreros, entendiendo Jesús que no había entonces fe allá donde se trataba de ir probando suertes de uno en uno, hasta dar con el que sanara a la hija. Lógico pues, que la señora Rosa se topara con el exabrupto que le dirigió Guillermo: "¡La longaniza se la va a tomar su tía!", que es más o menos lo que hubiera respondido Jesús a la sirofenicia, cananea o, en cualquier caso,  pagana, de haber probado antes con otros milagreros: "Los demonios de tu hija los va a expulsar tu tía", reproche muy justo, pues demostraba falta de fe el tanteo que venía realizando. La señora Rosa queda desconcertada, asustada, lo que no es para menos dado el aspecto que presenta Guillermo: los ojos inyectados, la barba descolorida, la piel terrosa y rasgada debido a las pústulas que le salen a menudo, agravado en esta ocasión por una mala noche, pues su buen susto se llevó mientras dormía en un cajero automático, cuando unos gamberros intentaron pegarle fuego a él y a sus cartones y hubo de espantarlos soltándoles imprecaciones e insultos. El digno y orgulloso Guillermo, aun sus ademanes coléricos, repudia la exquisita longaniza: ni él ni su perro la quieren, llévesela, désela a su chucho, a ver si engorda y se pone fofo. Esta sí es pagana. Aquí no bien demuestra su fe. Jesús, a quien ha rezado durante un buen rato en el interior de la iglesia San Francisco, no le diría: "¡Oh, mujer, qué grande es tu fe", ni aunque le hubiera replicado a su negativa: "Cierto, Señor; pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de los hijos", que es lo que le replicó la sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, asumiendo el papel de perro que opta a un milagro-migaja caído por descuido de la mesa de los judíos, que son los hijos para quienes el pan está destinado. La señora Rosa se marcha acarreando la longaniza, que sus cuartos le ha costado, descontenta por la actitud del mendigo, quien, precisamente por serlo, no debería mostrarse tan arrogante. Como está completamente segura de que su perro no está bien atendido, marcha a la policía local y lo denuncia. La cual, presentándose en el lugar, esto sí, esto no, te lo llevas, no te lo llevas..., acaba confiscándolo –valga la expresión– y enviándolo a la perrera, que es como si la sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, hubiera corrido a denunciar a Jesús a los romanos por haberse negado a exorcizar a su hija, y los romanos lo hubieran apresado por esta minucia, estando en vísperas de prenderlo por el delito más grave que dio lugar a su calvario.)

  La mujer contestó a Jesús: "Cierto, Señor; pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de los hijos". A lo cual Jesús, sorprendido por la aguda respuesta, le dijo: "¡Oh, mujer, qué grande es tu fe!". Y desde aquel momento la hija quedó curada, lo que no tardó en comprobar felizmente la sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, favorecida por esta migaja, al regresar a casa y notar que de la hija había partido el demonio.

  Marcos 7, 24-30
  Mateo 15, 21-28