martes, 13 de diciembre de 2011

Marcos y Cecilia. Entraron en distintos días.

Entraron en distintos días.
La primera vez que personalmente se inspeccionaban.
Él grande Oso de la Antártida, el andar pausado.
Me gusta cuando, parsimoniosamente, se sube la montura
de las gafas. Alto, grueso, carnes fláccidas.
Ella una gacela enfermiza del Serengueti: aunque no, no creáis
que para las hienas sería presa fácil.
Pelo corto, ojos saltones, enrojecidos.
Cada cual tiene sus defectos; incluso yo diría más: sus
desperfectos... (mentales).
Pero curiosamente, como piezas de puzzle, encajan.
Unas manitas en el hall, en presencia de todos, después de
una conversación menospreciativa, sin mucho ardor.
Unas palmaditas, él con la derecha, ella con la izquierda,
y vámonos juntos.
A los dos días él ya pide por ella: "Un cola cao para mi mujer",
y se lo adereza cumplidamente, a pesar de sus rechistos.
Porque claro, ella está disconforme con ciertos detalles preparatorios. Él, con paciencia y pesaroso esmero, resuelve a su manera. Y advierte: "Baja la voz, que nada más a ti se te oye protestar".
En definitiva, antojos y reproches maritales de primer orden.
Él rebuzna algún exabrupto por lo bajo: "Joder qué pesaíta eres, coño". Inclusive lo convierte en salmodia con variantes. Más para que lo oigamos el resto y advirtamos que no es un calzonazos.
Al rato de una pseudo riña, ella está llorándole las penas pasadas, cuya rémora aún sufre, y él la consuela, escuchándola tiernamente.
Así es el amor en el centro: un rompecabezas que a veces se resuelve sin demasiado esfuerzo porque hay dos piezas que encajan y se consuelan mutuamente.
Pero no creáis que durará mucho.
Es demasiado empinada la vida desde aquí como para remontarla juntos.

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