miércoles, 14 de diciembre de 2011

El odio más acérremo.

    El odio más acérrimo es, sin duda, el que se pueda suscitar entre un padre y un hijo o viceversa. Lo he comprobado en el caso de Víctor Romera. Todos los parientes más allegados: padre, tíos, abuelos..., han sido guardias civiles, policías o militares. La tradición familiar quiso su padre inculcársela. Austero y espartano comandante del ejército de tierra, logró que su primogénito ingresara en la guardia civil, pero no su segundo hijo que, rebelde, desechó la mínima inclinación por todo lo militar o policial. La presión del padre llegó a ser torturante, tanto que acabó despreciándolo y dando vivas muestras de que jamás se doblegaría a su voluntad. Puesto que una de las formas de presión, que con orgullo y ostentación restregaba en sus narices, consistió en negarle cualquier ayuda o incentivo económico que no tuviera por objeto complacerle, pronto resolvió dedicarse a tareas que le lucrasen, haciendo hincapié en negocios sucios, ilegales, conducidos en secreto con habilidad e inteligencia, lo cual le valió para ganar importantes sumas de dinero, que a continuación le sirvieron para desdeñar la usura del padre. A sus hermanos, en particular al que había ingresado en la guardia civil, le daba semanalmente doscientos euros para que lo gastara con su novia, y a su hermana costeaba los caprichos propios de las mujeres. La situación llegó a ser tan tensa que el padre lo expulsó de casa.
    Ha estado desde entonces trabajando incansablemente por muchos lugares de España, ganando grandes cantidades de dinero y gastándolas tan rápidamente como  las ganaba. El padre le había espetado al marchar: “¡Prefiero verte en la cárcel o muerto! Donde esté seguro de que no andarás por ahí libremente”. Sus hermanos igualmente lo desdeñaron contagiados del odio paterno. La hermana es la única que aún le quiere. De hecho, ha amagado seguir sus pasos, es decir, trabajar fundamentalmente en la hostelería, aunque él lo use de tapadera. El padre ha rechazado esta actitud suya y le ha advertido que si trabaja no le costeará los estudios de la carrera de derecho, como hasta ahora, tendrá que costeárselo ella. La hermana no se ha amedrentado, puesto que, además, confía en que Víctor Romera le ayude económicamente si lo necesita. Por lo pronto es él quien le ha buscado el trabajo. En la cocina del mesón Criollo, donde él está de Jefe de Cocina. Cuando se despiden después del trabajo Víctor Romera le pide que le traiga el próximo día algo de ropa o comida. Duerme en el Centro, si se le puede llamar dormir a acostarse de madrugada y estar en pie otra vez a las ocho de la mañana. Por eso su rostro denota cansancio. Durante el día, al principio, se colaba en el edificio donde viven los padres y, en el colchón que en la azotea había dispuesto la hermana, se echaba a dormir. Pero como el padre lo descubrió y echó de allí, ahora busca un rincón en la playa o en un banco en el parque.
    El espíritu de Víctor Romera está envenenado por el odio; y cuanto más tiempo trascurre, más odia. Desearía vivir en paz, pero su padre, allá donde va, hace lo imposible por ver satisfecho el deseo con que lo despidió la primera vez. Por eso su odio ni siquiera le evita el deseo de matarlo. Un día mencionó de pasada conocer a ex miembros del Grapo. Ellos y sus particulares sentimientos coinciden en el deseo de matar militares, incluido el padre; además, lo pagan bien. A quienes desempeñan esta labor, que él haría con gusto, les llaman sicarios. En verdad, Víctor Romera mantiene una mudez muy significativa cuando se le pregunta si ya ha hecho de sicario alguna vez.
    Víctor Romera es de  talante tranquilo, callado. El mismo odio le presta una desconfianza natural hacia la naturaleza humana que le evita disputas y contratiempos espurios. Sin embargo, como de todo hay, aparecen de cuando en cuando personajes altivos y dominantes que no soportan a hombre tan reservado e incansable trabajador y, como se suele decir, le buscan las cosquillas. Su paciencia, que ya es grande, acaba agotándose, y entonces estalla furibundo y arremete con violencia a trompadas. Recalca que no usa ninguna clase de arma; sencillamente, las manos. Hace una demostración de flexibilidad que  impresiona: carece de hueso en la nariz; los dedos de su enorme mano los superpone uno sobre otro sin que se quiebren; invierte los brazos, se agarra con las manos y realiza unos giros harto aparatosos; las piernas es capaz de colocarlas del revés. Resulta como un muñeco de goma irrompible y, a la vez, mortífero. Los golpes sobre él no deben hacer efecto y, sin embargo, los suyos deben ser contundentes y dolorosísimos. Tanto más cuanto sus descargas irán acompañadas del odio innato e iracundo que dormita en su espíritu y que explota a la menor excitación o contacto. En el agredido imagina ver a su tiránico padre, y entonces, su exacerbada cólera no tiene límites.
    Uno de los lugares donde trabajó al salir de casa fue en Granada. En el barrio del Albaicín había una casa dedicada al cuero y él entró allí a trabajar: de talabartero. Principalmente hacían arreos para las caballerizas que se empleaban en la plaza de toros. El número de caballos esa de treinta; su peso rondaba los cien kilos. El trabajo era artesanal; es decir, con las propias manos y unos pocos artilugios componían los arreos, a partir de una plancha de cuero. Víctor Romera dibuja en el aire los movimientos de corte, plegado y cosido que practicaban. Se muestra satisfecho con los conocimientos que adquirió. Los caballos destinatarios eran podencos; los usados para la llamada suerte de varas. Víctor Romera tuvo la oportunidad de ver a más de uno de estos destripado por la cornada de un astado. A la vista de las entrañas y la sangre conoció que tenía un temperamento frío allí donde otros se azoraban y vomitaban.
    El desprecio que por él sentía su padre se había hecho extensivo al padre de su padre, a su abuelo. Este era dueño de grandes extensiones de terreno en la Alpujarra. Repudió a su nieto por no haber sabido ganarse sus respetos (para lo cual le hubiera bastado con seguir la carrera militar) y haberse dedicado a un oficio de gitanos. Por eso jamás le invitó a que lo visitara. Para reafirmar su gran riqueza Víctor Romera dice que su abuelo era dueño de más tierras de las que él tenía conocimiento.
    Tanto sueño y cansancio acumulado le hacen parecer, cuando camina por las calles, sonámbulo. Dice que según el lado de la calzada por el que transita lleva abierto uno u otro ojo, mientras el otro lo mantiene cerrado. Prefiere la calzada, y no la acera, para no tener que subir y bajar peldaños cada vez que cruce una bocacalle. Para escenificar esto imita con mucha gracia su propio andar, el cual resulta entre festivo y destartalado.
    El pasado domingo pasó cerca de la iglesia Castrense y oyó de pronto que una voz le llamaba: “¡Vito!”. Se desperezó vagamente de su abstraído caminar, alzó el ojo entornado e identificó a quien le llamaba: su madre. Iba del brazo de su padre y ambos se disponían a entrar en misa. Víctor Romera saludó fugaz y torpemente y prosiguió su camino.
    Recuerda que los padres tuvieron sus más y sus menos por su causa. Cuando definitivamente Víctor Romera se marchó le dijo a su madre que no mataba al padre por ella, porque no dejase de dormir caliente el resto de su vida. La madre, como la hermana, no esconde su amoroso aprecio por el hijo.

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