miércoles, 7 de diciembre de 2011

Migajas para paganos

  Una mujer sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, cuya hija estaba poseída por un espíritu inmundo, o sea, endemoniada, oyendo hablar de los poderes de Jesús, se acercó a él, pese a la oposición de los discípulos, y le suplicó que echase de su hija al demonio. 
  "No está bien quitarle el pan a los hijos para echárselo a los perros", le contestó Jesús, a modo de negativa, reticente a prodigarse en sanados, curaciones o milagros con quien no perteneciera a su pueblo...

  (Debe ser esta la interpretación de su negativa. Es decir, no iba Jesús a sanar a alguien no perteneciente al pueblo judío. Al principio me despisté pensando que Jesús, conocedor de la vida y circunstancias de toda persona con sólo dirigirle una mirada a la par dulce y penetrante –¡qué suburbios del pecado no descubriría en nosotros radiografiándonos de esa manera!–, recriminaba a la mujer la sustracción del pan a sus hijos para dárselo a los perros. Así, a consecuencia de tal gesto mezquino, practicado supuestamente durante algún tiempo, merecía justamente pagarlo en la persona de su hija, atormentándola el demonio. Vanos debían venir siendo sus esfuerzos por ayudarla, cuando, desesperada ya, enterándose del paradero de un realizador de prodigios, no dudó en llegarse hasta él y probar suerte, aun no siendo ella judía. Luego resultó favorecida, presumiblemente por su fe, pues dirá Jesús: “¡Oh, mujer, qué grande es tu fe!”, aunque bien podía haber sido habilidad en la respuesta. Pero no nos adelantemos... Antes deseo comparar esta historia con un episodio a la puerta de la iglesia San Francisco, a donde, esquinado, se coloca el indigente Guillermo en compañía de un perro grandón y cachazas, un perro bien alimentado, según le asegura a la señora Rosa –no concuerda el bonito nombre de esta señora con su venidero gesto–, que hasta él se ha acercado para preguntárselo. No convencida, se aleja y se pierde entre dos calles, exhibiendo los justos perifollos que la distinguen, en contraste con los harapos del mendigo, para regresar al poco con una fresca y exquisita longaniza, adquirida en una carnicería cercana, que arrima al hocico del perro. Bien. La señora Rosa no es sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, de hecho acude a la iglesia, tanto que precisamente salía de la de San Francisco cuando se acercó a Guillermo. La señora Rosa va y arrima comida al perro y no a Guillermo, que bien podía considerarse si no hijo, al menos hermano, y si no, rigurosamente hablando, congénere o cohomínido –valga la expresión–. Hay pues, en su gesto, un menosprecio del hombre frente al animal, en la preferencia por aplacar el hambre de este, antes que la de aquél. Acaso no lo haya hecho con intención, simplemente es que tiene un perrito faldero en casa, acostumbra a prodigarle exquisitos cuidados, costumbre propia de estos tiempos –la de tener un perrito en casa y prodigarle exquisitos cuidados– y no soporta la existencia de un perro indigente, privado de hogar y de aquellos cuidados. Si pudiera lo llevaba consigo, lo adoptaba, le abría las puertas a un mundo nuevo, a un mundo desahogado, abundante y ocioso, en donde le bastaría gimotear para ser adorado y saltar de alegría cuando le tocara devorar las albondiguillas vitaminadas compradas al efecto, nada de sobras del almuerzo de los humanos, que eso trastocaría su dieta. Veamos ahora. Si la hija de la señora Rosa estuviera endemoniada –de momento sólo casada e independizada–, y de pronto pasara Jesús por la plaza de San Francisco –desatando el consiguiente revuelo al ser reconocido–, y hasta él se acercara y a sus pies descalzos se postrara y con lágrimas le implorara que expulsara de su hija al demonio, y Jesús le contestase: "No está bien quitarle el pan a los hijos para echárselo a los perros", ¿no caería entonces la señora Rosa en la cuenta de que su hija penaba por haber despreciado ella a un ser humano en favor de un perro? A lo mejor no, pues para obtusos y recalcitrantes, nada como los humanos. La frase encajaría perfectamente como reprimenda a su gesto. Sin embargo, en la época de Jesús no había tales favoritismos hacia los perros, al suponer una grave amenaza para la salud pública, no conociéndose las vacunas antirrábicas y antiparásitos. Así pues, Jesús lo que hacía implícitamente en su respuesta era comparar a los sirofenicios, cananeos o, en cualquier caso, paganos, con los perros, por lo que, como tales, no merecían el favor de un exorcismo. En el presente caso, la señora Rosa sufre un desdén parecido al que en primera instancia sufrió la sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, pues el perro de Guillermo rechaza la longaniza amorosamente adquirida para él, que es como decirle en su tácito lenguaje perruno: "No está bien quitarle el pan a los hijos para echármelo a mí", aunque ella no hubiera entendido esta salida de tono de haberla proferido, entre otras cosas, porque ni su hija está endemoniada –al menos no lo estaba la última vez que la visitó y le regaló un sonajero para el nieto–, ni es a Jesús a quien se acerca e interpela. No obstante, el desdén canino está ahí, y para corroborarlo Guillermo se constituye en intérprete de sus mohines: "Ya le dije que estaba bien alimentado", nada de albondiguillas vitaminadas, pero sí la mitad de todo lo que él come, lo que depende del grueso de las limosnas recaudadas, así como de las sobras escamoteadas en los comedores sociales. "No tiene hambre", zanja. Y ya debe ser cierto, pues ni un perro hogareño se privaría de este manjar, aun después de su dietética ración. La cuestión en este punto es si, habiendo tenido hambre, el perro se habría aguantado y habría rechazado de igual forma la longaniza, ejemplificando así el comportamiento que ha de mostrar un verdadero amigo, como se dice del perro que es el mejor del hombre. Ahí querría haber visto yo el rechazo del perro, entonces sí cabría haber entendido en sus mohines el mensaje implícito: "Tengo hambre, mucha hambre, y con gusto la aplacaría engullendo esa golosina, pero no está bien que le quites el pan a Guillermo para echármelo a mí". Como nos fiamos del mendigo, nos creemos que el perro esté bien alimentado y, por tanto, no hay nada más que hablar. A continuación, la señora Rosa reincide en su desprecio, pues, para no echar a perder la longaniza, ahora sí se la brinda a Guillermo, que es como si la sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, se hubiera ido en busca de otro milagrero a solicitarle el mismo favor, de haber admitido la respuesta negativa de Jesús sin comentario por su parte, que es ahí donde demostró su fe, y por eso aquél se mostró sorprendido y le dijo: "Oh, mujer, qué grande es tu fe”, quedando curada la hija al momento. O peor aún, es como si la sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, después de haber ido en busca de los otros milagreros, no habiéndoles solucionado su problema, pese a las componendas que desplegarían –problemas así hoy los resuelve fácilmente la administración–, hubiera vuelto a Jesús a rogarle, o, sencillamente, como si hubiese venido a él después de haber probado con otros milagreros, entendiendo Jesús que no había entonces fe allá donde se trataba de ir probando suertes de uno en uno, hasta dar con el que sanara a la hija. Lógico pues, que la señora Rosa se topara con el exabrupto que le dirigió Guillermo: "¡La longaniza se la va a tomar su tía!", que es más o menos lo que hubiera respondido Jesús a la sirofenicia, cananea o, en cualquier caso,  pagana, de haber probado antes con otros milagreros: "Los demonios de tu hija los va a expulsar tu tía", reproche muy justo, pues demostraba falta de fe el tanteo que venía realizando. La señora Rosa queda desconcertada, asustada, lo que no es para menos dado el aspecto que presenta Guillermo: los ojos inyectados, la barba descolorida, la piel terrosa y rasgada debido a las pústulas que le salen a menudo, agravado en esta ocasión por una mala noche, pues su buen susto se llevó mientras dormía en un cajero automático, cuando unos gamberros intentaron pegarle fuego a él y a sus cartones y hubo de espantarlos soltándoles imprecaciones e insultos. El digno y orgulloso Guillermo, aun sus ademanes coléricos, repudia la exquisita longaniza: ni él ni su perro la quieren, llévesela, désela a su chucho, a ver si engorda y se pone fofo. Esta sí es pagana. Aquí no bien demuestra su fe. Jesús, a quien ha rezado durante un buen rato en el interior de la iglesia San Francisco, no le diría: "¡Oh, mujer, qué grande es tu fe", ni aunque le hubiera replicado a su negativa: "Cierto, Señor; pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de los hijos", que es lo que le replicó la sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, asumiendo el papel de perro que opta a un milagro-migaja caído por descuido de la mesa de los judíos, que son los hijos para quienes el pan está destinado. La señora Rosa se marcha acarreando la longaniza, que sus cuartos le ha costado, descontenta por la actitud del mendigo, quien, precisamente por serlo, no debería mostrarse tan arrogante. Como está completamente segura de que su perro no está bien atendido, marcha a la policía local y lo denuncia. La cual, presentándose en el lugar, esto sí, esto no, te lo llevas, no te lo llevas..., acaba confiscándolo –valga la expresión– y enviándolo a la perrera, que es como si la sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, hubiera corrido a denunciar a Jesús a los romanos por haberse negado a exorcizar a su hija, y los romanos lo hubieran apresado por esta minucia, estando en vísperas de prenderlo por el delito más grave que dio lugar a su calvario.)

  La mujer contestó a Jesús: "Cierto, Señor; pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de los hijos". A lo cual Jesús, sorprendido por la aguda respuesta, le dijo: "¡Oh, mujer, qué grande es tu fe!". Y desde aquel momento la hija quedó curada, lo que no tardó en comprobar felizmente la sirofenicia, cananea o, en cualquier caso, pagana, favorecida por esta migaja, al regresar a casa y notar que de la hija había partido el demonio.

  Marcos 7, 24-30
  Mateo 15, 21-28

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