La fatalidad descargó sobre Buchaca, como
quien dice, al poco de haberlo ayudado. La presunción de que se encontraba mal
y la consiguiente congoja se aliviaron con su ingreso en el hospital: estaría
en buenas manos. En pocas semanas restituirían en parte su precaria salud y
estaría listo para regresar a las calles y pernoctar en ellas. Al no tener
noticias en todo aquel tiempo; al no asomar por el Centro, ni vislumbrar su
desastrada estampa por las calles, entendí que seguiría hospitalizado. La fatal
noticia me contrarió. Parecía haberse cumplido la primera parte de lo esperado:
recuperó la salud hasta estar listo para volver a las calles. Pero, en ellas,
sucumbió rápidamente.
Algo no encaja, y al amparo de la decepción
intento aclararlo. Un sentimiento contradictorio asoma: lo tildo, si no de
héroe, sí de soberbio menesteroso que cumple su destino: morir olvidado de
todos, en el seno de la ciudad. La sociedad tiene hasta su parte de culpa.
La policía había preguntado por él... ¿Qué
policía? ¿Qué cuerpo policial halla un cadáver en las calles y realiza las
oportunas pesquisas? ¿La local? ¿La nacional?
En la local hay registrada la intervención
del día 28 de mayo, es decir, la escolta que brindó a la ambulancia hasta la
unidad de agudos en el hospital de Puerto Real. Nada más.
La Nacional remite a una sección suya adscrita al
juzgado de guardia.
El juzgado de guardia consulta sus propias
fuentes: en su base de datos no consta que ningún juez realizara el
levantamiento del cadáver de ningún indigente.
Por tanto, no hay rastro de Buchaca en las
calles de Cádiz. ¿Cómo es posible? ¿No dijeron que amaneció cadáver en ellas?
Por medio de la asistenta social verifico esto último.
¿Y si hubo sucedido en Puerto Real? ¿Y si la
policía hubo intervenido allí y venido a hacer las averiguaciones aquí?
Telefoneo al hospital de Puerto Real. Figura
la fecha de ingreso: efectivamente, el 28 de mayo. Y la de alta... el 31 de
mayo... ¿Alta voluntaria? ¿Alta médica?
Debió ser voluntaria; médica no, si estaba
para morirse. A tenor de la reticencia de Buchaca a permanecer en el hospital
(en verdad desconozco cómo reaccionaría al descubrir que había sido conducido
allí con engaño y mimos, pero, sin duda, mal), a poco que se notara repuesto,
abandonaría el sitio como un oso viejo, maltrecho y resentido. Entonces debió
morir en Puerto Real.
Telefoneo al juzgado de guardia de Puerto
Real, pero allí tienen averiado el ordenador. ¿Por qué no consulto en el
registro civil?, me sugieren. No llego a hacerlo, porque nadie descuelga el
teléfono cuyo número me facilitan.
La mención del registro civil me da una idea.
Consultar en el de Cádiz. Si en mis pesquisas he descuidado algún detalle, aquí
se zanjará el asunto. Todo dependerá de que esté o no registrado su
fallecimiento.
Efectivamente, lo está: el 5 de junio. La
escasez de datos adicionales da a entender a la funcionaria que, efectivamente,
como le informo, debía tratarse de un indigente.
Cinco días trascurrieron desde el alta médica
hasta la muerte. Cinco días de supervivencia agónica en la calle.
¿En la calle? En la calle, no; está
descartada: no consta intervención policial, ni del juzgado de guardia. ¿En el
hospital?
Me acerco al hospital general. Lo hago por el
lado de urgencias, pues “Información” no dispone de los datos que interesan.
Constan dos actuaciones: el 27 de mayo, y el
31 de mayo. Ambas de urgencias, la primera, entiendo, pues no figuran detalles,
la de traslado en ambulancia a Puerto Real; la segunda, sugiere la operaria, de
traslado al hospital de San Rafael.
¡Ajá! Esto tiene más sentido. Había sido
conducido al hospital de San Rafael de Cádiz, que es donde suelen convalecer
los moribundos. El romanticismo envolviendo el destino del Buchaca se chafa:
sucedió lo más natural: considerando los facultativos su deterioro lo enviaron
al hospital que es antesala de la muerte. Al ocurrir su fallecimiento, se avisó
a la policía para que rastreara la pista de posibles familiares, con resultado
negativo.
La sociedad, la administración, el servicio
de salud..., no habían fallado, no habían dejado al albur a este menesteroso.
Habían seguido los pasos pertinentes y aquel había consentido, consciente de
sus beneficios.
Respiro aliviado. Me acerco a aquel hospital
para confirmar lo anterior y, acaso, precisar la enfermedad que acabó con él.
Pero la cola de espera me entretiene más de una hora y no encuentro otro día
propicio. Así que, desisto. Además, ya he atado los cabos sueltos. El Buchaca
era un indigente que había sucumbido por su propia tozudez.
¿Están pues la sociedad, el servicio de
salud, etc., exentos de culpa?
Una luz me alumbra. He atribuido la fecha del
27 de mayo, aparecida en la pantalla del ordenador de urgencias, al traslado
que hiciera la ambulancia desde salud mental a la unidad de agudos de Puerto
Real. Caigo en la cuenta de que no se refiere a este. Dicho traslado se efectuó
un día después, el 28 de mayo. Aquella intervención debía ser la que refirió el
Buchaca el mismo día de su aparición en el Centro.
Sus palabras cobran sentido
retrospectivamente, sus refunfuños, sus improperios. Entonces no lo tuvieron.
Hoy, sí.
El día 27 de mayo había acudido a urgencias
por su propio pie y lo habían rechazado tras breve y somera atención. No es
inhabitual proceder así con los indigentes. A menudo entienden que buscan
aprovechar para pernoctar en los hospitales, en las habitaciones, habiendo
ingresado, o en las salas de espera, de donde los vigilantes de seguridad los
expulsan sin contemplaciones, sin importarles de otra parte el hacinamiento de
familias enteras que allí duermen a pierna suelta. Médicamente se conoce que
adolecen de graves taras, ¿qué se puede esperar de un vagabundo abandonado en
las calles, sino un abultado expediente, surtido de variedad de enfermedades?
Así que, por esta razón, tampoco iban a invertir tiempo en él inútilmente.
La sociedad falló, dio muestras de su
insensibilidad, de su desdén. Incluso en el trance, le arrebataron algo para él
tan preciado como su manta. Así que, me hizo caso, consciente o
inconscientemente, y se plantó en el Centro, después de año y medio a la intemperie.
Por un
cauce distinto, el servicio de salud lo admitió.
Llegó bien escoltado: por la enfermera jefe
del centro de salud mental. Esta vez no fue rechazado. Quedó ingresado. De otro
modo hubiera muerto, efectivamente, en la calle. O quizás hubiera sobrevivido
unas semanas más a tenor de la resistencia que demuestran quienes andan libres
y el bajón que experimentan cuando los encadenan a una cama.
Entre otras excusas de la gente de a pie para
hacer caso omiso de los mendigos es pensar que no quieren dejarse ayudar, al
menos, en la manera como la sociedad está dispuesta a hacerlo. En parte, es
cierto. Pero siempre hay un momento en que acuden a su regazo, en que requieren
dicha ayuda. Entonces, se la niegan. Es una flagrante injusticia.
La gente mira a otro lado cuando un mendigo
extiende la mano. Si es que considera vicioso este proceder, tampoco inquiere
qué ayuda precisa para salir del atolladero que le hundió. Lo mejor es
despacharlo, devolverlo al duro asiento callejero. Por supuesto, él tiene la
culpa de verse así.