viernes, 27 de abril de 2012

Dione. En la plaza de la Catedral.


En la plaza de la Catedral
se produce la embestida de dos bicis.
¿Qué fue del resfriado? ¿Aquél
que abortó la cita futbolística?
(Me había telefoneado, sangraba por la
nariz, llevaba días con fiebre, encamado,
sin comer. Menchu lo corroboró.)
Se le curó.
Entonces…
Entonces… no me ha avisado para retomarla
porque al final ha cuajado lo del Conil B (ya
me explicó que había conocido al entrenador,
que iba y venía desde Cádiz a diario, así que
el trasporte lo tenía resuelto.)
Ha demostrado sus habilidades metiendo un sin
fin de goles, una lluvia de pases, un puñado de
ilusiones. La mala sombra es la lesión de la pierna:
le merma el rendimiento (esa pierna negra carbón
atlético-torneada para exponerse en un museo).
Desde aquí puede promocionarse al Conil o coger
la forma física para a través mía repetir aquella cita
más importante (lo importante es no volver a las pateras…)
Sobre todo sería lo mejor que en el momento de
aprobarse los papeles formalizase un contrato deportivo,
no de venta ambulante por las calles (aunque ya no tendría que
aprovechar el despiste policial para correr por la selva urbana…)
-¿Y las botas de tacos?
Al menos aquel jaleo (mis rutas bicicleteras hacia
el Meadero de la Reina con esta misma borrica esquelética
-la suya es prestada de un amigo; se nota la categoría-) sirvió para
espolear a Menchu y que desembolsara el dinero (siempre tan cuidadosa
con no gastar de más), y hoy les sirven (no exactamente las que compró,
sino las que cambió con un compañero futbolista por unas más ajustadas
a su pie) para apuntar alto a la escuadra de una portería.
La plaza de la Catedral bulle,
unos amigos le chistan y lanzan un comentario,
Dione enlaza con ellos una cuestión pendiente.
Lo dejo que se frote la napia y me despida.
-Ya sabes para localizarme…
La sonrisa de ser joven me la llevo puesta en los pedales.
El sol la entibia.

Bienvenido en la plaza Macías Rete


  En la plaza Macías Rete hace señas a la pareja, a Cañas y a Clotilde. Está cansado, harto, no por él, que le respetan, sino por Carrasco, al que amenazan, acosan… por lo bajo, subrepticiamente (que si le cortan el cuello por chivato, que si…). Siempre sobre el débil se abaten las alimañas.
  - ¿Tú estuviste en el Puerto, verdad?
  - Sí –asiente Cañas.
  - A que oíste hablar de…
  Cañas asiente.
 - Pues ese soy yo…
Toda la fortaleza de Cañas, la musculatura (de fitness, de body factory…) de pesas, de cuerpo proporcionado, de revista de músculos bruñidos y parafinados, de venas marcadas, de tríceps y cuadriceps satinados, de posturitas que a Clotilde enseña en las fotos del móvil (¡qué bueno y qué fuerte está mi novio!), todo cuadratura, tablatura de pino o caoba… deviene flaccidez, apostura, morbidez de carne desinflada.
  Clotilde lo mira perpleja (¿para tanto es?).
  - ¡Qué pensabas! ¿Qué iba a ser un tipo alto, fortachón…? Pues aquí me tienes, aquel soy yo, ya lo sabes.
  Clotilde piensa: ¿es que mi novio no iba a poder con él? Cañas piensa (contestando al gesto de ella): deja, deja…, que este es peligroso.
  Para ser exactos, preso de alto riesgo, de los aislados, de los de paseo de una hora al día por el patio, a solas, el resto pensando en las musarañas de cara a las paredes de la celda (o al techo, o al suelo).
  La cabeza ahuevada, la frente alta, la nariz ladeada, el bigote fino, el habla escurridiza, la complexión normal, con algo de barriga. Los ojos miran con fijeza, sin que resulten incómodos, aunque sí algo inquietantes por las amenazas de que se acompañan.
  - Vale ya de amenaza al Carrasco por lo bajo. Sobre todo tú –señala a Clotilde, la de las risas amañadas a las asistentas sociales-. Os las veréis conmigo a la próxima… ¿Queréis que os corte el cuello con un carné de identidad? Pues, cuidadito.
  El Carrasco es un viejo algo metomentodo, impertinente, incordio. Usa maneras anticuadas, en el sentido de exageradamente corteses, por lo que resultan artificiales, sobre todo a este nivel de relaciones (¿sin techos?, ¿transeúntes?, ¿marginados sin hogar?). Mantiene las fórmulas cívicas del franquismo, con su rastro sombrío de hipocresía, que en él, en Carrasco, se expresa con críticas ofuscadas y apabullantes, a quienes descuidan ciertas reglas elementales (y sucintas) de convivencia.
  Bienvenido lo encasilla en los rastreros, los soplones de entonces, los escudados en aquella teatral impostura, no descuidando el chivatazo sobre quien se saliera de la senda recta. Es, por tanto, extraño que se haya constituido en su protector. Se explica por dos razones: una, conocidos comunes de la cárcel, aunque Carrasco saliera hace 20-30 años, y desde entonces sea un desahuciado; dos, la antipatía que le causa la pareja, al cebarse con él. Así que, viéndolo una vez profundamente alterado, fuera de sí, le dijo: “Descuida, en adelante, tú siempre conmigo, y ya veremos si te ponen la mano encima”.
  - Ahora mismo si queréis os pongo a caldo. ¿Veis todas esas herramientas y escombros de obra? –señalaba, en efecto, al pavimento levantado, mostrando las señas y artilugios propios de una obra -. Pues fijaos si hay armas para abriros la crisma. Y a ti, con todo lo musculitos que eres, después de freírte a palos te cuelgo de la reja aquella, a secar como un pimiento.
  La imaginería de Bienvenido en las amenazas no tiene desperdicio.
  En el comedor María Arteaga, donde se concentra toda la calaña desviada de la recta senda, en medio del pasillo, detuvo a un grandullón.
  Ya venía difamando por la espalda, de la forma rastrera, cobarde y caprichosa, como es usual en estos medios.
  Al final, Bienvenido se hartó:
  - ¿Tú tienes algún problema conmigo? ¿Me conoces de algo? A ver, empieza. Di. Qué sabes de mí. Todo eso que largas a mis espaldas.
  La pausa es de lo más inquietante, solo los muy avezados son capaces de sostener un silencio tan prolongado, apuntillado con decenas de miradas que no piensan intervenir, pero sí prestar oídos.
El grandullón y lenguaraz se cohíbe.
  - Vale. De mí no sabes nada. Pues yo a ti sí te conozco. Eres el maricón aquél que en Santander consiguió reducción de pena por chivato y… -al poco llega la imaginería -: Como sueltes alguna sandez más de mí, no habrá lámpara lo suficientemente alta donde yo no pueda colgarte del cuello.
  Todos escucharon aquella amenaza, a pesar del habla corrida. También Cañas y Clotilde, que vieron cómo aquellos ojos adquirieron un brillo y furor inauditos.
  - Porque os mato, y me quedo tan pancho. Para los restos no tendré que preocuparme del techo y la comida.
  Cañas ha participado en atracos a mano armada, en esconder y trasportar fardos de droga, en… Cosas risibles para Bienvenido: “Los drogatas son los enfermos más caros para la sociedad”.
  En su época esto eran naderías. Y como las hazañas no escritas de las cárceles las perpetúan los mismos presos para recordar por qué código se rigen… Quede constancia. ¿A que oísteis hablar de…? Pues ése es él. Bienvenido.

Buchaca, reflexión post mortem


  La fatalidad descargó sobre Buchaca, como quien dice, al poco de haberlo ayudado. La presunción de que se encontraba mal y la consiguiente congoja se aliviaron con su ingreso en el hospital: estaría en buenas manos. En pocas semanas restituirían en parte su precaria salud y estaría listo para regresar a las calles y pernoctar en ellas. Al no tener noticias en todo aquel tiempo; al no asomar por el Centro, ni vislumbrar su desastrada estampa por las calles, entendí que seguiría hospitalizado. La fatal noticia me contrarió. Parecía haberse cumplido la primera parte de lo esperado: recuperó la salud hasta estar listo para volver a las calles. Pero, en ellas, sucumbió rápidamente.
  Algo no encaja, y al amparo de la decepción intento aclararlo. Un sentimiento contradictorio asoma: lo tildo, si no de héroe, sí de soberbio menesteroso que cumple su destino: morir olvidado de todos, en el seno de la ciudad. La sociedad tiene hasta su parte de culpa.
  La policía había preguntado por él... ¿Qué policía? ¿Qué cuerpo policial halla un cadáver en las calles y realiza las oportunas pesquisas? ¿La local? ¿La nacional?
  En la local hay registrada la intervención del día 28 de mayo, es decir, la escolta que brindó a la ambulancia hasta la unidad de agudos en el hospital de Puerto Real. Nada más.
  La Nacional remite a una sección suya adscrita al juzgado de guardia.
  El juzgado de guardia consulta sus propias fuentes: en su base de datos no consta que ningún juez realizara el levantamiento del cadáver de ningún indigente.
  Por tanto, no hay rastro de Buchaca en las calles de Cádiz. ¿Cómo es posible? ¿No dijeron que amaneció cadáver en ellas? Por medio de la asistenta social verifico esto último.
  ¿Y si hubo sucedido en Puerto Real? ¿Y si la policía hubo intervenido allí y venido a hacer las averiguaciones aquí?
  Telefoneo al hospital de Puerto Real. Figura la fecha de ingreso: efectivamente, el 28 de mayo. Y la de alta... el 31 de mayo... ¿Alta voluntaria? ¿Alta médica?
  Debió ser voluntaria; médica no, si estaba para morirse. A tenor de la reticencia de Buchaca a permanecer en el hospital (en verdad desconozco cómo reaccionaría al descubrir que había sido conducido allí con engaño y mimos, pero, sin duda, mal), a poco que se notara repuesto, abandonaría el sitio como un oso viejo, maltrecho y resentido. Entonces debió morir en Puerto Real.
  Telefoneo al juzgado de guardia de Puerto Real, pero allí tienen averiado el ordenador. ¿Por qué no consulto en el registro civil?, me sugieren. No llego a hacerlo, porque nadie descuelga el teléfono cuyo número me facilitan.
  La mención del registro civil me da una idea. Consultar en el de Cádiz. Si en mis pesquisas he descuidado algún detalle, aquí se zanjará el asunto. Todo dependerá de que esté o no registrado su fallecimiento.
  Efectivamente, lo está: el 5 de junio. La escasez de datos adicionales da a entender a la funcionaria que, efectivamente, como le informo, debía tratarse de un indigente.
  Cinco días trascurrieron desde el alta médica hasta la muerte. Cinco días de supervivencia agónica en la calle.
  ¿En la calle? En la calle, no; está descartada: no consta intervención policial, ni del juzgado de guardia. ¿En el hospital?
  Me acerco al hospital general. Lo hago por el lado de urgencias, pues “Información” no dispone de los datos que interesan.
  Constan dos actuaciones: el 27 de mayo, y el 31 de mayo. Ambas de urgencias, la primera, entiendo, pues no figuran detalles, la de traslado en ambulancia a Puerto Real; la segunda, sugiere la operaria, de traslado al hospital de San Rafael.
  ¡Ajá! Esto tiene más sentido. Había sido conducido al hospital de San Rafael de Cádiz, que es donde suelen convalecer los moribundos. El romanticismo envolviendo el destino del Buchaca se chafa: sucedió lo más natural: considerando los facultativos su deterioro lo enviaron al hospital que es antesala de la muerte. Al ocurrir su fallecimiento, se avisó a la policía para que rastreara la pista de posibles familiares, con resultado negativo.
  La sociedad, la administración, el servicio de salud..., no habían fallado, no habían dejado al albur a este menesteroso. Habían seguido los pasos pertinentes y aquel había consentido, consciente de sus beneficios.
  Respiro aliviado. Me acerco a aquel hospital para confirmar lo anterior y, acaso, precisar la enfermedad que acabó con él. Pero la cola de espera me entretiene más de una hora y no encuentro otro día propicio. Así que, desisto. Además, ya he atado los cabos sueltos. El Buchaca era un indigente que había sucumbido por su propia tozudez.
  ¿Están pues la sociedad, el servicio de salud, etc., exentos de culpa?
  Una luz me alumbra. He atribuido la fecha del 27 de mayo, aparecida en la pantalla del ordenador de urgencias, al traslado que hiciera la ambulancia desde salud mental a la unidad de agudos de Puerto Real. Caigo en la cuenta de que no se refiere a este. Dicho traslado se efectuó un día después, el 28 de mayo. Aquella intervención debía ser la que refirió el Buchaca el mismo día de su aparición en el Centro.
  Sus palabras cobran sentido retrospectivamente, sus refunfuños, sus improperios. Entonces no lo tuvieron. Hoy, sí.
  El día 27 de mayo había acudido a urgencias por su propio pie y lo habían rechazado tras breve y somera atención. No es inhabitual proceder así con los indigentes. A menudo entienden que buscan aprovechar para pernoctar en los hospitales, en las habitaciones, habiendo ingresado, o en las salas de espera, de donde los vigilantes de seguridad los expulsan sin contemplaciones, sin importarles de otra parte el hacinamiento de familias enteras que allí duermen a pierna suelta. Médicamente se conoce que adolecen de graves taras, ¿qué se puede esperar de un vagabundo abandonado en las calles, sino un abultado expediente, surtido de variedad de enfermedades? Así que, por esta razón, tampoco iban a invertir tiempo en él inútilmente.
  La sociedad falló, dio muestras de su insensibilidad, de su desdén. Incluso en el trance, le arrebataron algo para él tan preciado como su manta. Así que, me hizo caso, consciente o inconscientemente, y se plantó en el Centro, después de año y medio a la intemperie.
  Por un cauce distinto, el servicio de salud lo admitió.
  Llegó bien escoltado: por la enfermera jefe del centro de salud mental. Esta vez no fue rechazado. Quedó ingresado. De otro modo hubiera muerto, efectivamente, en la calle. O quizás hubiera sobrevivido unas semanas más a tenor de la resistencia que demuestran quienes andan libres y el bajón que experimentan cuando los encadenan a una cama.
  Entre otras excusas de la gente de a pie para hacer caso omiso de los mendigos es pensar que no quieren dejarse ayudar, al menos, en la manera como la sociedad está dispuesta a hacerlo. En parte, es cierto. Pero siempre hay un momento en que acuden a su regazo, en que requieren dicha ayuda. Entonces, se la niegan. Es una flagrante injusticia.
  La gente mira a otro lado cuando un mendigo extiende la mano. Si es que considera vicioso este proceder, tampoco inquiere qué ayuda precisa para salir del atolladero que le hundió. Lo mejor es despacharlo, devolverlo al duro asiento callejero. Por supuesto, él tiene la culpa de verse así.

Martin-Niño, crianza de palomos


La colombicultura es su afición.
Desde niño, visitando la casa de un amigo,
estuvo en contacto con la crianza y entreno de palomos.
Luego ha criado por sí mismo, ha competido y,
Manolito, campeón provincial, fue subcampeón de España.
A un aficionado valenciano lo vendió por un millón de pelas.
El concurso consiste en 90 o 100 palomos
detrás de una hembra, a ver quién la pisa primero
y más veces. Están tiznados de color, numerados y
nombrados para distinguirlos. Las apuestas se suceden.
El palomo listo bota (inicia un vuelo de despiste),
para en seguida regresar mientras los engañados, en una
nube de aleteo frenético, pierden la pista. Los que
dan con la hembra no tienen piedad. A menudo muere
descoyuntada, de tanta violación desmedida y en masa.
Hizo dinero Martin-Niño, buenos negocios no controlados
por el fisco. También probó los gallos de pelea.
Todo se fue al traste por la droga. Porque aquella
reunión lúdica de apostantes arrastra un mal ambiente.
El coqueteo con la droga y la bebida es constante.
Mucho dinero ganó. Pero todo lo fue perdiendo,
engatusado por la adicción.
A lo mejor, cuando remonte el vuelo (como un palomo
repuesto), ya no sigue la estela del celo y la avidez
embriagadora. No competirá más al nivel de antes.
En todos caso, criará unos pocos palomos,
y competirá en las comarcales.

Laureana, vendedora de estampas


  Ocho hijos desperdigados por Madrid, vendedora de estampas y llaveros principalmente en las iglesias, quedándose en casa de alguno de ellos cada vez.
  No es pareja suya el acompañante, no es cónyuge, no es familia, no es amigo, es... un poco de todo. Alguien que, pernoctando en el albergue de Puerta de Ángel , le propone una escapada a Cádiz, conocen la tacita de plata de una visita hace años, y quien viene una vez, repite. ¿Qué será?: la gente, las playas, las calles... Pueblo jovial confinado en un espacio virgen, genuino y esplendoroso. Imán de turistas en verano, de los que copan los hoteles.
  Luego de agotar las noches estipuladas que supondrán un par de días completos de paseos, comidas y playa, viajarán a Sevilla. Pero el programa se frustra al cabo del primer día, al él sacar a relucir su violento carácter.
  La cosa es que intuyó que Laureana traería consigo un papeleo que le interesaba destruir. Cuando lo intentó con embelecos, fracasó, así que cambió de táctica. El papeleo es la denuncia por agresión de hace seis meses y la solicitud de orden de alejamiento.
  Explotó durante un funeral, Laureana a la puerta de la iglesia: lo considera momento y lugar propicios para su venta ambulante. Pedro arremetió contra ella en medio de los contristados asistentes. Le propinó un puñetazo a la altura del ojo que casi se lo salta. Por evitar un segundo funeral, los dolientes acudieron en su auxilio.
  La segunda noche en el Centro ya cada cual va por su lado. Ella lo evita, él la sigue a hurtadillas hasta el baratillo dominguero, y allí la asalta. El forcejeo concluye con la intervención de un viandante que se la juega.
  Acercándose al Centro a por los susodichos papeles, ante la acosadora presencia de Pedro, rompe en sus narices los billetes a Sevilla. Luego queda él al acecho, en la plaza inmediata, aguardando su caminar solitario, el cual, a la sazón, no se produce por ir acompañada de mí, que recién termino mi turno.
  Viendo Pedro que nos dirigimos a la comisaría de policía, se adelanta a sus pasos. Cuando Laureana se presenta allí, ya él ha llegado: "¡Vengo a denunciar a ese señor!".
  Ese señor pasa la noche en el calabozo para, a la mañana siguiente, prestar declaración ante el juez de guardia. Laureana, tras agotar su última noche en el Centro, da por zanjada su escapada turística a Cádiz. De aquí marcha a Sevilla, y de Sevilla a Madrid, donde las estampitas y llaveros le aguardan. 

Santi, al Jordi le han trincao


  »Al Jordi le han trincao, a él, a la Inma y al Petra. La Inma engolfaba a los turistas, costaba tanto, los conducía a la calle Osorio, la estrechita, detrás del trasformador de la electricidad para follar o chuparles la polla, según lo concertado. Entonces aparecían el Jordi y el Petra para atracarles. Les dejaban sin blanca. Más de treinta veces lo hicieron, a lo largo de varios años. El fiscal les pide siete de cárcel. El Jordi era también chulo de la Inma. Chulo porque eran novios, pero mal chulo. Yo lo he sido: en Barcelona, la Línea... En Barcelona tenía tres prostitutas: una holandesa, una francesa y una española. Jovencísimas, guapísimas. De veintipocos años. Vivían en un piso, yo con ellas, después de separarme de mi primera mujer: Victoria. Se lió con un comisario de policía, también casado y con hijos, yo tenía tres, los dos primeros profesionales del ejército. Victoria era guapísima, una jerezana con un cuerpazo de miedo, nos habíamos casado con diecinueve años. No soportó mis asuntos y se lió con el comisario de policía. Me la iba a cargar, nada más le metí miedo, preferí irme a vivir con mis putas. Con el tiempo se unió una más mayor, la había defendido de unos cabrones en un bar, yo era un buen chulo, no el que tenía. Comenzaron a increparla tres tiparrones en la misma barra donde bebía una copa. Decían que los quería timar, que era muy cara, que era mucho lo que pedía: Puta asquerosa, No deberías cobrarnos tanto, No lo vales... En una mesa jugaba yo a las cartas, en otra aparte estaba su chulo, sin moverse, ¿a qué esperaba?, pasaba de intervenir, no se atrevía con tres. Verás, me dije yo. Acabé de un trago el whisky, dejé las cartas en la mesa, fui para la barra. Agarré el vaso de la chica y se lo encajé en la mandíbula al más chulo de ellos, empujándolo y arrastrándolo contra la pared. Me había abierto la camisa para dejar ver la pistola, una 38, de tambor, 8 balas, un revólver. Sois unos maricones, atreveros conmigo que me lío a tiros. La chica se está ganando honradamente la vida, ¿es que queréis robarla?, ¿abusar de ella?, no tenéis huevos, maricones de mierda. Ese que está sentado allí es su chulo y debería defenderle pero no tiene los cojones que yo, no voy a permitiros chulearla... Se acojonaron, me pidieron calma, se excusaron: que no querían molestarla; solo que les parecía caro... Iros de aquí echando leches si no queréis que me líe a tiros con vosotros. Dicho lo cual, retiré el vaso de la mandíbula de aquel tío y salió pitando seguido de los otros. Luego la madurita, de unos treinta años, carnosa y atractiva se me acercó: Santi, ¿Puedo quedarme contigo?, Aquél no ha tenido los cojones que tú, es un chulo de mierda, Tú si sabes defendernos... Así es cómo se vino al piso y se incorporó a mi cuadrilla. El Jordi era un chulo como aquél. Si la Inma se veía en un apuro, pasaba de todo, no tenía cojones.

viernes, 20 de abril de 2012

Bienvenido asquea del exema

Bienvenido asquea del exema
y del cólico nefrítico
de Hassan.
Aunque este cojea
y se retuerce de dolor.

La sumisión marroquí
es estrategia acostumbrada
según él.
Largos años hace
desde los siete en el Sáhara.

El príncipe entonces
tuvo la culpa del desalojo.
Franco no, por cierto,
que moría como dios intubado.

Ellos, a los que
su país no da cobijo
ni carne
(lo religioso es tapadera)
están aquí
para reconquistar Al-Andalus.

Despertarán de la sumisión
tarde o temprano
para morderte la mano
y exigirte ser bueno.

Los tatuajes desleídos
en el antebrazo
demuestran los muchos años
de observación del enemigo.

Nacen así
es de casta
sumisos primero
sanguinarios después.

Prevenido, atento,
bien vestido
gorra de campana impermeable
“callahan” en los zapatos.
No parece que sea
el que pare en la calle.
Al listo de turno
le abre la cabeza.

Milagros Gudin falta a dormir


  Trucos, picardías. Se las saben todas -típica expresión-. La ayuda a domicilio la tienen suspendida, la chica comentó en la oficina varias veces la situación madre e hijo. Tan extraña es su relación y sus manejos que, el incendio, investigado por la policía científica, se sospecha fuera provocado. Para cobrar el seguro. Eso dicen. Bastante raro es que no les pillara dentro a esas horas -la una de la mañana-, cuando todo el vecindario lo estaba.
  Milagros sortea los precintos policiales para entrar a dar comida a su gato. Suelen ser restos que trae del Centro, casa de su hermana o los comedores sociales. El gato está eximido de evacuar la casa. Si hay derrumbes, él sabrá.
  Sábado por la noche. Ajustarse a un horario es complicado. Cualquier eventualidad puede distraerla y considerarla más importante que acudir al centro donde está provisionalmente recogida. La cena la puede solventar en casa de la hermana. Si no va acompañada de Ricardo, el hijo, a la que aquella no puede ver.
  De madrugada telefonea la Policía Local, pregunta si está allí alojada una tal... - Sí -parece extrañarse el policía-. Un momento, no descuide el teléfono... Al otro lado intermedia entre la dotación desplazada al lugar de un accidente a la altura del Chato y la grúa que va de camino. Sí, podrán sacarlo de la arena con el hunter... Disculpe. Decíamos...
  Explica que la tal llama desde el hospital para que la trasladen aquí, donde pernocta. Huele a truco. Normalmente hubiera asentido; pero el compañero me habló del comportamiento en la semana.
  -¿A qué hora ingresó?
  Los detalles están fuera de alcance. Justifico que es problemática. Le propongo.
  -Así que que se pase mañana por la tarde -domingo- con el parte médico, y ya se verá. Pero esta noche, nada.
 
  Por la mañana, a ver cómo se levanta el hijo, Ricardo, al notar que no durmió la madre. En efecto, entre resoplidos desconcertados, acaba interpelándome.
  -Pues no, no vino a dormir anoche -no apunto más; callo la llamada policial.
  -Eso es que ha estado en urgencias -como reflexionando para sí.
  ¿Precognición materno-filial?

  El compañero -estudiante de último curso de trabajador social, hijo de uno conocido con cargo en el ayuntamiento- elude toda referencia a Milagros. Sencillamente se presentó por la tarde. Telefoneó al director por otros motivos -el servicio de cena, una reserva que se anticipó-, pero no mencionó el caso. Menos mal. Si no aquél hubiera sido tajante -conociéndolo.
  Asoma Milagros: reservada, sigilosa, el runrún de un monólogo inacabado. La curiosidad me puede. ¿Trajiste parte médico? Parece que ella lo esperaba, incluso que bajara de la habitación -son las once de la noche pasadas- para afrontar el asunto. Todo lo habla a modo justificativo. Pero está muy clara la picardía.
  -Ingresaste a las 1:48 y saliste a las 1:58. Diez minutos.
  Una caída -leve molestia en el hombro. O más bien el tiempo suficiente para ser reconocida y abordar el truco previsto: desde allí instar a la policía local a que la trasladase al Centro. No le salió.
  Ella asiente dócilmente. Sabe que se juega la calle. Dejamos una fotocopia del parte sobre la mesa del director. Ya le tocará justificarse con él.
  -¿Y qué hiciste?
  Regresar a la casa de la hermana, donde había pasado la tarde, cenado y, supuestamente, sufrido la caída.

Fede. Le robaron el pasaporte en Barcelona

  Le robaron el pasaporte en Barcelona y por eso cuando ha sentido el impulso de abandonar el Centro, porque vio cosas que le disgustaron, y regresar a Israel se ha reprimido. La estancia en aquella ciudad, la primera que pisó al llegar a España, la han caracterizado los robos, que, si bien perjudiciales, repasados ahora con la perspectiva del tiempo y la irremediabilidad, causan curiosidad y alborozo. En Argentina no aguzan tanto el ingenio, a los sumo una primera interpelación evita la brusquedad y el descaro, por ejemplo, ¿me da fuego?, para seguidamente no andarse con rodeos: dame la cartera; y si no directamente te apalean o te rajan.
   Caminaba recién llegado por las Ramblas, disfrutando del aire otoñal, del flujo de gente variopinta atendiendo los puestos ambulantes, los artistas, alentados por la misma brisa marina que viniendo del puerto tremolaba las hojas de los árboles de la alameda, cuando se le acercó un tipo que le saludó efusivamente, algo excéntrico, aspecto normal, ¡Hombre!, Qué tal, Os noto recién llegado acá (un rastro de chufla en el habla, cuya entonación porteña imitaba), ¿Os va bien?, Desde luego habéis acertado con esta ciudad, es maravillosa, bla, bla, bla… Según hablaba le rodeó amistosamente la espalda con un brazo, lo sintió pegajoso pero inofensivo, molesto pero interesante; a la vez disimuladamente le daba con su pié en la pantorrilla, roce que le distrajo, pensando que debía ser un defecto en el andar. Luego le dijeron que a esa técnica la llamaban ronaldiña, en honor al futbolista, que lo fue del equipo local. Cuando aquel se marchó y al rato se echó mano al bolsillo, notó la falta de la cartera.
  Volvería a pasear por las Ramblas y a prestar atención, no ya a que no se la jugaran de nuevo, sino a toparse con aquel tipo para “lastimarle la mano a la altura del hombro”, expresión que demuestra su solvencia en las peleas.
  La segunda vez que le robaron regresaba de marcha de las afueras, vivía alquilado por el centro, era madrugada. Al pagar la carrera al taxista comprobó el dinero que le restaba de los cien euros en dos billetes de cincuenta con que había iniciado la noche. Setenta euros: uno de los billetes de cincuenta, y dos de diez, de los cuales uno gastó en aquel momento. Según cerraba la puerta del taxi y este echaba a rodar, se le acercaron un travestí flanqueado de dos tiparronas buenísimas, como se ve en las películas esos chulos ostentosos y vigías de la noche. Emitió un saludo simpático para, nada más llegar a su altura, agarrarle de un manotazo la “bola” y hacerle insinuaciones sexuales. Este momentáneo asalto, que, dada las horas, y el sopor etílico que traía sin alcanzar a embriaguez, le pareció natural y parte indisociable de la noche catalana por su cosmopolitismo y mezcolanza, sirvió para que una de las chicas deslizara en este caso la mano no a la bola sino al bolsillo. La habilidad del travestí consistió igualmente en dirimir aquel encuentro con la misma simpatía y garbo lascivo afectado, alejándose entre saludos y risas de las chicas. Fue aproximándose al departamento que había alquilado, que notó la falta del billete de cincuenta euros, quedando el de diez como humilde y fiel siervo que resistió aquella hábil maniobra. Entre el desconcierto, estupor y coraje que sentía mientras se palpaba por todas las ranuras de la ropa saltó la chispa de la explicación de aquella ausencia.
  El último robo le ocurrió en la playa, de madrugada, concurrida a intervalos por parejas o pequeños grupos de amigos. Estaba liado bajo una manta con una chicha, distraído en los propios menesteres de estas intimidades. Son típicos los tránsitos de moros vendiendo bebidas ¡beer! ¡beer! En este caso uno rozó la impertinencia al acercarse al bulto, del cual asomó la cabeza para rechazar la oferta que con exceso de súplica habitúan. Tan pronto se fue volvió a cubrirse presuroso con la manta, retomando el menester por donde había quedado interrumpido, comprobando que la chica seguía receptiva y en su puesto, no habiendo asomado la cabeza para no delatar su sonrojado alborozo. El caso es que más tarde, en los naturales descansos de estas composiciones, dio en echar mano a la mochila, y no estaba.
  Pasaporte, llaves del departamento, tarjetas, dinero… Todo iba en ella. Poder acceder a la vivienda le costó horas de ansiedad e impaciencia entre la denuncia y demás comprobaciones, y el empeño del cerrajero, que su parte se cobró por el laborioso manejo.
  Había visto también un robo, desde un colectivo, espectador imparcial. Aprovechando la parada en un semáforo un hombre abordó cortés e imperiosamente a la acompañante del conductor, los dos personas mayores, advirtiéndole de la puerta abierta, haciendo amago y finalmente procediendo él mismo a abrir y cerrarla de un golpe más preciso. Esto a la par que por el flanco opuesto un socio haciendo de mirón abría y cerraba en sincronía con aquél la puerta de atrás de su lado, para en lo que dura ese parpadeo de puertas sustraer el bolso que hubiera en los asientos de atrás. La pericia es digna de admiración, de no ser por lo que es.
  A consecuencia del robo en la playa y otras vicisitudes como atascarse el trabajo remunerado que desempeñaba, los ingresos (¿cuáles?) compró una tienda de campaña previendo que pronto abandonaría el departamento cuyo alquiler no podía pagar. Consumado el hecho, la usó para instalarse delante de un centro de acogida que apenas le dispensó una semana de estancia. Los intentos por parte de policías locales para despejarlo de allí, que afeaba el sitio con su reivindicación, solo tuvieron efecto cuando se recrudecieron, reteniéndolo una noche por indocumentado en el calabozo. Al salir no quiso complicarse más, y con un improvisado amigo, Javier Campos, cuyas relaciones familiares y noviales habían tornado inviables, viajó hasta Cádiz. Atrás quedaron ratos entrañables de bohemia, fumata y guitarra.

Buchaca ha muerto

  La noticia corre sigilosa por estos círculos. Intento componer lo sucedido desde aquella marcha a Puerto Real, a la Unidad de Agudos, partiendo del Centro de Salud Mental, hace tres semanas. Más cuanto la noticia la reviste un toque tenebroso y funesto: amaneció cadáver en la calle. La policía se presentó en el Centro para preguntar si se conocían familiares de quien había “aparecido en la calle”.
  ¿Qué había sido de él al llegar a Puerto Real en la ambulancia? ¿Qué atención le dispensaron? ¿Cuánto tiempo estuvo allí? ¿Cuándo le dieron el alta? ¿La pidió de forma voluntaria? ¿Cómo regresó a Cádiz? ¿En qué calles pernoctó, en qué rincones? ¿Durante cuánto tiempo, hasta aquel amanecer fatídico?
  Estas preguntas me asaltan. Hay varias razones por las que pensaba que seguiría ingresado en el hospital: 1) su mal estado de salud; 2) habría aparecido por el Centro en caso de salir; 3) lo habría detectado, visto, advertido... en alguno de sus habituales rincones de mendicidad y pernocta.

Milagros e Hijo


  Vestido fino, floreado, la mirada incisiva, mirando de abajo arriba, la anchura de la edad, los muslos gruesos, calor veraniego, pelo largo y cano, recogido.
-Mi hijo está metido en la droga. Así que, yo sé qué es eso.
 La voz ligeramente ronca, en una pequeña bolsa de plástico los restos del pollo de la cena de ayer, para el gato que habita solo la casa incendiada.
  -Pobrecito.
  El Diario la Voz hacía la reseña: “El incendio de un piso causa escenas de pánico en Loreto.”
  Está destrozado, no pueden habitarlo, los lengüetazos de las llamas perduran en las paredes, se salta el precinto policial. Miau; el gato busca.
  Ricardo, el hijo, problemas de bebida, de droga, sopor sudoroso e inquieto que a la noche le impide conciliar el sueño, revolverse en la cama, levantarse, andar aturdido arriba y abajo, meter la cabeza bajo el grifo, hablar solo:
  -Como yo los coja, se enteran. A punto de matarnos.
  Ella excusa al hijo, es madre, aunque le lee la cartilla a ratos, está como ido, de la droga, le toma solo dos-tres cigarros, para más, rebusca en las papeleras y el suelo y con los restos lía un papel.
  Los bomberos ordenaron a los vecinos de los pisos altos que no desalojasen el edificio hasta que no redujeran las llamas y ventilasen el interior.
  -Les debe dinero… -Milagros achica la voz, caracolea con la mano para dar énfasis inquietante-, a los camellos esos. Y como no les paga, nos echaron loctite en la cerradura. Al no poder cerrar, entraron de noche y pegaron fuego. Menos mal que estábamos fuera.
  Los bomberos entraron con mascarillas y desalojaron a 5 personas. Luego acabaron por extinguir las llamas y ventilar el hueco de la escalera.
  Milagros y Ricardo no estaban en aquellos momentos, el gato sí, que no sufrió, eran las 1:30 h. Ella no conciliaba el sueño y salió al fresco, Ricardo estaría en un bar.
  La policía científica inspeccionó el piso a la mañana siguiente y los técnicos de urbanismo ordenaron que no se habitara.
  -No llevo yo pasao na con mi hijo. ¿Y qué le hago?
  Por la mañana le advertí, ya sobrio, que no viniera bebido, que se jugaba dormir en la calle.
  -Sí –dice Milagros-. Yo hablaré con él en serio.

Santi, una vez fue a comisaría


  »Una vez fui a comisaría a denunciar al Jordi, me había robao dinero de la cartilla, le pedí que me ayudara a sacarlo, no veo bien, me falla la vista. En el cajero se la dejé, teclea el pin: uno, dos, tal... Lo memorizó para luego robarme. Era cuando vivíamos de okupa en el Campo las Balas. Cuatro años allí de miedo, unos cuarteles dejados de los militares, habíamos como veinte o treinta repartidos por las habitaciones. La luz la tomamos de la farola, el agua de una tubería. La gente tenía televisores, radios, calefacción... Tenía yo un mueble caoba de lujo. Había tesoros. Encontré semienterrado una pintura de un guitarrista flamenco en posición de tocar, la fecha: 1789. Pensé llevarla a un anticuario, pero ¿y si me engañaba? Debía costar lo suyo. ¿Y si me ofrecía un precio ridículo? Para eso lo regalaba a Juanito Villar. Juanito Villar es amigo mío, coincidimos en la cárcel de Algeciras, estuvo allí por apuñalar a un tío, sólo yo sé la verdá, hicimos buenas migas. Había solicitado actuar, un tablao y cantaría, el director de la prisión se lo negó. Fui a hablar con él: Si usted deja cantar a Juanito Villar aquí deja de haber violencia: ¿no ve que a la gente le distraerá y emocionará? Vaya si cantó, los presos alucinando. Al cumplir yo mis quince años fui a buscarlo, pregunté por él en su peña, me enviaron a casa Manteca, el ex torero. Allí estaba, acompañado de otros dos, el representante y su hijo. Hola, Juanito. Tú quién eres. ¿No me reconoces? Soy Santi Moreno Viagas, ¿no te acuerdas de Algeciras? ¡Coño!, el Santi... A aquellos dos les dijo: Este sabe más de mí que tú y que tú. Pero fue después cuando lo del cuadro. Me presenté en su peña, pregunté por Juanito, no estaba. ¿Para qué lo quiere?, me preguntó el de la barra. Le traía este cuadro. Lo he encontrado en tal sitio, tiene que tener mucho valor, del 1789, la firma no se distingue, no quiero llevarlo a un anticuario para que no me engañe, así que se lo traigo a Juanito. Allí quedó expuesto, en la pared, junto a toda la colección de carteles, fotos y cuadros que cubren las paredes de la peña... El Jordi aprovechó el desalojo del Campo de las Balas. Nos echó la policía por la muerte de un niño. Entraban allí a jugar, eran una pandilla, bajaban a los antiguos calabozos, se ponían a romper, a destrozar cosas. Había una columna, la golpearon, al principio aguantó, luego calló y se vino una planta entera abajo. La gente oyó el estruendo: Puurrrummm. Ayudamos a retirar escombros hasta que llegaron los bomberos: Gracias por la ayuda; pero ahora dejarnos continuar a nosotros, nos valemos solos, es más seguro. Sacaron a uno muerto. Otro grave, no murió; los demás no estaban en el momento del desplome. A la noche asomó la policía: tenéis que abandonar el Campo las Balas, orden de la alcaldesa, una hora para coger vuestras cosas y adiós. Ahí fue donde el Jordi me birló la cartilla, estoy seguro, y luego en el banco vi que la cuenta había menguado. No me dejaron denunciarlo en comisaría, me sacaron a gomazos, no me quieren ni ver. Fui al fiscal, le expliqué, y con él me presenté en comisaría. Nada de tocar a este señor. Y dieron curso a la denuncia.

Amanecer vírico


  Hay días que amanece que parece haber infectado un virus la calma de la noche. Habiéndolas perturbadoras, con exigencia de atenciones extremas (ambulancias, vomiteras…), las calmas, sobre todo porque todos duermen como si habitara un vacío extremo, impregnan un cándido pasmo de quietud en el ánimo, que disuaden de pensar en un amanecer revuelto. Pero así ocurre.
  Dos euros y medio han desaparecido del bolsillo del pantalón a P., hombre mayor, ininteligible el habla, pequeñito, cano, ademanes amplios, nerviosos. Está seguro de quién es el culpable, logro descifrar sus protestas más por la gesticulación que por las palabras. El pantalón estaba en la mesilla de noche, nadie más que otro compañero ha podido manipularlo, con uno lleva compartiendo habitación varios días, y no ocurrió nada, ha debido ser el de entrada más reciente.
  A mi entender se han debido extraviar, pospongo una mirada inspectora para el momento de recoger las habitaciones, sin rehuir la interpelación a los compañeros, y al nuevo en cuestión. Ambos dos están de acuerdo en que el viejo desvaría.
  El señalado como hurtador es un joven gay, de los de refinado gusto y maneras, nada cutre, bien perfumado hasta la exageración, de verbo amistoso con las mujeres, especial y ocasionalmente con una gitana que también pasa por aquí. Ha podido ser él, no digo que no; parece hábil en el arte del disimulo. Pero también es bastante admisible que no use maneras arteras, que recurra a tales siseos de pobre enriquecimiento.
  No queda aquí esta riña que se prolongará hasta el toque de salida, una hora después. Viendo P. que el encargado, o sea, un servidor, hace caso omiso, o más bien encauza el problema con natural diligencia y parca prosopopeya, arremete directamente contra su sospechoso, el cual niega toda implicación, sin que la cosa vaya a mayores sino a recalcitrante y pesarosa insistencia. “Me tiene que devolver los euros. Si se hubieran caído del bolsillo, no estaría el mechero dentro.” Esto es lo que logro traducir de su lenguaje indescifrable gracias a que muestra el dicho mechero, sacándolo del mismo bolsillo donde se encontraba la calderilla, en su caso, inestimable capital.
  Como lo fuera para T., un hombre delgado, bajo, de enanismo corregido en la niñez, me da a mí con operaciones de acondroplasia en brazos y piernas, o quizás sin ellas, solo que habiendo nacido en ese amago que resultó admisible para afrontar con mala leche la hipócrita conmiseración humana. De primeras, habiéndome descubierto mañanero en el despacho del director, luego de verme en el cajón de conserje, me pregunta si soy el director, porque si es así, tuviera para mí unas quejas muy serias que hacer, de lo cual me libro por ser simple trabajador. Y por serlo, tal como está la cosa actualmente, debería no quejarme. Y dije yo: ¿es que lo hice? Si no me quejé de mi trabajo.
  Cualquier conato de simpatía apaciguadora está condenado al fracaso frente al virus mala hostia mañanero, así que opto por un silencio calmo, distante, desapasionado, que suele causar buen efecto. Quizás hubiera podido sondearle a ver la concreción de sus quejas, pero iba a empeorar las cosas, y a fastidiarme yo solo. Así que, sí, soy un mero trabajador; me libré de ser director.
  Probablemente tuvieran que ver con el hurto mañanero, aunque no puedo estar seguro. Los sucintos comentarios deslizados así lo revelan: “Ahora me toca ir a la iglesia a pedir” o, dirigiéndose a P.: “Si a mí me pasara, no quedaba aquí la cosa”. O sea, metiendo cizaña.
  T. lleva su hostilidad hasta en el servicio de desayuno, en el cual, el vaso de cola-cao, a su entender, está solo templado. No me cuesta calentarlo. Pero hay que ver las maneras de un domingo plácido, donde los pájaros ensordecieron la plaza Macías Retes a las seis de la mañana con su alegre piar y las palomas acudieron al alpiste que la vecina disemina todas las mañanas, ahuyentándose al abrir la puerta de entrada, con súbito estampido de alas.
  Qué curioso cuando al otro día por la mañana ha desaparecido aquel virus. ¿Qué ocurrió? ¿Quién inoculó la vacuna? ¿Cuál fuera esta? Ningún signo revela el malestar del día anterior. P. ya no tenía reproches contra el marica. T. se mostraba amable, incluso para someterse cumplidamente a todo el ritual de la terminación del contrato. Precisamente hoy que podía hablar con el director y quejarse vehementemente. Hasta está excesivamente amable conmigo, es decir, con el mero trabajador-conserje. Como para preocuparse.

jueves, 12 de abril de 2012

Dione en Cadjin


Lo veo sonreír
al visitarlo en Cadjin.
Transcurrido un año en el Centro,
baja unas escaleras nuevas
a unas horas intempestivas
de estar en la cama
(¡cuándo tú habías imaginado estar
entre sábanas a estas horas!)

La figura esbelta, musculosa.
La sonrisa melancólica, amplia.
Exhibe una nueva doble hilera de
dientes, radiante y marfileña,
y se frota las napias ingentes,
y me estrecha la palma ahumada,
cuando le anuncio (el coordinador
de juventud delante) que ya tiene
su prueba futbolística.

Le explico los detalles,
sondeo su ser dispuesto. Ni lesiones
ni resfríos
lograrán detenerlo.
Así que, concretamos
telefoneando al director deportivo.

Necesitará botas de fútbol, botas de
tacos. Seguro que la asistenta se las compra,
no me preocupe.
El coordinador y el psicólogo vendrán
al volante de sus sueños.

Vi al equipo entrenar, le digo, y yo,
que no entiendo, los supe de menor
talento que el suyo. Y él, de sobrada jactancia en
el tema, asegura: “¡Descuida! Meteré muchos
goles!”

Siento una tenue congoja en el pecho,
bajo mi máscara afable y cómplice. El sentimiento lejano
de un padre. El padre que no soy. El padre
de un negro de veinte tacos.

Contando nueve años murió el padre


  Contando nueve años se murió el padre. La madre se unió a un hombre descalabrado, lo cual complementaba su desfachatez y apatía. Los tres hijos los fue descuidando. Francis, hermano mayor, cobrando conciencia con los años, se sintió padre de sus hermanos, él y ella. Trabajó temprano y con el dinero los ayudó en sus estudios, comodidades, etc. Ha sido muy activo -últimamente le han ido desapareciendo los callos de las manos; siempre ha tenido-. Ha sido insistente y resuelto para encontrar siempre trabajo. De las ganancias repartía a los hermanos o sus custodios -la díscola madre, una tía, un internado...-. Luego cayó en la droga -esa evasión lúdica a la frustración, al ingente esfuerzo, para solo obtener pequeños resultados; ese recreo falaz y apetecido, que engaña de libertad ilusoria-. El hermano menor una vez, después de familiarizado ya con el consumo, le reprendió, y ello le causó estragos. Le conmovió. Entró en un centro.
  Las novias. Capítulo fundamental. Añora a la que dejó después de algunos años: su loca cabeza frente a aquella madura y bien asentada. Estudia una carrera. Ahora tiene otro novio. Se saludan como amigos. Con ella, a pesar de las numerosas discusiones -lo quería conducir por el buen camino- ha sentido más amor que con ninguna otra. Ni siquiera la que dejó preñada hace poco.
  Al anunciárselo él se desmarcó, no por cobardía, sino para digerir la noticia. Al volver a verla le anunció que había abortado. Él se molestó. Pero si no estaba cómo iba a consultarle. Fue dura la decisión. La acompañó a la clínica una amiga. Quiere sentarse a hablar sobre el tema. Después de un par de charlas, no ha vuelto a cogerle el teléfono.
  Delgado, moreno, habla isleña. Solapado pícaro hasta incomodar y tensar los nervios. Caprichoso, dominador sutil. Espoleador de irritaciones y agresividades. No rehúye entrar a discutir y pelear, aunque demora mucho, paciente, resolverse a ello. Antes ejercita otras técnicas desgastadoras. Bromas sutilmente hirientes. Con Jorge -el cordobés afincado en canarias- sostuvo varias riñas. El recíproco encrespamiento ayudó a que el otro saliera expulsado -más bien abandonara, antes de serlo-. Templó mejor sus nervios.

Fede. La averiguación del pasado

  La averiguación del pasado no ocurre de forma repentina, tampoco es que se le pregunte abiertamente y se espere de él sinceridad absoluta, poco a poco, a rachas que dependen de una predisposición advenediza, va volcándolo. No abandonó Israel por capricho. Huyó. Le urgió hacer las maletas y cruzar la frontera antes de que la orden de retenerle, de no permitirle salir del país, circulara por las líneas informáticas de la policía, y alcanzara el control fronterizo. Al hermano lo habían prendido en el límite justamente porque se demoró unos días. Sabiéndolo, él no podía dudar que fuera la mejor solución para no caer detenido.
  Había constituido su propia empresa de pintura de fachadas, descolgándose como alpinistas, a su cargo tenía media docena de trabajadores. La época más boyante fue la de un majestuoso hotel que le encargaron. Luego le vinieron encargos puntuales, más pequeños, que casi abordaba él solo, acompañado de alguno más. Había partidas económicas que no podía soslayar, pese a los retrasos en los pagos de los clientes: impuestos, seguridad social de los trabajadores, material..., lo cual le obligó a pedir créditos bancarios, que luego iría cancelando. Al final el déficit creció con desmesura, la solicitud de un nuevo crédito venía a ser una solución cómoda, perentoria, claro está, acumulativa, que engrosó el agujero hasta los doscientos mil euros. El embargo subsiguiente de todas sus cuentas y bienes no alcanzó para saldar la deuda, pero sí para que él tomara la urgente decisión de echar mano de un dinero en efectivo cuidadosamente guardado y salir pitando.
  Del hermano apenas se despidió, este no le entretuvo sabiendo a la velocidad que viajan las consignas policiales. La razón de su propio tropiezo seguramente tenga que ver con sus habilidades programadoras, de las cuales ya dio muestras antes de abandonar Argentina y afincarse en Israel, al acceder por internet a las cuentas bancarias del padre, rico y separado de la madre, y vaciarlas. El padre no le denunció por este acto, pero permaneció sin dirigirle la palabra más de diez años.
  Fede había encontrado trabajo en Barcelona, de chófer (más bien chofer, acentuando la e, como corresponde al habla argentina, tres horas menos en la zona de Variloche). Uno de sus clientes era un buque de guerra lo que le permitía entrar en él y visitarlo como si fuera a capitanearlo: se sentía capaz, y la tripulación hacía simpáticas bromas sobre ello. Más bien de lo que demostró ser capaz fue de apuntarse a una sociedad por la zona de la barceloneta a través de la cual la compra y el consumo de hachís es totalmente legal. A la postre, esta afición también le dejó sin empleo.

Alguien hurga en la bolsa


  Alguien hurga en la bolsa de tela plástica encajada tras un quiosco de flores en la plaza Topete y le llama la atención. El otro esgrime cualquier excusa y se marcha.
  - Quizás fuera un gitanillo que no supo leer el cartelito –disculpa la deliberada pillería.
  El cartelito es una hoja arrugada en una funda de plástico sobre la bolsa que pide por favor no tocar, no robar, no hay trajes de valor, solo traje teatral Acevae (asociación española y comunitaria de estatuas vivientes y artes escénicas).
  Ha abandonado el Centro y traído consigo el resto de bolsas que con la que casi es expoliada intenta resumir en una sola para poder viajar más cómodamente en el bus de las cinco de la tarde a Madrid. Sobre el banco de piedra, escorado respecto a la estatua de Lucius Junius Moderatus, alias Columela, húmedo del rocío mañanero, extiende las coloridas ropas de su atrezzo ambulante, las clasifica y desecha algunas. La espada que hubo confeccionado para su estatua viviente de la Pepa se le quebró y en previsión de tener que restituirla si seguía con este modelo había cogido un tramo de marco de ventana. Ahora ya no lo necesita, lo desecha. No así el casco de la alegórica Atenea, que es quien señorea el monumento de la Plaza de España, una manualidad ardua y meticulosa.
  El último día de carnavales es inútil trabajarlo, la semana está cumplida, otros compañeros de gremio abandonaron antes, sin mucho recaudado. Además tiene una entrevista mañana por la tarde en la calle Velázquez, la posibilidad de regresar al ámbito de la venta de seguros, como cuando trabajó en la Vaguada para Seguros Pelayo, hasta que las sustituyeron por las cajeras de Alcampo, menuda jugarreta.
  El balance es triste, más bien negativo, apenas recaudó una cuarta parte de lo que debe de alquiler, irá al dueño y se lo ofrecerá con la mejor intención, lo más probable es que tenga que irse a vivir con su amiga Esther.
  Diez horas de respiración diafragmática en medio del trajín callejero, quietud yóguica, pasmo armonioso, carne de piedra, teatro estático, cultura en la calle, floritura o arabesco en el aire y una sonrisa dulce de mimo como premio a quien cuela la calderilla en la ranura de la hucha.
  Estuvo un día de maquilladora, cinco niños se acercaron, a euro cada uno, la voluntad sin tasa, la calidad del resultado nada que ver con una competidora aneja, como tampoco las medidas de higiene, ya que ella usa guantes de látex y lápices descartables, mientras la otra repetía pinceles.
  En Madrid dejará la bolsa con el atrezzo en el local de la asociación, colgará una última reseña de esta experiencia en la web, aguardará a acertar en otros puntos de España con una estatua viviente oportuna que traiga a colación un episodio histórico.
  Quizás en un futuro pueda acudir a los lugares en fiesta a disfrutar de ellas, no como los feriantes; venir a los carnavales a disfrutar de ellos, no permaneciendo estática en una atalaya, percibiendo las riadas de gente ir y venir, sin hacerle mucho caso; bueno; al menos un coro de carnaval paró cerca y pudo escuchar sus coplas, amenazando el deseo de reír su quietud inerme.